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Authors: Howard Mittelmark & Sandra Newman

Tags: #Ensayo, Humor

Cómo no escribir una novela (18 page)

Hacer que el tiempo fluya de forma realista en una novela es difícil, pero muchos autores no prestan atención a los sencillos elementos que mantienen la acción dentro de lo posible en términos temporales. Ocurre demasiadas veces que un personaje lanza una pelota contra un muro, suelta un monólogo sobre la reforma fiscal, observa la trayectoria de un avión a través del cielo, y luego recoge la pelota cuando rebota, y todo eso sin que haya habido ninguna falla en el espacio-tiempo. La teletransportación también es un problema frecuente, pues hay personajes que salen en coche de Nueva York y en la siguiente frase ya están en México, sin que haya mediado ninguna explicación.

Si utilizas un «mientras» o un «a la vez que» o algo parecido, asegúrate de que esas cosas que van a suceder simultáneamente puedan ocurrir así en el mundo real. Eso lo decimos por esos héroes que desafían al malvado justo en el momento en que cuelgan de una cuerda a la que se sujetan con los dientes, también por esos gerundios encadenados: «
Jack nació en Cleveland, estudiando medicina en el hospital John Hopkins y estableciéndose en Baltimore
».

Con todo, el tiempo en una novela no es exactamente como el de la vida real. En una novela, los hechos importantes se describen en tiempo real, o como a cámara lenta, mientras que los hechos que no son fundamentales pueden describirse rápidamente. Una larga cena puede resolverse con pocas palabras, una breve escena de violencia puede requerir varios párrafos. En ocasiones la sola mención de la cena (o del partido de tenis o del viaje a Nueva Orleans) basta, siempre que se le añada un «después de»:
Después de la cena se sentaron en el vestíbulo del hotel para hablar sobre el nuevo campo de la ergohidráulica. La conversación no tardó en encresparse
… Estas líneas pueden llevar a una escena en que Nefasto muerde el polvo tras una pelea, lo cual se contará con pelos y señales.

Un pene como un salchichón

Cuando las imágenes no son apropiadas

La nariz le sobresalía como el pico de una gaviota que abriera sus alas para formar dos aletas bien definidas. La boca que tenía debajo era muy fina, como unidimensional, como el filamento básico que compone toda la materia del Universo según la teoría de las supercuerdas. Sus ojos eran azules como las rosas de ese color. Bronceada por el sol, su piel no tenía mácula, era pura como una muestra de sastre de lana de cachemira. Su estómago era tan plano como se creía que era la Tierra al principio de su creación. Se movía con la misma ligereza que una mota de polvo danzando en el rayo de sol que atravesara una vidriera polícroma de una catedral gótica francesa. Sus pechos se erguían orgullosos como dos portaestandartes en un desfile. Cuando la vio, él sintió la urgencia incontrolable de vomitarle allí mismo todos sus sentimientos. Él apartó la vista y miró al cielo, donde el sol se ponía con todo el esplendor de un grano reventón.

Una imagen debe ser apropiada para el objeto que designa y adecuada al contexto y al tono de la frase y el párrafo. Puede ser que, en un contexto muy determinado, una chica sea tan atractiva como el Empire State Building, pero precisamente como los tipos de belleza son tan variables, no se debería provocar que el lector tenga que detenerse un rato y consultar una tabla de conversión de magnitudes. De la misma forma, no es una buena idea que la sangre que se vierte al degollar a alguien lo salpique todo como un cartón de zumo de tomate cuando lo derrama un niño pequeño; aunque esta descripción es muy exacta desde un punto de vista mecánico, va contra el tono dramático de la escena que estás tratando de describir.

Otro error frecuente es la imagen tipo «exhaló un resoplido igual al de una hormiga que arrastrara un queso sin agujeros», esto es, cuando una imagen hace olvidar el objeto que se pretende describir. Esto ocurre cuando la metáfora requiere una explicación muy larga y mucho contexto para que el lector pueda componer la imagen en su mente. Las metáforas conceptualmente complejas, como las de la astrofísica, la historia de la Iglesia o las matemáticas, hacen que el lector las lea y se detenga. Es mejor reservar estas imágenes para novelas que sí traten de la historia de la Iglesia, la astrofísica o las matemáticas.

El totus revolutus

Cuando el autor ordena caóticamente su novela

Melinda nunca hubiera creído que encontraría el verdadero amor en los brazos de un rudo terrorista al que ella había sido vendida como un mueble por el hombre a quien había confiado sus papeles y documentos más personales. Las judías todavía estaban demasiado calientes. A principios del siglo XX Trípoli había sido una pequeña ciudad con un mercado, donde las cabras no sólo estaban por las calles, sino que pacían en las alfombras persas de las casas más a la moda. Todo aquello había cambiado, y Melinda deseó haber conocido aquellos días pasados, como le ocurría con su ciudad natal, Massachussets, cuya población se había cuadruplicado desde la burbuja tecnológica.

—¿Te parece cómodo mi dulce hogar entre las rocas? —susurró Al-al-Haig, pasándole la botella de vino que celebraba su tercer encuentro por encima de la arena.

El marxismo sólo era un leve barniz sobre el antiguo tribalismo imperante en la zona. Ese mismo día, más tarde, en el Congreso de los Pastores, el agitador Al-bin Albino alzó un puño blanco para postular lo siguiente:

—Alá condena los caminos de los infieles. ¡Larga vida al justo y santo gobierno de nuestro líder!

El aire era seco y olía a sodomitas y camarones.

Desde los años de la revolución, el sistema policial había estabilizado los feudos que ahora eran leales al Gran Feudalista y sus feudatarios, como los enturbantados locales les habían dado en llamar. Los populares tanguistas nativos, Los Cinco Fedayines, no eran familia, lo que muchas veces le provocaba a Melinda una discreta sonrisa. Hechas de la mejor seda, las borlas de la zona eran muy valoradas en todo Oriente.

Del mismo modo que los elementos de una trama deben seguirse lógicamente uno tras otro, las frases que transmiten las ideas del autor deben fluir naturalmente una tras otra. Recuerda que para esos casos en que decidas cambiar de tema, la Madre Naturaleza inventó el punto y aparte.

Esto no significa que si empiezas tu párrafo con «Las judías todavía estaban calientes» estés obligado a hablar en ese párrafo únicamente de lo calientes que estaban las judías. Puedes ir gradualmente desde esas judías a lo variada que es la gastronomía en cada continente y acabar describiendo las diferentes reglas de cortesía en la mesa vigentes en Estados Unidos y el Líbano.

Pero un único párrafo no puede hacer todo el trabajo. Si cada párrafo de tu novela trata de un tema distinto, el lector pronto se dará por vencido al no ver trabazón ninguna. Las grandes ideas deben exponerse en varios párrafos bien conectados entre sí.

Y ten presente que debe haber una transición lógica de ideas cada vez que cambies de tema.

Un galimatías en nombre del arte

Cuando un lirismo indescifrable confunde al lector

Su infancia había sido como una tempestad proveniente del pozo seco de una fuerza primaria contenida en la leve membrana de sus anhelos de niño. Volvió a mirar la fotografía; en su electrizada memoria los rasgos se entreveraban como las circunvalaciones de un murciélago en una mente de color escarlata. Su belleza se había perdido por el dolor que lo había acompañado hasta allí. Y más allá estaba el ctónico lodazal del ayer, donde los días pasados se comían a ese mismo ayer en una dinástica sucesión, como cocodrilos vasallos de un faraón que se enseñoreaba de todas las pérdidas. Buscó abrigo en un montón de escombros y apartó de sí todo lo bueno —siempre lo bueno— para abrazar el agónico metaconocimiento de que eso trataba. ¡Nunca más nada de eso! Y ese «nunca más» era lo que podía salvarlo, o esa brumosa y esquiva incertidumbre que pretendía aprehender con sus débiles arañazos contra el negro esquisto, el granito y el basalto de la superficie lunar de sus orígenes, sumergidos como madrigueras de gusanos agrupadas en torno a un conducto auroral que surcaran profundas corrientes oceánicas, sus rabiosos y fútiles colores invisibles para aquel pez que había nacido ciego.

Algunos escritores están convencidos de que, como algunos autores como Joyce y Faulkner son difíciles de entender, escribir de una forma incomprensible es lo que define a la gran literatura. Esto es una suerte de «pensamiento mágico», análogo a la creencia de que el guerrero que se viste con la piel de un león adquiere su fuerza y su destreza. Utilizar palabras como «arte cisoria» o imágenes que comparen los sufrimientos del protagonista con «las cuentas de un rosario trufadas en un pastel incomestible», no convierte tu texto en literatura.

Aquí conviene recordar que escribes para que te entiendan los demás.

Cuando uno escribe es para decir algo, y el lector debe ser capaz de descubrir qué estás queriendo decir sin necesidad de llamarte y preguntártelo en persona. Aunque sabemos que estás esperando ese momento en que un editor te telefoneará y te preguntará qué significa tu novela y que tu brillantez hará que te ofrezca enseguida un contrato por siete libros, debes saber que tenemos lectores profesionales y que eso nunca va a pasar. Si el lector medio no entiende lo que escribes, no lo interpretes como un timbre de honor, sino como señal de tu solipsismo. Trata de ser siempre claro, incluso si eso significa traicionar tus naturales dotes líricas.

El grano en el culo

Cuando el autor ha leído demasiado a Bukowski

Su fino y morado pelo presentaba un aspecto escamoso, rojizo y con trasquilones que apuntaban a todas partes; unos pelillos grasientos colgaban de su piel desnuda, cuyas manchas y protuberancias, combinadas con un brillo amarronado, le daban la apariencia de un trozo de hígado enfermo. En el muro que se alzaba tras él había unas páginas arrancadas de unas casposas revistas pornográficas. Con el paso de los años se habían impregnado de grasa y manchado con cuerpos espachurrados de cucarachas. Cuando habló, un olor nauseabundo se desprendió de sus dientes amarillentos, haciendo que Missy se estremeciera al percibir el acre sabor del pre-vómito en las pegajosas membranas de su garganta. Era un hedor que parecía emanar de lo más profundo de sus entrañas, quizás el efecto de años de estreñimiento crónico, que daba a sus palabras un tufillo como a descomposición regurgitada.

—Es un dólar justo —dijo él.

—Gracias —dijo Missy—, pero ¿me podría poner doble de queso?

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