Read Crítica de la Religión y del Estado Online
Authors: Jean Meslier
Traducción de textos escogidos,
según la selección francesa de Jules Lermina (1902), en la Biblioteca de la Huelga General, Madrid-Barcelona (1904).
Versión de
Le Bon sens du curé Meslier: El buen sentido del cura Meslier
(Madrid, 1837), y
Dios ante el sentido común,
por el cura Meslier (sexta ed., Madrid, 1913).
La inclusión del
Anti-Fénelon
en la selección no parecía esencial por no presentar ningún aspecto divergente de todas las afirmaciones de sus Memorias; también habría debido fragmentarse a causa de su extensión y carecía de interés.
Por último, la presente antología se basa en la edición de las obras completas en tres volúmenes publicada por Éditions Anthropos, París, 1970.
MENENE GRAS BALAGUER
[1]
.
Amigos míos, como no se me habría permitido e incluso habría supuesto para mí una grave y onerosa |consecuencia deciros abiertamente, en vida, lo que pensaba de la conducta y del gobierno de los hombres, de sus religiones y de sus costumbres, he decidido decíroslo al menos tras mi muerte; mi intención y mi deseo sería decíroslo de viva voz, antes de morir, si me viera próximo al fin de mis días y tuviera aún para entonces el uso libre de la palabra y del juicio; pero como no estoy seguro de tener en estos últimos días, o en estos últimos momentos, todo el tiempo ni toda la presencia de espíritu que me sería necesaria entonces para declararos mis sentimientos, me he visto obligado a empezar a declarároslos ahora por escrito y daros al mismo tiempo pruebas claras y convincentes de todo lo que me gustaría deciros, a fin de tratar de desengañaros lo menos tarde posible, en cuanto me atañe, de los os errores en los que todos nosotros, cuantos soltaos, hemos tenido la desdicha de nacer y vivir, y en los cuales yo mismo he tenido el desagrado de hallarme obligado a infundiros; digo el desagrado porque para mí era verdaderamente desagradable tener esta obligación. Ello explica también por qué nunca la he desempeñado sino con mucha repugnancia y con bastante negligencia, como habéis podido observar.
He aquí ingenuamente lo que al principio me influjo a concebir este proyecto que me propongo.
Como yo sentía naturalmente en mí mismo que no encontraba nada tan dulce, nada tan grato, tan amable y nada tan deseable en los hombres como la paz, como la bondad del alma, como la equidad, como la verdad y la justicia que, a mi parecer, deberían ser fuentes inestimables de bienes y de felicidad para los mismos hombres, si conservasen primorosamente entre sí tan amables virtudes como aquéllas, sentía también, naturalmente en mí mismo, que no encontraba nada tan odioso, nada tan detestable y nada tan pernicioso como las perturbaciones de la división y la depravación del corazón y del alma. Y sobre todo la malicia de la mentira y la impostura, no menos que la de la injusticia y la tiranía, que destruyen y aniquilan en los hombres todo lo que podría haber de mejor en ellos y que por esta razón son fuentes fatales, no sólo de todos los vicios y de todas las maldades de que están colmados, sino también de las causas desdichadas de todos los males y de todas las miserias que les abruman en la vida.
Desde mi más tierna juventud divisé los errores y los abusos que causan tan graves males en el mundo; cuanto más he avanzado en edad y en conocimiento más he reconocido la ceguera y la maldad de los hombres, más he reconocido la vanidad de sus supersticiones y la injusticia de sus malos gobiernos. De manera que, sin haber tenido jamás mucho comercio en el mundo, podría decir con el sabio Salomón que
he visto
y que he visto incluso con asombro y con indignación «a la impiedad reinar en toda la tierra, y una corrupción tan grande de la justicia que aquéllos mismos que estaban destinados a dársela a los demás se habían convertido en los más injustos y los más criminales y la habían reemplazado por la iniquidad» (Eccls., 3.16). He conocido tanta maldad en el mundo que ni la misma virtud más perfecta ni la inocencia más pura estaban exentas de la malicia de los calumniadores. He visto y se ve aún todos los días infinidad de inocentes desdichados perseguidos sin motivo y oprimidos con ( injusticia, sin que a nadie le afectara su infortunio ni que éstos encontrasen protectores caritativos para socorrerles. Las lágrimas de tantos justos afligidos y las miserias de tantos pueblos tan tiránicamente oprimidos por los ricos malvados y por los grandes de la tierra, me han provocado, al igual que a Salomón, tanta repugnancia y tanto desprecio por la vida que, así como él, estimé la condición de los, muertos mucho más dichosa que la de los vivos, y a aquellos que nunca han existido mil veces más felices que los que existen y gimen aún en tan grandes miserias.
«Laudavi mortuos magís quam víventes et féliciorem utroque judicavi, qui necdum natus est, nec videt mala quae fiunt sub sole»
(Eccls., 4.2). Y lo que aún me sorprendía más especialmente, sin salir de mi asombro al ver tantos errores, tantos abusos, tantas supersticiones, tantas imposturas, tantas injusticias y tiranías reinantes, era ver que, pese a existir en el mundo cantidad de personas que pasaban por eminentes en doctrina, en sabiduría y en piedad, sin embargo, no había ninguno que se atreviera a hablar, ni a declararse abiertamente contra tan grandes y tan detestables desórdenes; no vi a nadie de distinción que los reprendiera ni los inculpara, aunque los pobres pueblos no cesaran de lamentarse ni de gemir entre ellos en sus miserias comunes. A este silencio por parte de tantas personas prudentes, e incluso de un rango, y de un carácter distinguidos, que debían, a mi parecer, oponerse a los torrentes de vicios e injusticias, o que al menos debían procurar aportar algunos remedios a tantos males, le encontraba con asombro una especie de aprobación, en la que aún no veía bien la razón ni la causa. Pero después, tras haber examinado un poco mejor la conducta de los hombres y tras haber penetrado un poco más profundamente en los misterios secretos de la refinada y astuta política de los que ambicionan cargos, consistentes en querer gobernar a los demás, y de los que quieren mandar con autoridad soberana y absoluta o quieren más particularmente hacerse honrar y respetar por los demás; he reconocido, fácilmente, no sólo la fuente y el origen de tantos errores, de tantas supersticiones y de tan grandes injusticias, sino que además he reconocido la razón por la cual quienes pasan por sabios e ilustrados en el mundo no dicen nada contra tan detestables errores y tan detestables abusos, aunque conozcan suficientemente la miseria de los pueblos seducidos y subyugados por tantos errores y oprimidos por tantas injusticias.
[T. I (pp. 5-10) O. C.]
Amigos míos, la fuente de todos los males que os abruman y de todas las imposturas que os mantienen desgraciadamente en el error y en la vanidad de las supersticiones, al igual que bajo las leyes tiránicas de los grandes de la tierra, no es otra que fiesta detestable política de los hombres a los que acabo de referirme, pues, unos queriendo dominar injustamente en todas partes y otros queriendo darse cierta vana reputación de santidad y algunas veces incluso de divinidad, unos y otros no sólo se han servido diestramente de la fuerza y de la violencia, sino que además han empleado toda clase de astucias y artificios para seducir a los pueblos, con el objeto de alcanzar con mayor facilidad sus fines, de manera que unos y otros de estos refinados y astutos políticos, abusando así de la debilidad, de la credulidad y de la ignorancia de los más débiles y de los menos ilustrados, les han hecho creer sin obstáculo todo lo que han querido y después les han hecho admitir con respeto y sumisión, de buen grado o a la fuerza, todas las leyes que se les ha antojado imponerles, y con este procedimiento unos se han hecho respetar y adorar como divinidades, o al menos como personas divinamente inspiradas y enviadas particularmente por los dioses para dar a conocer sus voluntades a los hombres. Y los otros se han hecho ricos, poderosos y temibles en el mundo; y tras haberse hecho ricos, unos y otros, mediante esta clase de artificios, bastante poderosos, bastante venerables clase de artificios, bastante poderosos, bastante venerables o bastante temibles para hacerse temer y obedecer, han sometido abierta y tiránicamente a los demás a sus leyes. Para lo que les han sido de gran utilidad también las divisiones, las querellas, los odios y las animosidades particulares, que nacen de ordinario entre los hombres, pues la mayor parte de ellos, al ser muy a menudo de humor, espíritu e inclinación muy diferentes unos de otros, no podrían entenderse mucho tiempo entre sí sin pelearse y sin escindirse. Y cuando estos conflictos y divisiones tienen lugar, aquellos que son o parecen los más fuertes, los más osados, y a menudo incluso los que son más refinados, más astutos o más malvados, no dejan de aprovechar estas ocasiones para hacerse con mayor facilidad los amos absolutos de todo.
He aquí, amigos míos, la verdadera fuente y el verdadero origen de todos los males que perturban el bien de la sociedad humana y hacen a los hombres tan desdichados en la vida. He aquí la fuente y el origen de todos los errores, de todas las imposturas, de todas las supersticiones, de todas las falsas divinidades y de todas las idolatrías que desgraciadamente se han extendido por toda la tierra. He aquí la fuente y el origen de todo lo que os proponen como más santo y más sagrado en todo lo que se os hace llamar piadosamente religión. He aquí la fuente y el origen de todas estas pretendidas leyes santas y divinas que se os quiere hacer observar como procedentes del mismo Dios. He aquí la fuente y el origen de todas estas pomposas y ridículas ceremonias que nuestros sacerdotes simulan hacer con fastuosidad en la celebración de sus falsos misterios, de sus solemnidades y de su falso culto divino. He aquí también el origen y la fuente de todos estos soberbios títulos y nombres de señor, de príncipe, de rey, de monarca y de potentado, en virtud de los cuales, todos bajo pretexto de gobernaros como soberanos, os oprimen como tiranos; en virtud de los cuales, bajo pretexto del bien y de la necesidad pública, os arrebatan todo cuanto tenéis de bello y mejor, y en virtud de los cuales, bajo pretexto de poseer su autoridad de alguna autoridad suprema, se hacen obedecer, temer y respetar a sí mismos al igual que dioses; y, en fin, he aquí la fuente y el origen de todos estos vanos nombres de noble y de nobleza, de conde, de duque y de marqués de los que la tierra es pródiga, como dice un autor muy juicioso del siglo pasado, y que son casi todos como lobos rapaces, los cuales, bajo pretexto de querer gozar de sus derechos y de su autoridad, os aplastan, os roban, os maltratan y os arrebatan todos los días lo mejor que tenéis
(Caract. ou moeurs du siécle
!). He aquí paralelamente la fuente y el origen de todos estos pretendidos santos y sagrados caracteres, de orden y de poder eclesiástico y espiritual, que vuestros sacerdotes y vuestros obispos se atribuyen sobre vosotros; los cuales, bajo pretexto de conferiros los bienes espirituales de una gracia y ¡le un favor todo divino, os arrebatan finalmente vuestros bienes temporales que son incomparablemente más reales y más sólidos que los que simulan conferiros; los cuales, bajo pretexto de querer conduciros al cielo y procuraros una felicidad eterna, os impiden gozar tranquilamente de todo bien verdadero en la tierra, y los cuales, finalmente, os obligan a sufrir en esta vida única en la que tenéis las penas reales de un verdadero infierno, bajo pretexto de querer preveniros y preservaros en otra vida que no existe, de las penas imaginarias de un infierno que no existe al igual que esta otra vida eterna merced a la cual mantienen vanamente para vosotros, pero no inútilmente para ellos, vuestros tenores y vuestras esperanzas. Y como este tipo de gobiernos tiránicos sólo subsiste en virtud de los mismos medios y de los mismos principios que los han establecido y es peligroso querer combatir las máximas fundamentales de una religión así como quebrantar las leyes fundamentales de un Estado o de una República, no hay que sorprenderse si las personas competentes e ilustradas se conforman a las leyes generales del Estado, por injustas que sean, ni si se conforman, al menos en apariencia, al uso y a la práctica de una religión que encuentran establecida, aunque reconozcan suficientemente sus errores y su vanidad; porque por mucha repugnancia que puedan experimentar en someterse a ella, les es, sin embargo, mucho más útil y más ventajoso vivir tranquilamente conservando lo que pueden tener que exponerse voluntariamente a perderse a sí mismos, tratando de oponerse al torrente de errores comunes o tratando de resistir a la autoridad de un soberano que quiere hacerse dueño absoluto de todos. Se suma, además, el hecho de que en grandes Estados y gobiernos como son los reinos y los imperios, al ser imposible que aquellos que son sus soberanos puedan solos, por sí mismos, proveer a todo y mantener solos, por sí mismos, su poder y su autoridad en países de grandes extensiones, velan por el establecimiento en todas partes de oficiales, intendentes, virreyes, gobernadores e infinidad de otra gente, a los que pagan copiosamente a expensas del público para velar por sus intereses, para mantener su autoridad y para hacer ejecutar puntualmente sus voluntades en todas partes, de manera que no hay nadie que se atreva a ponerse en deber de resistir, ni siquiera de contradecir abiertamente a una autoridad tan absoluta, sin exponerse al mismo tiempo al riesgo manifiesto de perderse. Por esto incluso los más competentes y los más ilustrados se ven obligados a permanecer en el silencio, aunque vean manifiestamente los abusos, los errores, los desórdenes y las injusticias de un gobierno tan malvado y tan odioso.
Agregad a ello las intenciones e inclinaciones particulares de todos aquellos que detentan los grandes o los medios e incluso los más ínfimos cargos, ya sea en el estado civil, ya sea en el estado eclesiástico o que aspiran a poseerlos. Ciertamente, apenas hay quienes no piensen mucho más en sacar su provecho y en buscar su ventaja particular que en procurar sinceramente el bien público de los demás. Apenas hay quienes no se comporten mediante algunas perspectivas de ambiciones o intereses, o con algunas perspectivas que halagan la carne y la sangre. No serán, por ejemplo, ninguno de aquellos que ambicionan los cargos y los empleos en un Estado quienes se opondrán al orgullo, a la ambición o a la tiranía de un príncipe que lo quiere someter todo a sus leyes. Al contrario, lo halagarán bien en sus malas pasiones y en sus injustos proyectos, con la esperanza de ascender y engrandecerse a sí mismos; bajo el favor de su autoridad. No serán tampoco quienes ambicionan los beneficios o las dignidades en la Iglesia quienes se opondrán a ello, pues es mediante el favor y mediante el propio poder de los príncipes que pretenden lograrlos o mantenerlos cuando los hayan alcanzado; y muy lejos de pensar en oponerse a sus malvados designios o de contradecirlos en algo, serán los primeros en aplaudirlos; y en halagarlos en todo lo que hacen. No serán tampoco ellos quienes atacarán los errores establecidos ni quienes descubrirán a los demás las mentiras, las ilusiones y las imposturas de una religión falsa puesto que sobre estos mismos errores e imposturas se funda su dignidad y todo su poder al igual que todas las grandes rentas que extraen de ello cada día. No son ricos avaros quienes se impondrán a la injusticia del príncipe ni quienes atacarán públicamente los errores y los abusos de una religión falsa, puesto que a menudo es gracias al mismo favor del príncipe que poseen empleos lucrativos en el Estado o que poseen ricos beneficios en la Iglesia; más bien se dedicarán a acumular riquezas y tesoros que a destruir errores y abusos públicos de los que unos y otros extraen tan grandes provechos. No serán tampoco quienes aman la vida dulce, los placeres y las comodidades de la vida quienes se opondrán a los abusos de que hablo; prefieren mucho más gozar tranquilamente de los placeres y de las dulzuras de la vida que exponerse a sufrir persecuciones por querer oponerse a los torrentes de errores comunes, puesto que sólo quieren cubrirse del manto de la virtud y servirse de un pretexto falaz de piedad y de celo religioso para ocultar sus astucias y sus vicios más malvados y para alcanzar de un modo más refinado los fines particulares que se proponen, consistentes siempre en buscar sus propios intereses y sus propias satisfacciones, engañando a los demás con bellas apariencias de virtudes. Por último, tampoco serán los débiles ni los ignorantes quienes se opondrán porque, al carecer de ciencia y autoridad, no es posible que sean capaces de descubrir tantos errores y tantas injusticias en las que se les mantiene sujetos, ni que puedan resistir a la violencia de un torrente, que no dejaría de arrastrarlos de oponer dificultades a seguirlo. A lo que se debe sumar, además, que hay tal unión y encadenamiento de subordinación y dependencia entre todos los diferentes estados y condiciones de los hombres, y además se da casi siempre entre ellos tanta envidia, tantos celos, tanta perfidia y tanta traición incluso entre los parientes más próximos, que unos no podrían fiarse de los otros y, por consiguiente, no podrían hacer nada ni emprender nada sin exponerse al mismo tiempo a ser inmediatamente descubiertos y traicionados por algunos; tampoco sería seguro confiarse a algunos amigos ni a ningún hermano en una cosa de tal gravedad cómo sería querer reformar un gobierno tan malvado. De manera que al no haber nadie que quiera ni que pueda, o que se atreva a oponerse a la tiranía de los grandes de la tierra, no hay que sorprenderse si estos vicios reinan tan poderosa y universalmente en el mundo; y he aquí cómo los abusos, cómo los errores, cómo las supersticiones y cómo la tiranía se han establecido en el mundo. Se diría, al menos en semejante caso, que la religión y la política no deberían aliarse y que para ello deberían ser recíprocamente contrarias y opuestas la una a la otra, puesto que parece que la dulzura y la piedad de la religión habrían de condenar los rigores y las injusticias de un gobierno tiránico, y, además, parece que la prudencia de un político honesto debería condenar y reprimir los errores, los abusos y las imposturas de una religión falsa. Cierto es que debiera ser así, pero todo esto que se debería hacer no siempre se hace. Así, aunque parezca que la religión y la política debieran ser tan contrarias y tan opuestas la una a la otra en sus principios y en sus máximas, no dejan de avenirse bastante bien juntas cuando una vez ambas han establecido alianza y han contraído amistad, pues puede decirse que al respecto se entienden como dos rateros, ya que se defienden y se apoyan mutuamente la una a la otra. La religión apoya al gobierno político por malo que sea y, a su vez, el gobierno político apoya a la religión por vana y falsa que sea; por un lado, los sacerdotes, que son los ministros de la religión, recomiendan bajo pena de maldiciones y condena eterna obedecer a los magistrados, a los príncipes y a los soberanos como si fueran establecidos por Dios para gobernar a los demás; y los príncipes, por su parte, hacen respetar a los sacerdotes, les hacen entregar buenas asignaciones y buenas rentas y los mantienen en las funciones vanas y abusivas de su falso ministerio, obligando a los pueblos ignorantes a considerar santo y sagrado todo lo que hacen y todo lo que ordenan a los demás creer o hacer bajo este bello y falaz pretexto de religión y de culto divino. Y he aquí de nuevo otra vez cómo los errores, cómo los abusos, cómo las supersticiones, las imposturas y la tiranía se han establecido en el mundo, y cómo se mantienen para gran desdicha de los pobres pueblos que gimen bajo tan rudos y tan pesados yugos.