Ciudad de los ángeles caídos (20 page)

—¿Y? —dijo Kyle—. ¿Qué sugieres?

—Que les tendamos una trampa. Para que vuelvan a atacar. Que intentemos capturar a uno de ellos y averigüemos quién los envía.

—Que yo recuerde —dijo Jace—, yo ya te propuse esa idea y no te gustó mucho.

—Estaba cansado —replicó Simon—. Pero lo he estado pensando. Y hasta el momento, por la experiencia que he tenido con malhechores, no se largan simplemente porque pases de ellos. Siguen acechándote de distintas maneras. Por lo tanto, o consigo que esos tipos vengan a mí, o me pasaré la vida esperando que vuelvan a atacarme.

—Me apunto —dijo Jace, aunque Kyle parecía aún dubitativo—. ¿De modo que quieres salir por ahí y empezar a dar vueltas hasta que vuelvan a aparecer?

—He pensado que se lo pondré fácil. Apareceré en algún sitio donde cualquiera pueda imaginarse que voy a ir.

—¿Te refieres a...? —dijo Kyle.

Simon señaló el cartel que había pegado a la nevera. «

PELUSA DEL MILENIO, 16 DE OCTUBRE, ALTO BAR, BROOKLYN, 21 HORAS.»

—Me refiero a la actuación. ¿Por qué no? —El dolor de cabeza seguía ahí, en toda su plenitud; lo ignoró, tratando de no pensar en lo agotado que se sentía o en cómo se lo montaría para tocar. Tenía que conseguir más sangre. Tenía que hacerlo.

A Jace le brillaban los ojos.

—¿Sabes? Es muy buena idea, vampiro.

—¿Quieres que te ataquen en el escenario? —preguntó Kyle.

—Sería un espectáculo emocionante —dijo Simon, más fanfarrón de lo que en realidad se sentía. La idea de ser atacado otra vez era casi más de lo que podía soportar, por mucho que no temiera por su seguridad. No sabía si sería capaz de soportar de nuevo ver la Marca de Caín realizando su trabajo.

Jace negó con la cabeza.

—No atacan en público. Esperarán hasta después de la actuación. Y nosotros estaremos allí para ocuparnos de ellos.

Kyle negó con la cabeza.

—No sé...

Siguieron discutiendo el tema, Jace y Simon en un bando y Kyle en el otro. Simon se sentía un poco culpable. Si Kyle conociera lo de la Marca, resultaría mucho más fácil convencerlo. Pero acabó claudicando bajo la presión y accediendo a regañadientes a lo que él continuaba considerando «un plan estúpido».

—Pero —dijo al final, poniéndose en pie y sacudiéndose las migas de la camiseta—, lo hago únicamente porque me doy cuenta de que lo haréis de todos modos, esté yo de acuerdo o no. Por lo tanto, prefiero acompañaros. —Miró a Simon—. ¿Quién habría pensado que protegerte iba a ser tan complicado?

—Podría habértelo dicho yo —comentó Jace, cuando Kyle se puso la chaqueta y se dirigió a la puerta. Tenía que ir a trabajar, les había explicado. Al parecer, trabajaba de verdad como mensajero en bicicleta; los
Praetor Lupus
, por muy de puta madre que sonara su nombre, no pagaban nada bien. Se cerró la puerta y Jace se volvió hacia Simon—. La actuación es a las nueve, ¿no? ¿Qué hacemos durante el resto del día?

—¿Nosotros? —Simon lo miró con incredulidad—. ¿No piensas volver nunca a casa?

—¿Qué pasa? ¿Ya te has aburrido de mi compañía?

—Deja que te pregunte una cosa —dijo Simon—. ¿Te resulta fascinante estar conmigo?

—¿Qué ha sido eso? —dijo Jace—. Lo siento, creo que me he quedado dormido un momento. Vamos, continúa con eso tan cautivador que estabas diciendo.

—Vale ya —dijo Simon—. Deja por un momento de ser sarcástico. No comes, no duermes. ¿Y sabes quién tampoco lo hace? Clary. No sé lo que está pasando entre vosotros dos, porque, francamente, ella no me ha comentado nada. Me imagino que tampoco quiere hablar del tema. Pero es evidente que estáis peleados. Y si piensas cortar con ella...

—¿Cortar con ella? —Jace se quedó mirándolo fijamente—. ¿Estás loco?

—Si sigues evitándola —dijo Simon—, será ella la que cortará contigo.

Jace se levantó. Su estado de relajación había desaparecido, era todo tensión, como un gato al acecho. Se acercó a la ventana e, inquieto, empezó a juguetear con la tela de la cortina; la luz de última hora de la mañana penetró por la abertura, aclarando el color de sus ojos.

—Tengo motivos para hacer lo que hago —dijo por fin.

—Fenomenal —dijo Simon—. ¿Los conoce Clary?

Jace no dijo nada.

—Lo único que hace ella es quererte y confiar en ti —dijo Simon—. Se lo debes...

—Hay cosas más importantes que la honestidad —dijo Jace—. ¿Crees que me gusta hacerle daño? ¿Crees que me gusta saber que estoy haciéndola enfadar, haciendo incluso tal vez que me odie? ¿Por qué te crees que estoy aquí? —Miró a Simon con una especie de rabia muy poco prometedora—. No puedo estar con ella —dijo—. Y si no puedo estar con ella, me da lo mismo dónde estoy. Puedo estar contigo, porque si al menos ella se entera de que intento protegerte, se sentirá feliz.

—De modo que intentas hacerla feliz aun a pesar de que el motivo por el que, de entrada, se siente infeliz eres tú —dijo Simon, empleando un tono poco amable—. Parece una contradicción, ¿no?

—El amor es una contradicción —dijo Jace, y se volvió hacia la ventana.

8

UN PASEO POR LA OSCURIDAD

Clary había olvidado lo mucho que odiaba el olor a hospital hasta que cruzó las puertas del Beth Israel. A estéril, a metal, a café rancio, y sin la cantidad suficiente de lejía como para ocultar el hedor a enfermedad y desgracia. El recuerdo de la enfermedad de su madre, yaciendo inconsciente e inmóvil en su nido de tubos y cables, le golpeó como un bofetón en la cara y cogió aire, intentando no impregnarse de aquel ambiente.

—¿Te encuentras bien? —Jocelyn se bajó la capucha de su abrigo y miró a Clary; sus ojos verdes parecían ansiosos.

Clary asintió, encorvando los hombros dentro de la chaqueta, y miró a su alrededor. En el vestíbulo reinaba la frialdad del mármol, el metal y el plástico. Había un mostrador de información muy grande detrás del cual revoloteaban varias mujeres, probablemente enfermeras; diversos carteles indicaban el camino hacia la UCI, Rayos X, Oncología quirúrgica, Pediatría, etcétera. Estaba segura de poder encontrar, incluso dormida, el camino hasta la cafetería; le había llevado a Luke desde allí tantísimas tazas de café tibio, que podría llenar con ellas el depósito entero de Central Park.

—Disculpen. —Era una enfermera delgada que empujaba a un anciano en silla de ruedas y que las adelantaba, atropellándole casi los pies a Clary. Clary se la quedó mirando... Había habido algo... un resplandor...

—No mires, Clary —dijo Jocelyn en voz baja. Rodeó a Clary por los hombros y ambas giraron hasta quedarse de cara a las puertas que daban acceso a la sala de espera del laboratorio de extracciones de sangre. En los cristales oscuros de las puertas, Clary vio reflejada la imagen de ella y de su madre juntas. Aunque su madre aún le sacaba una cabeza, eran
iguales
, o eso creía. En el pasado, siempre había restado importancia a los comentarios de la gente en este sentido. Jocelyn era guapa, y ella no. Pero la forma de sus ojos y su boca era la misma, y de igual modo compartían el pelo rojo, los ojos verdes y las manos finas. Clary se preguntaba por qué sería que había sacado tan poco de Valentine, mientras que su hermano guardaba un gran parecido con su padre. Su hermano tenía el pelo claro de su padre y sus sobrecogedores ojos oscuros. Aunque quizá, pensó, observándose con más detalle, veía también un poco de Valentine en el perfil terco de su propia mandíbula...

—Jocelyn. —Ambas se volvieron a la vez. Tenían enfrente a la enfermera que antes empujaba al anciano con silla de ruedas. Era delgada, juvenil, de piel oscura y ojos oscuros... y entonces, mientras Clary la miraba, el
glamour
se esfumó. Seguía siendo una mujer delgada y de aspecto juvenil, pero ahora su piel tenía un tono azulado oscuro y su pelo, recogido en un moño en la nuca, era blanco como la nieve. El azul de su piel contrastaba de forma asombrosa con el uniforme de color rosa claro.

—Chis —dijo Jocelyn—. Te presento a Catarina Loss. Me cuidó cuando estuve ingresada aquí. También es amiga de Magnus.

—Eres una bruja. —Las palabras salieron de la boca de Clary sin que pudiera evitarlo.

—Shhh. —La bruja estaba horrorizada. Le lanzó una dura mirada a Jocelyn—. No recuerdo que mencionaras que ibas a venir con tu hija. No es más que una niña.

—Clarissa sabe comportarse. —Jocelyn miró muy seria a Clary—. ¿Verdad?

Clary asintió. Había conocido a otros brujos, además de Magnus, en la batalla de Idris. Todos los brujos poseían alguna característica que los distinguía como no humanos, como era el caso de los ojos de gato de Magnus. Otros tenían alas, pies palmeados o espolones. Pero tener la piel completamente azul era algo difícil de esconder con lentes de contacto o ropa grande. Catarina Loss debía de necesitar echarse a diario un
glamour
para salir a la calle, sobre todo teniendo en cuenta que trabajaba en un hospital de mundanos.

La bruja señaló con un dedo los ascensores.

—Vamos. Venid conmigo. Hagámoslo rápido.

Clary y Jocelyn corrieron tras ella hacia el grupo de ascensores y entraron en el primero que abrió sus puertas. En cuanto las puertas se cerraron a sus espaldas con un siseo, Catarina pulsó el botón marcado simplemente con una «M». En la plancha metálica había una muesca que indicaba que a la planta M sólo podía accederse mediante una llave especial, pero cuando Catarina tocó el botón, su dedo desprendió una chispa azul y el botón se iluminó. El ascensor empezó a descender.

Catarina habló moviendo la cabeza de un lado a otro:

—De no ser amiga de Magnus Bane, Jocelyn Fairchild...

—Fray —dijo Jocelyn—. Ahora me hago llamar Jocelyn Fray.

—¿Se acabaron para ti los apellidos de cazadores de sombras? —Catarina esbozó una sonrisa socarrona; sus labios resultaban excepcionalmente rojos en contraste con el azul de su piel—. ¿Y tú, pequeña? ¿Vas a ser cazadora de sombras como tu papá?

Clary intentó disimular su enfado.

—No —dijo—. Voy a ser cazadora de sombras, pero no voy a ser como mi padre. Y me llamo Clarissa, aunque puede llamarme Clary.

El ascensor se detuvo y se abrieron las puertas. La bruja posó sus azules ojos en Clary por un instante.

—Oh, ya sé cómo te llamas —dijo—. Clarissa Morgenstern. La niña que detuvo una gran guerra.

—Eso imagino. —Clary salió del ascensor detrás de Catarina; su madre les pisaba los talones—. ¿Y usted dónde estaba? No recuerdo haberla visto.

—Catarina estaba aquí —dijo Jocelyn, casi sin aliento para poder seguir su paso. Estaban andando por un pasillo sin ningún rasgo distintivo; no había ventanas ni puertas. Las paredes estaban pintadas de un verde claro nauseabundo—. Ayudó a Magnus a utilizar el Libro de lo Blanco para despertarme. Después, cuando él regresó a Idris, se quedó custodiándolo.

—¿Custodiando el libro?

—Es un libro muy importante —dijo Catarina; sus zapatos de suela de goma se pegaban al suelo mientras seguía avanzando.

—Creía que lo que era muy importante era la guerra —murmuró Clary, casi para sus adentros.

Llegaron por fin a una puerta que tenía un cuadrado de cristal esmerilado y la palabra «Morgue» pintada en grandes letras de color negro. Catarina se volvió después de posar la mano en el pomo, con expresión divertida, y miró a Clary.

—En un momento muy temprano de mi vida, descubrí que tenía un don para la curación —dijo—. Es el tipo de magia que practico. Es por eso que trabajo aquí, en este hospital, a cambio de un sueldo asqueroso, y hago lo que puedo para curar a mundanos que se echarían a gritar si conociesen mi auténtico aspecto. Podría hacerme rica vendiendo mis habilidades a los cazadores de sombras y a los mundanos tontos que creen saber lo que es la magia, pero no pienso hacerlo. Trabajo aquí. Por lo tanto, mi pequeña pelirroja, no vayas de chulita conmigo. No eres mejor que yo por el simple hecho de ser famosa.

Clary notó que le ardían las mejillas. Nunca se había considerado famosa.

—Tiene usted razón —dijo—. Lo siento.

Los ojos azules de la bruja se trasladaron a Jocelyn, que estaba blanca y tensa.

—¿Estás lista?

Jocelyn asintió y miró a Clary, que asintió a su vez. Catarina empujó la puerta y la siguieron hacia el interior del depósito de cadáveres.

Lo primero que le chocó a Clary fue el frío que hacía allí. La sala estaba helada y se subió rápidamente la cremallera de la chaqueta. Lo segundo fue el olor, el hedor acre de los productos de limpieza sobreponiéndose al aroma dulzón de la descomposición. Los fluorescentes del techo proyectaban una luz amarillenta. En el centro de la sala había dos mesas de disección, grandes y vacías; había además un fregadero y una mesa metálica con una báscula para pesar órganos. Una de las paredes estaba recubierta por una hilera de compartimentos de acero inoxidable, como las cajas de seguridad de un banco, pero mucho más grandes. Catarina atravesó la sala y se acercó a uno de ellos, puso la mano en la empuñadura y tiró de ella; se deslizó sobre unas ruedecillas. En el interior, sobre una camilla metálica, yacía el cuerpo de un recién nacido.

Jocelyn emitió un leve sonido gutural. Y un instante después corrió al lado de Catarina; Clary la siguió más despacio. Ya había visto cadáveres en otras ocasiones: había visto el cadáver de Max Lightwood, y lo conocía. Tenía sólo nueve años. Pero un bebé...

Jocelyn se llevó la mano a la boca. Sus ojos, grandes y oscuros, estaban fijos en el cuerpo del niño. Clary bajó la vista. La primera impresión era la de un bebé, varón, normal y corriente. Tenía los diez dedos de los pies y de las manos. Pero observándolo con más detalle —observando como lo haría si quisiese ver más allá de un
glamour
—, vio que los dedos de las manos del niño no eran dedos, sino garras, curvadas hacia dentro y muy afiladas. El niño tenía la piel gris y sus ojos, abiertos y con la mirada fija, eran completamente negros, no sólo el iris, sino también la parte en teoría blanca.

Jocelyn susurró:

—Jonathan tenía los ojos así cuando nació: como dos túneles negros. Luego cambiaron, para parecer más humanos, pero recuerdo...

Y estremeciéndose, se volvió y salió corriendo de la sala; la puerta del depósito de cadáveres se cerró a sus espaldas.

Clary miró a Catarina, que se mostraba impasible.

—¿No dijeron nada los médicos? —preguntó—. De los ojos... y de esas manos...

Catarina negó con la cabeza.

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