Ciudad de los ángeles caídos (8 page)

Su madre se sonrojó.

—¡Tenía que hacerlo! Pensaba... pensaba que si encontraba drogas, podría ayudarte, meterte en un programa de rehabilitación, pero ¿esto? —Gesticuló con energía en dirección a las botellas—. Ni siquiera sé qué pensar sobre esto. ¿Qué sucede, Simon? ¿Te has metido en algún tipo de secta?

Simon negó con la cabeza.

—Entonces, cuéntamelo —dijo su madre; sus labios temblaban—. Porque las únicas explicaciones que se me ocurren son horribles y asquerosas. Simon, por favor...

—Soy un vampiro —dijo Simon. No tenía ni idea de cómo lo había dicho, ni siquiera por qué. Pero ya estaba dicho. Las palabras se quedaron colgando en el aire como un gas venenoso.

La madre de Simon sintió que le fallaban las piernas y se derrumbó en una silla de la cocina.

—¿Qué has dicho? —dijo en un suspiro.

—Soy un vampiro —repitió Simon—. Hace cerca de dos meses que lo soy. Siento no habértelo contado antes. No tenía ni idea de cómo hacerlo.

La cara de Elaine Lewis se había quedado blanca como el papel.

—Los vampiros no existen, Simon.

—Sí, mamá —dijo—. Existen. Mira, yo no pedí ser un vampiro. Fui atacado. No me quedó otra elección. Lo cambiaría todo si estuviera en mi mano hacerlo. —Pensó en el folleto que Clary le había dado hacía ya tanto tiempo, aquel en el que hablaba sobre cómo contárselo a tus padres. Por aquel entonces le pareció una analogía graciosa; pero no lo era en absoluto.

—Crees que eres un vampiro —dijo aturdida la madre de Simon—. Crees que bebes sangre.

—Bebo sangre —dijo Simon—. Bebo sangre animal.

—Pero si eres vegetariano. —Su madre estaba a punto de echarse a llorar.

—Lo era. Pero ya no lo soy. No puedo serlo. Vivo de la sangre. —Simon notaba una fuerte tensión en la garganta—. Nunca le he hecho ningún daño a un humano. Nunca he bebido la sangre de nadie. Sigo siendo la misma persona. Sigo siendo yo.

Le daba la impresión de que su madre luchaba por controlarse.

—Y tus nuevos amigos... ¿son también vampiros?

Simon pensó en Isabelle, en Maia, en Jace. No podía hablarle a su madre sobre cazadores de sombras y seres lobo. Era demasiado.

—No. Pero... saben que yo lo soy.

—¿Te... te han dado drogas? ¿Te han hecho algo? ¿Algo que te produzca estas alucinaciones? —Parecía como si no hubiera oído su respuesta.

—No, mamá; todo esto es real.

—No es real —musitó ella—. Tú crees que es real. Oh, Dios mío. Simon. Lo siento mucho. Debería haberme dado cuenta. Conseguiremos ayuda. Encontraremos a alguien. Un médico. Da igual lo que cueste...

—No puedo ir a un médico, mamá.

—Sí, claro que puedes. Necesitas que te ingresen en alguna parte. En un hospital, tal vez...

Extendió el brazo hacia su madre.

—Intenta sentir mi pulso —le dijo.

Ella se quedó mirándolo, perpleja.

—¿Qué?

—Que intentes sentir mi pulso —dijo—. Ven. Si lo encuentras, estupendo. Iré contigo al hospital. De lo contrario, tendrás que creerme.

La madre de Simon se secó las lágrimas y le cogió lentamente la muñeca. Después de tanto tiempo cuidando de su esposo durante su larga enfermedad, sabía tomar el pulso tan bien como cualquier enfermera. Presionó el interior de la muñeca con el dedo índice y esperó.

Simon observó el cambio en la expresión de la cara de su madre, de la tristeza y la contrariedad a la confusión, y después al terror. Elaine se levantó, le soltó la mano y se alejó de él. Sus ojos oscuros se abrieron como platos.

—¿Qué eres?

Simon sintió náuseas.

—Ya te lo he dicho. Soy un vampiro.

—Tú no eres mi hijo. Tú no eres Simon. —Estaba temblando—. ¿Qué tipo de ser viviente no tiene pulso? ¿Qué tipo de monstruo eres? ¿Qué le has hecho a mi hijo?

—Soy Simon... —Avanzó un paso hacia su madre.

Y su madre gritó. Nunca la había oído gritar de aquella manera, y no quería oírla gritar así nunca más. Fue un sonido horripilante.

—Apártate de mí. —Su voz se quebró—. No te acerques. —Y empezó a susurrar—:
Barukh ata Adonai sho’me’a t’fila
...

Estaba rezando, comprendió Simon, sintiendo una sacudida. Sentía tanto terror que estaba rezando para que se fuera, para que desapareciera. Y lo peor de todo era que él podía sentirlo. El nombre de Dios se tensó en su estómago y le provocaba un atroz dolor de garganta.

Pero su madre tenía todo el derecho del mundo a rezar. Él estaba maldito. No pertenecía a este mundo. ¿Qué tipo de ser viviente no tenía pulso?

—Mamá —musitó—. Para ya, mamá.

Ella se quedó mirándolo, con los ojos abiertos de par en par, y los labios sin parar de moverse.

—Mamá, no te enfades así. —Oyó su propia voz como si sonara a lo lejos, cálida y tranquilizadora, la voz de un desconocido. Habló mirando fijamente a su madre a los ojos, capturando la mirada de ella como el gato capturaría al ratón—. No ha pasado nada. Te quedaste dormida en el sillón de la sala de estar. Tenías una pesadilla cuando llegué a casa y yo te decía que era un vampiro. Pero es una locura. Eso no podría pasar nunca.

Su madre había dejado de rezar. Pestañeó.

—Estoy soñando —repitió.

—Es una pesadilla —dijo Simon. Se acercó a ella y le pasó el brazo por encima del hombro. Ella no hizo ningún ademán de retirarse. Dejó caer la cabeza, como un niño agotado—. Sólo un sueño. Nunca encontraste nada en mi habitación. No ha pasado nada. Estabas durmiendo, eso es todo.

Le cogió la mano a su madre. Ella dejó que la guiara hacia la sala de estar, donde la instaló en el sillón. Sonrió cuando Simon la cubrió con una manta y luego cerró los ojos.

Simon entró de nuevo en la cocina y de manera rápida y metódica metió las botellas y las bolsas de sangre en una bolsa de basura. La cerró con un nudo y la llevó a su habitación, donde cambió la chaqueta manchada de sangre por otra y guardó rápidamente algunas cosas en un petate. Apagó la luz y salió, cerrando la puerta a sus espaldas.

Cuando pasó por la sala de estar, su madre ya se había dormido. Le acarició la mano.

—Estaré fuera unos días —susurró—. Pero no estarás preocupada. No esperarás mi regreso. Creerás que he ido a ver a Rebecca. No es necesario que llames. Todo va bien.

Retiró la mano. En la penumbra, su madre parecía a la vez más mayor y más joven de lo habitual. Acurrucada bajo la manta, era menuda como una niña, pero observó en su cara arrugas que no recordaba haber visto antes.

—Mamá —musitó.

Le acarició la mano y ella se removió. No quería despertarla, de modo que la soltó y avanzó sin hacer ruido hacia la puerta, cogiendo de paso las llaves que antes había dejado en la mesa.

En el Instituto reinaba el silencio. Últimamente siempre reinaba el silencio. Aquella noche, Jace había decidido dejar la ventana abierta para oír los sonidos del tráfico, el gemido ocasional de las sirenas de las ambulancias y el graznido de las bocinas que circulaban por York Avenue. Podía oír cosas que los mundanos no podían oír, y aquellos sonidos se filtraban en la noche y penetraban sus sueños... la ráfaga de aire desplazada por la moto aerotransportada de un vampiro, la vibración de una fantasía alada, el aullido lejano de los lobos en noches de luna llena.

Ahora lucía en cuarto creciente y proyectaba luz suficiente como para poder leer acostado en la cama. Tenía la caja de plata de su padre abierta delante de él y estaba repasando su contenido. Allí seguía una de las estelas de su padre, y una daga de caza con empuñadura de plata con las iniciales SWH grabadas en ella y —lo que resultaba más interesante para Jace— un montón de cartas.

En el transcurso de las últimas seis semanas, se había impuesto la misión de intentar leer una carta cada noche para tratar de conocer al que fuera su padre biológico. Y poco a poco había empezado a emerger una imagen, la de un joven pensativo con padres exigentes que se había visto atraído hacia Valentine y el Círculo porque parecían ofrecerle la oportunidad de poder destacar en el mundo. Había seguido escribiéndole a Amatis incluso después de divorciarse, un hecho que ella nunca mencionó. En aquellas cartas quedaba patente su desencanto con respecto a Valentine y la repugnancia que le inspiraban las actividades del Círculo, aunque rara vez, si es que existía alguna, mencionaba a la madre de Jace, Céline. Tenía sentido —a Amatis no le apetecería oír hablar de su sustituta—, pero aun así Jace no podía evitar odiar un poco a su padre por ello. Si no quería a la madre de Jace, ¿por qué se había casado con ella? Y si tanto odiaba al Círculo, ¿por qué no lo había abandonado? Valentine era un loco, pero como mínimo se había mantenido fiel a sus principios.

Y luego, claro está, Jace se sentía fatal por preferir a Valentine antes que a su padre de verdad. ¿Qué tipo de persona debía de ser por ello?

Una llamada a la puerta le despertó de aquel ejercicio de autorrecriminación. Se levantó para ir a abrir, esperando que fuera Isabelle que llegaba para pedirle alguna cosa o para quejarse de algo.

Pero no era Isabelle. Era Clary.

No iba vestida como siempre. Llevaba una camiseta de tirantes escotada de color negro, una blusa blanca abierta por encima y una falda corta, lo bastante corta como para mostrar las curvas de sus piernas hasta medio muslo. Se había recogido en trenzas su pelirrojo cabello, dejando algunos rizos sueltos que le caían por las sienes, como si en el exterior lloviera levemente. Le sonrió al verlo y arqueó las cejas. Eran cobrizas, igual que las delicadas pestañas que enmarcaban sus ojos verdes.

—¿No piensas dejarme entrar?

Jace miró hacia un lado y otro del pasillo. No había nadie, afortunadamente. Cogió a Clary por el brazo, tiró de ella hacia dentro y cerró la puerta. Se apoyó en el umbral a continuación y dijo:

—¿Qué haces aquí? ¿Va todo bien?

—Todo va bien. —Se quitó los zapatos y se sentó en la cama. La falda ascendió con aquel gesto, mostrando una mayor superficie de sus muslos. Jace estaba perdiendo la concentración—. Te echaba de menos. Y mi madre y Luke se han ido a dormir. No se darán cuenta de que he salido.

—No deberías estar aquí. —Aquellas palabras surgieron como una especie de gruñido. Odiaba tener que pronunciarlas, pero sabía que necesitaba decirlo, por razones que ella ni siquiera sabía. Y que esperaba que nunca llegara a saber.

—De acuerdo, si quieres que me vaya, me iré. —Se levantó. Sus ojos eran de un verde brillante. Dio un paso para acercarse a él—. Pero ya que he venido hasta aquí, por lo menos podrías darme un beso de despedida.

La atrajo hacia él y la besó. Había cosas que tenían que hacerse, aunque no fuera buena idea hacerlas. Ella se doblegó entre sus brazos como delicada seda. Le acarició el pelo, deshaciéndole las trenzas hasta que la melena cayó sobre los hombros de Clary, como a él le gustaba. Recordó que la primera vez que la vio ya quiso hacerle aquello, y que había ignorado la ocurrencia por considerarla una locura. Ella era una mundana, una desconocida, y no tenía ningún sentido desearla. Y después la besó por primera vez, en el invernadero, y casi se volvió loco. Habían bajado allí y habían sido interrumpidos por Simon, y jamás en su vida había deseado con tantas ganas matar a alguien como en aquel momento deseó matar a Simon, por mucho que su cabeza supiera que el pobre Simon no había hecho nada malo. Pero lo que sentía no tenía nada que ver con el intelecto, y cuando se había imaginado a Clary abandonándolo por Simon, se había puesto enfermo y había sentido más miedo del que nunca pudiera haberle inspirado un demonio.

Y después Valentine les había explicado que eran hermano y hermana, y Jace se había dado cuenta de que existían cosas peores, cosas infinitamente peores, que el hecho de que Clary pudiera abandonarlo por otro: saber que la forma en que la amaba era cósmicamente errónea; que lo que le parecía la cosa más pura y más irreprochable de su vida se había mancillado sin remedio. Recordó que su padre le había dicho que cuando caían los ángeles, caían angustiados, porque habían visto en su día el rostro de Dios y jamás volverían a verlo. Y que había pensado que comprendía muy bien cómo podían llegar a sentirse.

Pero todo aquello no le había llevado a desearla menos; simplemente había convertido su deseo en tortura. A veces, la sombra de aquella tortura caía sobre sus recuerdos cuando la besaba, como estaba sucediendo en aquel momento, y le llevaba a abrazarla aún con más fuerza. Ella emitió un sonido de sorpresa, pero no protestó, ni siquiera cuando él la cogió en brazos para llevarla hasta su cama.

Se tumbaron juntos sobre ella, arrugando algunas de las cartas. Jace apartó de un manotazo la caja para dejar espacio suficiente para los dos. El corazón le latía con fuerza contra sus costillas. Nunca antes habían estado juntos en la cama de aquella manera, realmente no. Había habido aquella noche en la habitación de ella en Idris, pero apenas se habían tocado. Jocelyn se encargaba de que nunca pasaran la noche juntos en casa de uno o del otro. Jace sospechaba que él no era muy del agrado de la madre de Clary, y no la culpaba por ello. De estar en su lugar, probablemente él habría pensado lo mismo.

—Te quiero —susurró Clary. Le había quitado la camisa y recorría con la punta de los dedos las cicatrices de la espalda de él y la cicatriz en forma de estrella de su hombro, gemela a la de ella, una reliquia del ángel cuya sangre ambos compartían—. No quiero perderte nunca.

Él deslizó la mano hacia abajo para deshacer el nudo de la blusa de ella. Su otra mano, apoyada en el colchón, tocó el frío metal del cuchillo de caza; debía de haberse caído en la cama junto con el resto del contenido de la caja.

—Eso no sucederá jamás.

Ella lo miró con ojos brillantes.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

Su mano apresó la empuñadura del cuchillo. La luz de la luna que entraba por la ventana iluminó el filo.

—Estoy seguro —dijo, e hizo descender el cuchillo. La hoja rasgó su carne como si fuera papel, y cuando la boca de ella se abrió para formar una sorprendida «O» y la sangre empapó el frontal de su blusa blanca, Jace pensó: «Dios mío, otra vez no».

Despertarse de la pesadilla fue como estamparse contra un escaparate. Sus cortantes fragmentos seguían taladrando a Jace incluso cuando consiguió liberarse, respirando con dificultad. Cayó de la cama, deseando instintivamente huir de aquello, y chocó contra el suelo de piedra con rodillas y manos. Por la ventana abierta entraba un aire helado, que le hacía temblar pero que le despejó por fin, llevándose con él los últimos vestigios del sueño.

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