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Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

Carolina se enamora (40 page)

Parece algo avergonzado.

—No —balbucea—, es decir, sí, no…

—Bueno, ¿sí o no?

—Me gusta, pero éste es para cuando haga menos frío.

Opto por creerlo, sólo que el asunto me mosquea un poco. No me parece tan importante tener ropa de marca. Quiero decir que, en eso, me enorgullezco de ser distinta de Alis, que puede permitírselo todo y, de hecho, tiene de todo. Pero tampoco me siento como Clod quien, en cambio, no puede permitirse nada y fuerza a sus padres a hacer mil sacrificios para poder tener cosas caras. A mí me gusta ser yo misma y punto. ¡Quizá inventarme las cosas! Pero, eso sí, no ser una carga para mi madre. Aunque luego sea ella la primera que me compra siempre lo que quiero. De pronto me encuentro con otro regalo en las manos.

—¿Y esto?

—Éste lo compré nada más hablar contigo por teléfono…

Sonríe. Parece contento de haber tenido esa idea. Es un paquete pequeño y no consigo adivinar de qué se trata. De manera que lo abro para quitarme de encima la curiosidad. Es una caja negra con una extraña asa, debajo lleva un lazo pequeño y, al final de éste, una anilla.

—¿Qué es?

—Mira… —Le da la vuelta. Debajo puede leerse «
Joey
» con letras amarillas—. Es una correa especial, una de esas extensibles. Puedes sujetar al perro y dejarlo ir donde quiera y luego, apretando este botón, lo obligas a acercarse tirando de él.

—¡Ah, sí, es fantástica! Es verdad, una vez vi una como ésta en el parque.

Finjo que el regalo me entusiasma. En realidad, no es así, odio las correas. Ale, que, de hecho, no entiende en absoluto cómo soy yo, también me ha regalado una. Sin embargo, Lele está contento y vuelve a esbozar una sonrisa. Nada, él tampoco me conoce. Alis, Clod, Filo y Gibbo habrían entendido en seguida que estoy mintiendo. Después noto que Lele me sonríe de manera, extraña. Al principio no acabo de comprenderlo. Luego… ¡Claro! Quiere su regalo.

—Ah, yo también te he comprado algo… —Le doy el paquete que llevo en la mochila—. Pero es sólo un detalle, ¿eh? — le advierto por si acaso.

—También los míos eran simples detalles.

Lo desenvuelve. Me gustaría aclarar: «¡Detalle en el sentido de que no he podido gastar tanto dinero como tú!». En realidad le he comprado otra cosa, sólo que al final, no sé por qué, no he sido capaz de dársela. Era una sudadera azul claro con mi fotografía estampada en el pecho. Tuve la idea, encontré el establecimiento donde las hacen, pero cuando ya estaba todo listo, incluso mi nombre, «Caro», bordado encima, bueno, pues me eche atrás. No sé por qué, o quizá sí…

—¡Gracias, Caro! ¡Es precioso! —Abre un libro sobre los tenistas más famosos del mundo, de John McEnroe a Nadal. Al volver la última página, la encuentra—. Es genial.

Se trata de una fotografía que le saqué mientras él jugaba un partido. La imprimí y la recorté. Debajo escribí: «El verdadero campeón eres tú».

—¡Gracias, Caro!

Se acerca a mí, me abraza y me da un beso. Y yo me abandono entre sus brazos. Estoy desesperada. Sigo besándolo con los ojos cerrados. No veo la hora de escapar, me doy cuenta. Quizá el verdadero campeón sea realmente él, pero en el tenis. En mi corazón, desde luego, no. ¡Me siento fatal y doy gracias por no haberle regalado la sudadera! Cuando estuvo lista me lo imaginé con ella puesta y lo comprendí todo: Lele me importa un comino. Y ahora viene el gran dilema: ¿cómo se lo digo? En nuestro colegio, historias como ésta, o sea, que empiezan y acaban en un abrir y cerrar de ojos, las hay a montones. Algunas no pasan del «¿Salimos juntos?». Otras se desarrollan más a la antigua: «¿Qué dices?, ¿somos novios?». Y luego las chicas van a clase y aseguran que están con éste o con aquél. ¡Sólo que, al final, muchos de esos «enamorados» ni siquiera se han besado nunca! Y los pocos que resisten y llegan a ser una verdadera pareja que se besa y todas esas cosas duran como mucho una o dos semanas. Por otro lado, buena parte de ellos han roto con un sms. ¡Quiero decir que ni siquiera se lo han dicho por teléfono! Sms del tipo: «Hola, te dejo». Qué triste. Yo no puedo hacerle algo así a Lele. No. Para mí es también una cuestión de orgullo, de dignidad, de valor… ¡Aunque he de reconocer que con un sms sería mucho más fácil! Uno de esos largos, incluso bien escritos, donde explicas con pelos y señales por qué las cosas no funcionan o donde dices que tal vez sea prematuro, que el asunto está cobrando demasiada importancia, que tienes miedo de sufrir por amor… Sólo que a estas alturas no será fácil encontrar una solución.

Ese día: 29 de diciembre.

—¿Qué haces, Caro?

—Oh, nada, puede que más tarde vaya a ver a
Joey
.

—¿Por el momento te quedas en casa?

—Sí.

—¿Y con quién estás?

—No hay nadie, Ale no tardará en volver.

—Bien… ¡Hasta luego!

Qué llamada tan extraña. Pero no le doy más vueltas. Pasado un segundo, suena el interfono. Voy a contestar.

—¿Quién es?

—¡Sorpresa! ¡Soy yo!

—¡Lele!

—Te he llamado mientras venía hacia acá. ¿Puedo subir?

—No, yo bajo.

—Venga…

—Mi madre no quiere que nadie suba cuando estoy sola en casa.

Lo oigo resoplar.

—Vale.

—Venga, bajo en un segundo.

Me apresuro en ir al cuarto de baño y me miro al espejo. Estoy hecha un asco. De manera que me pongo un poco de rímel, cojo el que tiene Ale en su neceser, una raya de
eyeliner
para resaltar el contorno de los ojos, operación que completo pasándome un lápiz azul por debajo de ellos. Ya está. Vuelvo a mirarme. He mejorado un poco. Luego me echo a reír. Vamos a ver, quiero dejarlo y me estoy maquillando para él, menuda contradicción. Pero no, ¿eso que tiene que ver?, así conservará un buen recuerdo de mí. Sí, pero ¿para qué? Quizá nunca vuelva a verlo. Con todas estas dudas en la cabeza, cojo las llaves, cierro la puerta de entrada, y me precipito escaleras abajo.

Me repito la frase para no equivocarme. Una vez, dos, tres. De nuevo. Vuelvo a repetirla. Varias veces más. Lo veo. Me aproximo a él, decidida, segura, con determinación. Cuando de pronto me doy cuenta de que tiene un paquete en las manos para mí. Me sonríe antes de dármelo.

—Ten, te he traído una cosa para
Joey
, una tontería.

Demasiado tarde. Ahora ya no puedo echarme atrás, sería como soltar el embrague de un Ferrari en la
pole position
, apretar el gatillo de un fusil cargado de perdigones, encender la mecha de uno de esos cohetes de Nochevieja. De manera que, en lugar de darle las gracias, se lo suelto de golpe.

—Lo siento, pero creo que es mejor que no volvamos a vernos. Somos demasiado diferentes…

Lo he conseguido. ¡Se lo he dicho! ¡Se lo he dicho todo! No me lo puedo creer. ¡Y sin vacilar! ¡De corrido! Lele se queda paralizado con el paquete en las manos, boquiabierto e incapaz de articular palabra. Poco después consigue cerrar la boca y decir algo que, incluso él, comprende que carece por completo de sentido.

—Pero ¿cómo?… ¿Así, sin más?

Casi me echo a reír. No sé qué hacer. Me gustaría decirle: «¿Y cómo, si no?». Pero me parece espantoso. Al final opto por otra frase que quizá, en el fondo, pueda considerarse dulce.

—Es mejor que te lo haya dicho en seguida… Me gustaría que siguiésemos siendo amigos.

Pero qué dulce ni qué ocho cuartos. Menuda cara ha puesto Lele. ¡Creo que ésa ha sido la frase menos adecuada que podría haberle dicho! ¡Sólo que no se me ocurría otra! Lele deja el paquete en el muro que hay a su lado y se sienta en él. Acto seguido, me contesta.

—Pero ¿por qué? Tenía la impresión de que hacíamos una buena pareja, de que nos divertíamos juntos, de que nos llevábamos bien. Nos gusta jugar al tenis juntos. —Se interrumpe y de repente se torna lúcido, serio, atento, como si lo hubiese entendido todo y no supiera explicarse cómo es posible que no lo haya comprendido antes.

—No debería haberme marchado de vacaciones, ¿verdad? ¿Es eso?

Qué absurdo. Quiero decir que no creo que cuando a uno lo dejan, lo que, por otra parte, nunca me ha sucedido hasta ahora, deba existir a la fuerza una razón práctica. ¡Lo que no funciona es un conjunto de cosas! Si alguien rompe contigo por el mero hecho de que te marchas con tus padres por unos días en Navidad, en fin, eso significa que no te has perdido gran cosa. A continuación Lele entorna los ojos como si de improviso hubiese intuido otros posibles motivos, mucho más relevantes, lo que en realidad le estoy ocultando.

—Dime la verdad, ¡estás saliendo con otro!

Y yo le contesto con la frase más inapropiada que podría haber dicho:

—Por desgracia, no.

O tal vez sea la más sincera. Lele pierde el control.

—Pero bueno…, pero yo…

Y empieza a soltarme un sermón que acaba produciéndome dolor de cabeza.

—Basta, Lele. Lo he pensado mucho y es así.

—Vale. —Baja del muro. Parece derrotado—. Toma. Esto es para ti de todas formas.

—Quizá sea mejor que te lo quedes, dado que ya no salimos juntos.

No debería habérselo dicho, porque pasa de nuevo al ataque.

—Pero ¿estás segura? ¿Lo has pensado bien?

—No sabes cuánto… No he dormido en toda la noche.

En realidad, cuando vi tan claro el error que hubiera sido regalarle la dichosa sudadera, tomé la decisión de inmediato, pero es mejor que parezca algo muy meditado y doloroso, porque de lo contrario volverá a la carga.

—Vale. Si dices que lo has pensado bien… En cualquier caso, te ruego que aceptes esto. Sólo sirve para
Joey
.

Siendo así, acepto el regalo.

—Únicamente te pido una última cosa, Caro.

—¿De qué se trata?

—Un último beso.

Dios mío, tengo la impresión de haber oído ya esa frase. ¡Ah, no, eso es! Es el título de una película, Pero ¿a qué viene pedirme ahora un último beso? ¿Qué quiere decir? De eso nada, ni hablar, yo ya no siento nada por él, no puedo. Sólo que, como de costumbre, mi boca va por su cuenta y riesgo. Aún peor.

—Está bien, pero no muy largo, ¿eh?

Apenas puedo dar crédito. ¡«No muy largo»! Pero ¿cómo es posible que se me ocurran ciertas frases? No me da tiempo a pensar en otras. Lele, como un pulpo, se abalanza sobre mí y me da un beso impresionante. El mejor, el más intenso. Parece un funámbulo de la lengua, un artista del beso profundo, un loco con unos labios locos… Quizá porque quiere que experimente algo; quiere que entienda lo mucho que me estoy equivocando, quiere…

—Ejem, ejem…

Nos separamos. No me lo puedo creer.

—Disculpad.

De nuevo la señora Marinelli. Esta vez, sin embargo, su aparición es providencial.

—No, no, disculpe usted… Estaba a punto de entrar.

Y aprovecho que abre la puerta para deslizarme al vuelo a través de ella.

—Adiós, Lele. ¡Ya hablaremos!

Veo que le gustaría añadir algo pero no puede, ya no.

—Caro… Entonces… ¡Te llamo luego!

—Sí, sí, claro.

Subo en el ascensor con la señora Marinelli. Un trayecto a decir poco largo, larguísimo. ¡No me mira, me escruta de arriba abajo! ¡Y yo sé de sobra lo que está pensando! Imagináoslo… Cuando, por fin, el ascensor se detiene en su piso y ella sale, no puedo contenerme.

—Para su información, se lo he dicho a mi madre.

—¿Ah, sí?

—Sí, ¡y me ha dado permiso!

Pulso el botón del ascensor y la dejo plantada en el rellano. Las puertas se cierran delante de su semblante desconcertado, está boquiabierta. En cuanto el ascensor se pone en marcha, yo me pongo a bailar, feliz de mi victoria. Cuando llego a casa desenvuelvo de inmediato el paquete. Nooo…, pero qué monada. Es una especie de suéter para perros con el nombre de
Joey
. Azul y rojo como los colores de las letras que hay en su caseta. Para los días de frío. Qué detalle tan encantador. Casi, casi… ¡Pero es cuestión de un instante! No, no lo llamo. Si lo hago me largará de nuevo todos esos discursos: «Pero ¿estás segura, Caro? Mira que te estás equivocando. ¿Lo has pensado bien?». Jamás me he sentido tan estresada como los días que siguieron a aquel en que tomé la decisión de dejarlo. Debería haberme sentido feliz con sus besos, con el hecho de que iba a pasar a recogerme, con la idea de que nos volvíamos a ver, de que íbamos a jugar de nuevo a tenis y, en cambio, a medida que se iba acercando el momento, todo me resultaba cada vez más angustioso, insoportable, sofocante… Y horrendo. ¿Será ésa la otra cara del amor? ¿Qué es el amor? Con Ricky era muy feliz al principio, también con Lore, por quien siempre había sentido debilidad, y ahora se ha acabado con Lele, que también me gustaba a rabiar en un primer momento. ¿Seré yo la que no funciona? Quiero decir, ¿cómo es posible que al cabo de poco tiempo esos sentimientos desaparezcan? Sin saber muy bien por qué, de repente me tranquilizo. No. Yo funciono, vaya si funciono. Yo estoy enamorada del amor. Y eso no era amor. Eran mis ansias de enamorarme, de estar enamorada. Pero para eso hace falta mi él. Un él que funcione de verdad. Además de una sonrisa y la certeza. Massi es el amor. Nada más pensar en él vuelvo a sentirme desesperada, ya que no sé cómo encontrarlo.

Durante los últimos días de diciembre, Lele me acosa. No le respondo. Por el momento. Le he mandado un mensaje especial: «Perdona, pero creo que es mejor así durante cierto tiempo». Puede interpretarse de mil maneras. Por eso es el más adecuado. Me gustaría haberle escrito: «Perdona si te llamo error», pero no estoy muy segura de que lo hubiese entendido. Y, en cualquier caso, no se habría reído.

31 por la noche. Una fiesta fantástica, una fiesta divertida a más no poder a la que han invitado a todos mis amigos. Y la noticia por excelencia: ¡mis padres me han dejado ir! Por si fuera poco, después voy a dormir a casa de Alis.

Estoy en el coche con Gibbo. Han organizado una fiesta increíble en casa de un tal Nobiloni, un disc-jockey fabuloso. La música es divina: para empezar, algunos temas de Finley, a continuación Tokio Hotel y por último los años ochenta. Y por primera vez… me he emborrachado. Cerveza, champán, de nuevo cerveza, otra vez champán. Al final hemos ido a ver los fuegos artificiales al ponte Milvio. ¡Menudo espectáculo! Caía una nieve ligera, mientras los cohetes explotaban en lo alto. Uno ha llevado un estéreo pequeñísimo, pero con unos altavoces increíbles; una música genial, hemos bailado bajo las estrellas. Después ha llegado una pareja, ella tenía los ojos vendados. Él la ha acercado a la tercera farola, le ha quitado la venda y cuando ella ha visto dónde estaban se le ha echado al cuello gritando: «¡Ooohhh, sí! ¡Te quiero!».

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