Crítica de la Religión y del Estado (4 page)

Quizá penséis, amigos míos, que entre tan gran número de religiones falsas como hay en el mundo mi intención sea exceptuar, al menos de este número, la religión cristiana, apostólica y romana, de la que hacemos profesión y decimos que es la única en enseñar la pura verdad, la única en reconocer y adorar como es debido al verdadero Dios y la única en conducir a los hombres por el verdadero camino de la salvación y de una eternidad dichosa. Pero desengañaros, amigos míos, desengañaros de esto y generalmente de todo lo que vuestros piadosos ignorantes o vuestros escarnecedores e interesados sacerdotes y doctores se apresuran a deciros y a haceros creer, bajo el falso pretexto de la certidumbre infalible de su pretendida santa y divina religión; no sois menos seducidos ni menos engañados que aquellos que son los más seducidos y engañados; no estáis menos sumidos en el error que aquellos que lo están más profundamente. Vuestra religión no es menos vana ni menos supersticiosa que cualquier otra, no es menos falsa en sus principios ni menos ridícula y absurda en sus dogmas y en sus máximas; no sois menos idólatras que aquellos que atacáis y condenáis vosotros mismos de idolatría; los ídolos de los paganos y los vuestros sólo difieren de nombres y figuras; en definitiva, todo lo que vuestros sacerdotes y vuestros doctores os predican con tanta elocuencia respecto a la grandeza, la excelencia y la santidad de los misterios que os hacen adorar, todo lo que os cuentan con tanta gravedad de la certidumbre de sus pretendidos milagros y todo lo que os declaran con tanto celo y con tanta seguridad en relación a la grandeza de las recompensas del cielo y respecto a los horrendos castigos, no son en el fondo más que ilusiones, errores, mentiras, ficciones e imposturas, inventadas en primer lugar por políticos refinados y astutos y luego por seductores e impostores, seguidamente acogidas y creídas ciegamente por pueblos ignorantes y bastos y finalmente mantenidas por la autoridad de los grandes y de los soberanos de la tierra que han favorecido los abusos, los errores, las supersticiones y las imposturas, que los han autorizado incluso por su ley, con el fin de mantener a los hombres en general sujetos y hacer de ellos todo lo que quieran.

He aquí, amigos míos, cómo aquellos, que han gobernado y gobiernan los pueblos aún ahora, abusan presuntuosa e inmunemente del nombre y de la autoridad de Dios para hacerse temer, obedecer y respetar a sí mismos más que para hacer temer y servir al Dios imaginario de cuyo poder os atemorizan. He aquí cómo abusan del nombre falaz de piedad y religión para hacer creer a los débiles y a los ignorantes todo cuanto les place, y he aquí cómo acaban estableciendo por toda la tierra un detestable misterio de mentira e iniquidad, mientras únicamente debieran preocuparse, unos y otros, de establecer en todas partes el reino de la paz y de la justicia, así como el de la verdad, el reino de cuyas virtudes haría dichosos y contentos a todos los pueblos de la tierra.

Digo que establecen por todas partes un misterio de iniquidad porque todos estos resortes ocultos de la política más refinada, así como las máximas y ceremonias más piadosas de la religión, efectivamente, no son más que misterios de iniquidad. Digo misterios de iniquidad para todos los pobres pueblos que son miserablemente engañados con todas estas memeces de las religiones, así como son los juguetes y las víctimas desdichadas del poder de los grandes; pero para quienes gobiernan o tienen parte en el gobierno de los demás y para los sacerdotes que gobiernan las conciencias o que están provistos de algunos buenos beneficios, son como minas de oro o vellocinos de oro, son como cuernos de abundancia que les hacen venir a pedir de boca toda clase de bienes; y esto es lo que da lugar a que todos estos bellos señores se diviertan y se permitan agradablemente toda clase de distracciones, a la vez que los pobres pueblos, embaucados mediante los errores y las supersticiones de la religión, gimen triste, pobre y pacíficamente, no obstante, bajo la opresión de los grandes, a la vez que sufren en vano orando a los dioses y a los santos que no les oyen nada, a la vez que se entretienen con devociones inútiles, a la vez que hacen penitencias por sus pecados y, finalmente, a la vez que estos pobres pueblos trabajan y se agotan día y noche, sudando sangre y agua para tener con qué vivir y para tener con qué proveer abundantemente a los placeres y satisfacciones de aquellos que los hacen tan desdichados en la vida.

¡Ay!, amigos míos, si conocierais bien la vanidad y la locura de los errores en que os mantienen bajo el pretexto de la religión, y si supierais cuan injustamente y cuan indignamente se abusa de la autoridad que se ha usurpado sobre vosotros bajo pretexto de gobernaros, ciertamente sólo tendríais desprecio por todo lo que se os hace adorar y respetar y sólo tendríais odio e indignación hacia todos aquellos que abusan de vosotros y que os gobiernan tan mal y que os tratan tan indignamente. A este respecto, me viene a la memoria un deseo que forjaba antaño un hombre que no tenía ciencia ni estudio pero que, según las apariencias, no carecía de sentido común para juzgar sanamente todos estos detestables abusos y todas las detestables tiranías que yo condeno aquí: por su deseo y por su manera de expresar su pensamiento, parece que veía bastante lejos y que penetraba bastante profundamente en este detestable misterio de iniquidad del que acabo de hablar, puesto que reconocía muy bien a sus autores y protagonistas. Deseaba que todos los grandes de la tierra y que todos los nobles fueran colgados y estrangulados con tripas de sacerdote. Esta expresión no debe dejar de parecer ruda, grosera y chocante, pero se ha de reconocer que es franca e ingenua; es breve pero expresiva, puesto que da a entender en muy pocas palabras todo lo que esta clase de gente merecería. En cuanto a mí, amigos míos, si tuviera que forjar un deseo al respecto (y no dejaría de hacerlo si pudiera tener su efecto), desearía tener el brazo, la fuerza, el coraje y la masa de un Hércules para purgar al mundo de todos los vicios y de todas las iniquidades, y para tener el placer de derribar a todos estos monstruos de tiranos con cabezas coronadas y a todos los demás monstruos, ministros de errores e iniquidad, que hacen gemir tan lastimosamente a todos los pueblos de la tierra.

No penséis, amigos míos, que me impulse aquí algún deseo particular de venganza, ni algún motivo de animosidad o de interés particular; no, amigos míos, no es la pasión la que me inspira estos sentimientos ni la que me hace hablar de esta forma y escribir así; verdaderamente sólo es mi inclinación y mi amor por la justicia y por la verdad, que veo por un lado tan indignamente oprimida, y mi aversión natural por el vicio y la iniquidad que veo por otro reinar tan insolentemente por doquier; no se podría tener odio ni aversión suficiente hacia personas que causan tan detestables males en todas partes y que abusan tan universalmente de los hombres.

¡Cómo! ¿Acaso no sería justo barrer y expulsar vergonzosamente de una ciudad y de una provincia a charlatanes embaucadores que bajo pretexto de distribuir caritativamente remedios y medicamentos saludables y eficaces al público, no hicieran sino abusar de la ignorancia y de la simplicidad de los pueblos, vendiéndoles bien caros drogas y ungüentos nocivos ay perniciosos? Sí, no hay duda, sería justo barrerlos y expulsarlos vergonzosamente como embaucadores infames. De igual modo, ¿no sería justo condenar abiertamente y castigar severamente a estos bergantes y a todos estos salteadores de caminos que se ponen a desvalijar, matar y masacrar inhumanamente a quienes tienen la desdicha de caer en sus manos? Sí, ciertamente estaría bien hecho castigarlos severamente, sería justo odiarlos y detestarlos, y por el contrario estaría muy mal hecho soportar que ejerciesen con absoluta inmunidad sus latrocinios. Con mayor razón, amigos míos, tendríamos motivos para condenar, odiar y detestar, como hago aquí, a todos estos ministros de errores e iniquidad que os dominan tan tiránicamente, unos, vuestras conciencias, y otros, vuestros cuerpos y vuestros bienes, pues son los mayores ladrones y mayores asesinos que existen en la tierra. Todos los que han venido, dijo Jesucristo, son ladrones y rateros.
«Omnes quotquot ve-nerunt, fures sunt et latrones»
(Juan., 10.8).

Tal vez diréis, amigos míos, que en parte hablo así contra mí mismo, puesto que también yo pertenezco al rango y al carácter de los que llamo aquí los mayores embaucadores de los pueblos; cierto es que hablo contra mi profesión, pero de ningún modo contra la verdad, ni contra mi inclinación, ni contra mis propios sentimientos. En efecto, como nunca he sido siquiera de creencia ligera, ni propenso a la beatería ni a la superstición, y nunca he sido tan necio como para hacer ningún empleo de las misteriosas insensateces de la religión, tampoco me he sentido inclinado a hacer los consiguientes ejercicios ni a hablar de ellos favorablemente ni con honra; al contrario, siempre habría preferido mucho más testimoniar abiertamente el desprecio que me inspiraban si me hubiera estado permitido hablar de ello según mi inclinación y mis sentimientos; y así, aunque en mi juventud me dejara conducir fácilmente al estado eclesiástico para complacer a mis parientes que se alegraban de verme allí, como si fuera un estado de vida más dulce, más apacible y más venerable en el mundo que el de los hombres en general. Sin embargo, puedo decir con certeza que jamás la perspectiva de ninguna ventaja temporal ni la perspectiva de abundantes retribuciones de este ministerio me ha llevado a amar el ejercicio de una profesión tan llena de errores e imposturas. Nunca he podido llegar a adquirir el gusto de la mayoría de estos gallardos y gratos señores, para quienes es un gran placer recibir con avidez las
abundantes
retribuciones de las vanas funciones de su ministerio. Aún tenía más aversión por el humor escarnecedor y jocoso de estos otros señores, que sólo piensan en darse agradablemente diversiones con las grandes rentas de los buenos beneficios que poseen, quienes se mofan ridículamente entre sí de los misterios, de las máximas y de las ceremonias vanas y falaces de su religión, y que además se burlan de la simplicidad de quienes les creen y que en esta creencia les procuran tan piadosa y copiosamente con qué divertirse y vivir tan bien a su antojo. Testigo este papa [Julio III o León X] que se burlaba él mismo de su dignidad, y aquel otro [Bonif. VIII] que decía bromeando con sus amigos: «¡Ah! Cuánto nos hemos enriquecido gracias a esta fábula de Cristo.»

No es que yo condene sus agradables risotadas respecto a la vanidad de los misterios y de las momerías de su religión, puesto que efectivamente son cosas dignas de risa y de desprecio (muy simples e ignorantes son aquellos que no ven en ello vanidad), sino que condeno esta áspera, esta ardiente y esta insaciable avidez que tienen de aprovecharse de los errores públicos y este indigno placer suyo en mofarse de la simplicidad de los que están en la ignorancia y que ellos mismos mantienen en el error. Si su pretendido carácter y si los buenos beneficios que poseen les permiten vivir en la abundancia y tranquilamente a expensas del público, que al menos sean, pues, un poco sensibles a las miserias del público, que no agraven la pesadez del yugo de los pobres pueblos, multiplicando mediante un falso celo, como hacen varios, el número de errores y de supersticiones, y que no se burlen más de la simplicidad de aquellos que por tan buen motivo de piedad les hacen tantos bienes y se agotan por ellos. Pues es una ingratitud enorme y una perfidia detestable obrar así para con unos bienhechores, como son todos los pueblos, para con los ministros de la religión, ya que es de sus trabajos y del sudor de sus cuerpos de donde extraen toda su subsistencia y toda su abundancia.

No creo, amigos míos, haberos dado jamás motivo para pensar que yo participara de estos sentimientos que condeno aquí; por el contrario, habríais podido observar varias veces que mis sentimientos eran muy opuestos y que era muy sensible a vuestras penas; habríais podido observar también que no era de los más aferrados a este piadoso lucro de las retribuciones de mi ministerio, pues a menudo las he desperdiciado y abandonado cuando las podría haber aprovechado, y nunca he sido un intrigante de grandes beneficios ni un buscador de misas y ofrendas. Ciertamente siempre me hubiera gustado mucho más dar que recibir, si hubiera estado en mi mano seguir mi inclinación, y al dar, siempre habría tenido mayor consideración por los pobres que por los ricos, siguiendo esta máxima de Cristo que decía (en el informe de san Pablo Act., 20.35) que vale más dar que recibir
(beatius est magis dare quam accipere),
como también siguiendo esta advertencia del mismo Cristo, que recomendaba a los que dan festejos invitar, no a los ricos que tienen medios para pagar con la misma moneda, sino invitar a los pobres que carecen de medios para hacerlo (Lúc., 14-13). Y siguiendo esta otra advertencia-del señor de Montaigne que recomendaba siempre a su hijo mirar más al que le tendía los brazos que hacia el que le diera la espalda
(Essais
III). De buena gana habría hecho también como hacía el buen Job en la época de su prosperidad: «Yo era —decía— el padre de los pobres, yo era el ojo del ciego, el pie del cojo, la mano del manco, la lengua del mudo
(Pater eram pauperum oculus fue caeco et pes claudo).»
Y de buena gana, al igual que él habría arrebatado la presa de las manos de los malvados y de tan buena gana como él les habría roto los dientes y partido las mandíbulas
(contrerebam molas iniqui, et de dentibus illius auferebam praedam)
(Job 29, 15, 16). «Sólo los grandes corazones —decía el sabio Mentor a Telémaco— saben cuánta gloria hay en ser bueno»
(Telem.
tom. 2).

Y respecto a los falsos y fabulosos misterios de vuestra religión y de todos los demás piadosos pero vanos y supersticiosos deberes y ejercicios que vuestra religión os impone, también sabéis, o al menos habéis podido observar fácilmente, que yo no me aferraba a la beatería y que no me hallaba dispuesto a manteneros en ella ni a recomendaros su práctica. Sin embargo, yo estaba obligado a instruiros en vuestra religión y a hablaros de ella al menos algunas veces para cumplir mejor mal que bien este deber al que me había comprometido en calidad de cura de vuestra parroquia, y en tal circunstancia me disgustaba verme en esta enojosa necesidad de actuar; y hablar enteramente contra mis propios sentimientos, me disgustaba tener que manteneros en necios, errores y vanas supersticiones e idolatrías que odiaba, condenaba y detestaba en el corazón; pero os aseguro que no lo hacía jamás sino con pena y una repugnancia extrema; ello porque también odiaba enormemente todas estas vanas funciones de mi ministerio y particularmente todas estas idolátricas y supersticiosas celebraciones de misas y estas vanas y ridículas administraciones de sacramentos que me veía obligado a haceros. Las he maldecido en el corazón miles de veces cuando me hallaba obligado a hacerlas y particularmente cuando debía hacerlas "con un poco más de atención y con un poco más de solemnidad que de ordinario, pues al ver en tales ocasiones que ibais con un poco más de devoción a vuestras iglesias, para asistir a ellas en algunas vanas solemnidades o para oír con un poco más de devoción lo que se os hace creer como la palabra de Dios mismo, me parecía que abusaba mucho más indignamente de vuestra buena fe y que, por consiguiente, era mucho más digno de condena y reproches, lo que aumentaba a tal punto mi aversión contra esta clase de solemnidades ceremoniosas y pomposas y contra las funciones vanas de mi ministerio, que, cientos de veces, ha faltado poco para hacer estallar indiscretamente mi indignación sin poder casi en estas ocasiones ocultar más mi resentimiento ni contenerme la indignación que tenía. Sin embargo, he procurado contenerla y trataré de contenerla hasta el fin de mis días, pues no quiero exponerme en vida a la indignación de los sacerdotes ni a la crueldad de los tiranos, que no encontrarían, a su parecer, tormentos lo bastante rigurosos para castigar tal pretendida temeridad. Me tiene sin cuidado, amigos míos, morir tan pacíficamente como he vivido y además, al no haberos dado nunca motivo para desearme el mal ni para regocijaros si me ocurriera algo malo, no creo tampoco que os quedarais tranquilos si me persiguieran y tiranizaran por este motivo, con lo cual he decidido guardar silencio al respecto hasta el fin de mis días. Pero puesto que esta razón me obliga ahora a callarme, haré de manera a hablaros tras mi muerte; es con esta intención que empiezo a escribir para desengañaros, como he dicho, en tanto esté en mi poder, de todos los errores, de todos los abusos y de todas las supersticiones en las que habéis sido educados y alimentados, y que por así decir habéis sorbido con la leche. Hace bastante tiempo que a los pobres pueblos se les engaña miserablemente con toda clase de idolatrías y supersticiones, hace bastante tiempo que los ricos y los grandes de la tierra roban y oprimen a los pobres pueblos; ya sería hora de liberarlos de esta miserable esclavitud en que se encuentran, ya sería hora de desengañarlos de todo y hacerles conocer por doquier la verdad de las cosas; y si, para apaciguar el humor grosero y huraño de los hombres en general, antaño hizo falta como se supone entretenerlos y engañarlos mediante prácticas religiosas vanas y supersticiosas a fin de mantenerlos sujetos con mayor facilidad, ciertamente ahora es más necesario todavía desengañarlos de todas estas vanidades puesto que el remedio que se empleó contra el primer mal con el tiempo se ha vuelto peor que el primer mal mediante el abuso que se ha hecho de él.

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