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Authors: Howard Mittelmark & Sandra Newman

Tags: #Ensayo, Humor

Cómo no escribir una novela (23 page)

La novela autobiográfica es perfectamente aceptable y un recurso inestimable para los escritores. Muchos autores han hecho una gran carrera literaria sirviéndose de sus experiencias o incluso aprovechando esas experiencias varias veces. Pero el tema recurrente de sus libros no es «Yo atesoro dentro de mí mucho más de lo que la gente cree» o «Lamentarán no haber descubierto antes todo lo que atesoro dentro». De hecho las novelas autobiográficas de éxito tienden a enfocar la narración desde la óptica opuesta, tipo «Soy un gusano asqueroso» o «Soy tan inútil que no sé ni atarme los cordones de los zapatos».

Ese «yo» que aparece abruptamente por descuido en un texto escrito en tercera persona es el método más fácil para hacer el ridículo cuando se está escribiendo una novela autobiográfica con una perspectiva megalómana, y por lo general es superfluo. Si ese «yo» fuera la única pista que le delata, bastaría con que lo cambiara un corrector. Sin embargo ese «yo» suele ser la punta de un enorme iceberg de narcisismo.

El «yo» no firma contratos

Síntomas de una novela auto-hagiográfica

  1. Escenas en que tú, perdón, el protagonista se da cuenta de que todo el mundo lo infravalora.
  2. Escenas en las que el protagonista es tratado injustamente por los miembros de su familia, colegas de trabajo o amigos.
  3. Escenas en que los miembros de su familia, sus colegas de trabajo o sus amigos acaban viendo la verdad y ruegan que les perdonen.
  4. Ex parejas que se dan cuenta de su gran error, que lamentarán toda su vida porque comprenden que ya es demasiado tarde.
  5. Escenas en que el maduro protagonista es acosado por adolescentes locas por él.
  6. Largos pasajes donde se relatan obsesiva y pormenorizadamente las cualidades del protagonista.
  7. Largos pasajes que explican que el protagonista, pese a la poca consideración que se le tiene en su empresa de seguros, es, secretamente, un genio de la literatura.
  8. Una trama que nos cuenta que una obra de ese genio de la literatura finalmente se publica y alcanza un clamoroso éxito internacional.

Todo esto no significa que no puedas escribir una novela en la que, pongamos, una dama de compañía victoriana, después de ser despreciada por los miembros de su familia y el personal de las cocinas, seduzca al guapo duque de Hazzard con la deslumbrante belleza que irradian sus versos. Y a todos nos atrae el mundo de la fantasía, así que no hay nada malo en escribir una novela que relate las proezas sexuales, los nervios de acero y el encanto arrollador de un agente secreto a lo James Bond.

Pero una novela que se ciña demasiado a los rasgos y vivencias más específicos del autor a menudo carece de esa alquimia que transforma unas fantasías personales en una buena novela de entretenimiento que satisfaga a los demás.

Quítate tú, que me pongo yo

Cuando el autor cambia de repente de enfoque

Inuita suspiró cuando vio que la andrajosa partida de caza de sus compañeros esquimales volvía exhausta tras otra expedición fallida. El invierno estaba próximo y ella no sabía qué comerían si esa mala suerte continuaba. Seguro que era obra de esos sacerdotes blancos. Habían destruido la fe de la gente en los dioses animistas cuyo culto habían mantenido durante milenios en ese clima implacable. Esos hombres de Dios extranjeros habían traído con ellos armas, licores y habanos de La Habana. Sí. Sin esa carne de morsa que los proveía de una dieta rica en proteínas, ninguno de ellos viviría para disfrutar de esos placeres de la civilización.

Aquavit se arrastró hasta ella, arrastrando su arpón.

A Inuita le dolió en el corazón ver su rostro famélico y agotado. Hasta entonces siempre había sido el más jovial de todos, el bromista que siempre sonreía a las duras y las maduras. Ahora estaba ceñudo, hambriento y enojado con sus compañeros de caza, con la misma caza y los noventa y nueve tipos de nieve. Todo lo que quería era cambiar su maldito arpón por un par de botellas de whisky y un habano de La Habana.

—No te preocupes —lo animó ella después de que se frotaran las narices—. Cuando me traiga el talismán de mis antepasados del Lugar Prohibido, las morsas volverán. Estoy convencida.

A veces un autor cambia a un punto de vista diferente durante un solo párrafo, o una sola frase. Esto desentona bastante cuando el resto de la novela se relata desde el punto de vista de un único personaje, al que nos hemos acostumbrado a ver como nuestro yo. Cambiar el punto de vista de este modo da la sensación de que se ha producido un inexplicable y fugaz momento de telepatía, una molesta irrupción de los pensamientos de un tercero. Cuando vuelve el punto de vista del protagonista, el lector sigue leyendo con cautela, atento a cualquier nueva intrusión de un tercero en su mente.

Los cambios de punto de vista narrativo pueden darse incluso con una sola palabra. Por ejemplo, si el punto de vista es el de un actor que está pensando con petulancia en las críticas que ha recibido por su nueva película, de repente, en el texto puede aparecer la palabra «engreído». Evidentemente el autor desea transmitir su opinión sobre ese personaje mediante ese adjetivo, pero ese actor nunca pensaría eso de sí mismo, por lo que, de repente, con ese «engreído», nos han apartado de la mente de ese personaje y el lector tiene que esforzarse para entender dónde está ahora. El mismo efecto perturbador puede conseguirse con verbos introductorios de diálogo como «se jactó» o «gimoteó».

Por lo general, todo punto de vista narrativo que dure menos de una página puede suprimirse. Y si has elegido la tercera persona para iniciar tu novela, debes aceptar las limitaciones que su uso conlleva.

El partido de tenis

Cuando el punto de vista narrativo va de un lado a otro

—Pero ¿qué va a ser de mí si te vas? —preguntó Anne, indignada. Se lo quedó mirando, tratando de descubrir si quedaba algún resto del hombre sensible del que se había enamorado hacía años. ¿Acaso recordaba alguna vez que ella tenía necesidades?

—Es mi culpa, perdona —dijo Joe—. Tú no tienes nada que ver —la voz le temblaba. A pesar de que él intentaba hacerse el duro, Anne estaba más guapa que nunca. ¿Cómo podía irse?

Anne se sentó al borde de la cama y prorrumpió en sollozos. ¡Era tan desesperante! ¡Él nunca lo entendería!

Joe la observó mientras lloraba, sintiendo su habitual desesperación. ¿Por qué no podía complacerla alguna vez? A veces pensaba que eso era todo lo que él necesitaba: verla feliz.

Anne lo deseaba, cómo lo deseaba. Él sólo tenía que abrazarla.

«Abrázame —pensó Anne—. Aún estamos a tiempo».

«Creo que ya es tarde», pensó Joe.

«Venga…», pensó Anne.

«No —decidió Joe, meneando la cabeza—. Es demasiado tarde. Probaré con esa nueva loción tan repelente y ese “sinceramente tuyo” que garantiza todo divorcio».

Has escrito el primer capítulo desde el punto de vista de Anne, cuando tiraba toda la ropa de Joe por la ventana. Luego has escrito el segundo capítulo desde el punto de vista de Joe, cuando estaba comprando productos de cosmética. Y ahora los tenemos a los dos juntos. Seguro que crees que puedes presentar los dos puntos de vista a la vez porque eres el responsable de armar esta novela, ¿no?

Pues no. Incluso si previamente el lector ya ha conocido lo que pasa por las mentes de Anne y Joe, a éste no le apetece brincar como un loco de aquí para allá, del uno al otro. A pesar de que puedas decidir la estructura de tu narración, hacer esto aleja al lector de ambas perspectivas, y será incapaz de identificarse con ninguno de los dos personajes, ya que sabe que pueden apartarlo de la mente de uno de ellos en cualquier momento.

Evitar el punto de vista de Anne durante toda una escena, aunque ya hayamos sabido qué pasa por su mente antes, es una técnica preferible. El lector tendrá la confianza de que antes o después volverá a saber cuál es el punto de vista de Anne. Durante ese tiempo de espera el lector se quedará en suspense, cosa que precisamente logrará lo que todo el mundo —tú, Joe y Anne— necesita, esto es, que siga leyendo.

Persona non grata

Ciertos novelistas de finales del siglo XX emplearon con éxito la segunda persona —son de mencionar Italo Calvino en
Si una noche de invierno un viajero
y Jay McInerney en
Bright Lights, Big City
. Pero la cosa se acaba ahí. No se inició una carrera desenfrenada para adoptar esa técnica tan interesante. No nació ningún género nuevo. Los autores consagrados no se sintieron obligados a reexaminar el uso que hacían de la primera persona del singular. De hecho, se llamó «la moda de la segunda persona» cuando McInerney se convirtió en la segunda persona que la usaba y fue evidente que también sería la última. La razón de esto es que esta innovación ofrecía lo que cualquier otra innovación ofrece. Que era nueva.

La palabra clave en la frase anterior es «era». Era nueva, y tal vez la novedad es la cualidad menos duradera de todas.

Cuando el lector se enfrenta por primera vez a un texto narrado en segunda persona, piensa: «Ah, éste es uno de esos libros escritos en segunda persona». Y éste es el único efecto que tendrá en el lector tu osado intento de apartarse de la tradición.

Una vez que empieza la historia, «tú» funciona exactamente como «él» o «yo». El lector no tiene la sensación inmediata de que la historia le está pasando a «él». De hecho, el lector tarda muy poco en dejar de ser sensible al tono de cercanía que supuestamente se consigue con «tú haces esto», «tú haces aquello». Y un editor deja de ser sensible a ese tono incluso antes: «Ah, una de esas novelas escritas en segunda persona…» y acto seguido se dice con una sonrisa: «Y ahora tú vas a rechazar esta novela…»

Muy ocasionalmente un editor consigue no tener en cuenta ese recurso estilístico y compra un libro escrito así, con la condición de que el autor revise su novela de arriba abajo y lo pase todo a la tercera persona.

La democracia

Donde todo el mundo da su opinión

Después de perder la fe tras el incidente de la esterilización de ovarios, el reverendo White abandonó su parroquia y se convirtió en un bala perdida. Ahora se encontraba en otro sórdido bar de los bajos fondos, con su tequila en la mano y reflexionando sobre los retorcidos caminos que había seguido su vida. Qué negra era la carretera que llevaba desde Minneola a ese anárquico país de los frijoles.

—Hello, guapo —le dijo una chamaquita tras acercársele. Con la mirada echó un repaso de arriba abajo al fornido gringo. Sería un buen cambio respecto de los mugrientos desheredados de la fortuna con los que se acostaba a cambio de un peso y un plato de chingada, el sabroso pescado local.

El encallecido camarero los observó con una mueca disimulada. Cuántas parejas sin amor habían cruzado aquellas puertas de su cantabar.

—Hola —dijo White, pero de inmediato se retrajo. Había recordado a su esposa. Y su mente le trajo la imagen de sí mismo rascándole la cabeza a Fido, éste con la lengua fuera, él con un cosquilleo de placer. La señorita sonrió porque aquel andrajoso gringo era lo más próximo que tenía a un amigo.

Los mariachis atacaron otra alegre polca, sus caras serias, como si cada uno reflexionara sobre sus penas. «Si sólo pudiera conseguir esta noche una enchilada extra —pensó el mariachi n.º 1—, entonces ya tendría más que los mariachis n.º 2 y n.º 3». Ah, cómo presumiría entonces.

Muchas vidas perdidas y a la deriva se agitaban bajo los vientos que azotaban el llano de Guadalajara, Guadalajara, que hueles a tierra mojada.

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