Crítica de la Religión y del Estado (11 page)

Paralelamente, si los hombres no se detuvieran, como lo hacen, en estas vanas e injuriosas distinciones de familias, y entre familias, y si se miraran unos a otros como hermanos y hermanas, tal como deberían hacerlo, siguiendo los principios de su religión, ninguno de ellos podría prevalerse ni alardear de pertenecer a un origen mejor ni más noble que sus compañeros y, por consiguiente, no tendrían oportunidad para despreciarse unos a otros ni hacerse reproches injuriosos unos a otros respecto a su origen o su familia, sino que cada cual sería apreciado según su propio mérito personal y no según el mérito imaginario de un supuesto origen mejor o más noble, lo que también sería un bien enorme entre los hombres.

Paralelamente, si los hombres, y en particular nuestros cristícolas, no hicieran los matrimonios indisolubles entre sí, como ocurre, y si, por el contrario, dejaran siempre libre entre ellos la unión y la amistad conyugal sin constreñir a unos ni a otros, es decir, sin constreñir a hombres ni mujeres a permanecer toda su vida inseparablemente juntos, contra sus inclinaciones, ciertamente no se verían tan malos matrimonios ni tan malos hogares como hay entre ellos y no habría tanta discordia ni disensiones como hay entre los maridos y las mujeres; no tendrían que acabar todos los días en los reproches, ni en las injurias, ni en los malos tratos como hacen muy a menudo unos para con otros; no tendrían que encolerizarse tan a menudo unos con otros; no tendrían que prodigarse tantas maldiciones unos a otros; no tendrían que pegarse ni desgarrarse con tanto furor como a menudo ocurre entre unos y otros, porque podrían libremente dejarse pacíficamente en el momento que cesaran de amarse o de gustarse y porque podrían buscar libremente, unos y otros, sus satisfacciones en otra parte. En una palabra, no habría más maridos desdichados ni mujeres desdichadas como hay, en la medida que son miserables toda su vida bajo el yugo fatal de un matrimonio indisoluble. Por el contrario, unos y otros tendrían siempre agradable y pacíficamente sus placeres y sus expansiones con aquellos que les convinieran, porque entonces el principio y el motivo fundamental de su unión conyugal siempre sería la buena amistad, lo que sería un gran bien para unos y para otros. Así como para los niños que resultaran de ésta, porque no serían como tantos niños que se quedan huérfanos de padre y madre, y a menudo de uno y otro a la vez, y que a este respecto son como abandonados de uno cada uno, y a los que a menudo se ve desdichados bajo las leyes de algunos padrastros brutales o de algunas madrastras malas que los hacen ayunar y los maltratan a golpes, o bajo la guía de algunos tutores o cuidadores que los desprecian e incluso comen y malgastan sus bienes intempestivamente; tampoco serían como tantos otros niños que se ven desdichados bajo la guía de sus propios padres y madres y que sufren desde su más tierna juventud todas las miserias de la pobreza, el frío del invierno, el calor del verano, el hambre, la sed, la desnudez, que se encuentran siempre en la mugre y en la inmundicia, sin educación, sin instrucción y que casi ni siquiera podrían crecer ni madurar, como he dicho, por carecer del suficiente sostenimiento necesario para la vida.

Sino que todos serían bien educados por un igual, todos alimentados por un igual, y mantenidos respecto a todo lo que necesitaran, porque todos serían educados, alimentados y mantenidos en común con los bienes públicos y comunes. Paralelamente también serían instruidos por un igual en las buenas costumbres y en la honestidad, así como en las ciencias y en las artes, tal como cada uno de ellos necesitara y conviniera serlo en relación a la utilidad pública y a la necesidad que pudiera tenerse de su servicio, de manera que al ser instruidos todos en los mismos principios morales y en las mismas reglas de decencia y honestidad sería fácil hacerlos a todos sabios y honestos, hacerlos tramar y tender a todos al mismo bien, y de hacerlos a todos capaces de servir útilmente a su patria. Lo que además sería ciertamente muy ventajoso para el bien público de la sociedad humana. No ocurre lo mismo cuando los hombres son educados e instruidos en diversos principios morales y han adquirido diversas reglas y diversos modos de vida, pues entonces esta diversidad de educación, de instrucción y de modos de vida, sólo inspira en los hombres una contrariedad y una diversidad de humores, opiniones y sentimientos que hace que no puedan avenirse pacíficamente ni por consiguiente concurrir todos unánimemente en el mismo bien, lo que causa perturbaciones y escisiones continuas entre ellos. Pero cuando todos han sido educados desde la juventud en los mismos principios de moral y han aprendido a seguir las mismas reglas de vivir y de comportarse, entonces, al compartir todos los mismos sentimientos y los mismos objetivos, todos se dirigen con mayor facilidad al mismo bien que es el bien común de todos.

Sería mucho mejor para los hombres dejar siempre entre ellos la libertad de matrimonio y de unión conyugal. Sería mucho mejor para ellos hacer educar, alimentar, mantener e instruir igualmente bien a todos sus hijos en las buenas costumbres así como en las ciencias y en las artes. Sería mucho mejor para ellos mirarse y amarse siempre unos a otros como si fueran hermanos y hermanas. Sería mucho mejor para ellos no hacer entre ellos distinción de familias a familias y no creerse de mejor familia ni de mejor origen unos que otros. Sería mucho mejor para ellos dedicarse todos a un buen trabajo o a algún ejercicio útil y honesto, y a sobrellevar cada cual su parte de la pena del trabajo y de las incomodidades de la vida, sin querer dejar injustamente a unos toda la pena y toda la carga del fardo mientras los otros se entregaran a sus placeres y diversiones. Finalmente sería mucho mejor para ellos poseerlo todo en común, y gozar apaciblemente todos en común de los bienes y de las comodidades de la vida, y todo ello bajo la guía y dirección de los más sabios; ciertamente serían todos incomparablemente más dichosos, y estarían más contentos de lo que están, pues no se verían en la tierra más miserables, ni desdichados, ni tampoco pobres, como los que se ven todos los días.

He aquí cómo habla a este respecto un filósofo antiguo; es Séneca, fundándose en el relato de Poseidonio, otro filósofo más antiguo. He aquí lo que dice en su p. 90: «En estos siglos afortunados —dice— a los que se llama siglos de oro, todos los bienes de la tierra permanecían en común para ser gozados indiferentemente por todos, y antes de que la avaricia y el dispendio disparatado hubieran quebrado esta sociedad que había entre los mortales, y que de una comunidad hubieran pasado al pillaje, no existe hombre en el mundo —dice— que pudiera ensalzar y apreciar más ningún otro modo de vida entre los humanos, ni dar a los pueblos hábitos y costumbres todas loables y mejores que las que se cuenta que existían entre ellos, de los cuales —prosigue—, por límites y confines, no se encuentra a ninguno que dividiera los campos, todos vivían en común, la tierra misma, entonces sin ninguna semilla liberal, daba frutos en abundancia; qué puede verse de más dichoso —prosigue— que esta clase de hombres; la naturaleza y los bienes eran gozados por todos en común; ella sola bastaba para mantener a todo el mundo bajo su tutela, era una posesión muy segura de las riquezas públicas. Por qué no podría afirmar con razón que la condición de estos hombres era infinitamente rica, y que entre ellos no podía encontrarse un solo pobre.

»La avaricia —dice— se arrojó primero sobre cosas santamente reguladas, y como ella deseó retirar algún bien aparte, y convertirlo en provecho particular suyo, lo puso todo en poder ajeno, y habiéndose reducido de una posesión infinita a una pequeña cuña, trajo la pobreza, y cuando empezó a desear mucho, lo perdió todo. Pero por mucho que quiera correr para recuperar lo que ha perdido, por mucho que se esfuerce en anexionar campos y campos, y que a costa de dinero o de fuerza ahuyente a su vecino, hasta extender sus dominios a través de toda una gran provincia, y llamar su posesión un largo camino que recorre al pasar siempre por sus tierras, jamás ninguna extensión de campos por larga que sea nos podrá devolver hasta el lugar de que partimos; después que lo hayamos hecho todo, tendremos mucho si queréis, pero lo teníamos todo. La tierra por sí misma era más fértil que cuando fue labrada, y más pródiga para el uso de los pueblos cuando éstos no le arrebataban nada. Tenían —prosigue— tanto placer en mostrar lo que habían encontrado como en encontrarlo, ninguno podía tener demasiado, o demasiado poco, todo se hallaba repartido entre personas que estaban de pleno acuerdo, el más poderoso todavía no había puesto la mano sobre el más débil, el avaricioso que escondía lo que tenía en reserva inútil todavía no había privado a otro de lo que le era necesario. Uno se preocupaba tanto del prójimo como de sí mismo. Aquellos que un bosque espeso protegía de los ardores del sol, que vivían con tanta seguridad en una pequeña choza cubierta de follaje y de ramaje para protegerse del rigor del invierno y de la lluvia, pasaban dulcemente las noches sin emitir un solo suspiro, pero las inquietudes y las penas nos atormentan en nuestra escarlata —dice— y nos pican con crueles aguijones, por el contrario los otros dormían con un sueño dulce y grato en la inclemencia.»

El autor del
Journal historique
(enero de 1706) cuenta aproximadamente lo mismo de los hombres de estos primeros tiempos. «Dichosos —dice— eran los pueblos que vivían en la edad de oro, y en esta inocencia de que habla el poeta cuando dice,

L'âge d'or commença, cet âge ou de l'enfance,
l'homme tant qu'il vivoit, conservoit l'innocence
et reglans ses projets sur la seule équité
joignoit Vexactitude à la fidelité,
les loix qui pour punir on a depuis trouvées
n'avoient point sur l'airain encoré été gravées
et tous en sûretés vivans sans interést,
[4]
on ignoroit les noms de juges et d'arrest.»

El señor Pascal en sus
Reflexiones
demuestra con bastante claridad que comparte el mismo sentimiento, cuando señala que la usurpación de toda la tierra, y de todos los males que se han sucedido, sólo proceden del hecho de que cada particular ha querido apropiarse de las cosas que habrían debido dejar en común. «Este perro es mío, decían estos pobres niños, aquél es mi sitio en el sol. He aquí —dice este autor— el principio y la imagen de la usurpación de toda la tierra.» Platón, el divino Platón, queriendo erigir una república cuyos ciudadanos pudieran vivir en concordia, barrió con razón estas palabras de mío y de tuyo, juzgando bien que mientras hubiera alguna cosa para repartir, siempre habría descontentos, de los que nacen las perturbaciones, las divisiones, las guerras y los procesos.

[T. II (pp. 74-86) O. C. De la sexta prueba.]

ABUSO DEL GOBIERNO TIRÁNICO DE LOS REYES Y PRINCIPES DE LA TIERRA

Otro abuso que acaba haciendo a la mayoría de los hombres miserables y desdichados en la vida, es la tiranía casi universal de los grandes del mundo, y la tiranía de los reyes y de los príncipes que dominan casi universalmente sobre la tierra con un poder absoluto sobre el resto de los hombres: pues ahora todos estos reyes y príncipes sólo son verdaderos tiranos, ya que tiranizan, y no cesan de tiranizar miserablemente a los pobres pueblos que les están sometidos, mediante una infinidad de leyes y cargas onerosas que les imponen, y por las que estos pobres pueblos se hallan siempre oprimidos. «Platón —dice el señor de Montaigne— defiende en su
Georgias,
al tirano, como aquel que en una ciudad tiene licencia para hacer cuanto le place»
(Essais).
Y según esta definición, ciertamente se puede decir que ahora todos los soberanos son tiranos puesto que todos se permiten hacer cuanto les place no sólo en algunas poblaciones o ciudades, como dice Platón, sino también en provincias y en reinos enteros, atreviéndose incluso a llevar esta licencia a tal punto de orgullo y de insolencia que por toda razón de su conducta, de sus leyes, de sus voluntades y de sus órdenes, no alegan más que su propia voluntad y su placer, porque, según ellos, tal es nuestro placer, como aquella que antaño decía:
Síc volo, sic jubeo, sitpro ratione voluntas.

El profeta Samuel tenía mucha razón al reprochar al pueblo de Israel su ceguera y su locura, cuando le pedían que les diera un rey para gobernarlos (1 Reyes, 8.5.11) de la misma manera que se gobernaban las otras naciones. Este profeta protestó de inmediato contra esta petición insensata que le hacían y para disuadirlos de una idea tan insensata, les advirtió muy seriamente de la dureza insoportable del yugo que este rey les impondría. «Sabed — les dijo— que vuestros reyes tomarán vuestros hijos e hijas, para emplearlos en toda clase de ejercicios y usos, unos para conducir sus carros, otros en la guerra para hallarse todos los días expuestos a la muerte, otros junto a sus personas, para servirlos continuamente en toda clase de cosas; los otros para ejercer diversas artes y oficios, y otros para trabajar en sus tierras, como harían unos esclavos comprados a precio de plata; tomarán también vuestras hijas para emplearlas en diversas labores al igual que sirvientas que el temor del castigo obligará a trabajar. Tomarán vuestras herencias y vuestros rebaños, para darlos a sus favoritos o a sus eunucos, y a otros criados; y por último vosotros y vuestros hijos, os hallaréis sometidos no sólo a un rey, sino también a sus servidores; entonces —les dijo— recordaréis la predicción que os hago hoy, y arrepentidos de vuestra falta, gemiréis e imploraréis en la amargura de vuestro corazón el auxilio de Dios, para liberaros de una sujeción tan ruda; pero no os escuchará, y os dejará sufrir la pena que vuestra imprudencia y vuestra ingratitud habrán merecido»
(Ibíd.).
El pueblo no quiso escuchar las advertencias saludables de este profeta, al contrario, insistió más que nunca en su petición, lo que obligó a Samuel a darles efectivamente un rey, pero fue por completo contra su inclinación y contra su sentimiento, pues este profeta que amaba aparentemente la justicia no amaba la realeza porque «estaba persuadido de que la aristocracia era el gobierno más dichoso de todos», como dice José, famoso historiador judío (L. 6. Antiq. cap. 4).

Jamás profecía, si existe profecía, se cumplió más verdaderamente que la que hizo en aquella ocasión este profeta, pues desdichadamente se ha visto para los pueblos su cumplimiento en todos los reinos y en todos los siglos que han transcurrido desde entonces, y todavía ahora los pueblos son muy desdichados al ver su cumplimiento, particularmente en nuestra Francia, y en el siglo en que estamos, donde los reyes y los propios regentes, se hacen como pequeños dioses los dueños absolutos de todas las cosas. Sus aduladores les persuaden de que efectivamente son los dueños absolutos de los cuerpos y de los bienes de sus súbditos, por lo que también se ve que no respetan nada sus vidas, ni sus bienes, sino que los sacrifican todos a su gloria, a su ambición, a su avaricia o a sus venganzas, según les anime y transporte la pasión.

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