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Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

Carolina se enamora (37 page)

—Perdona, Caro, es tarde y tengo que marcharme. —Y vuelve a mostrarse sonriente y ligera como siempre. Se encamina hacia la puerta de entrada poco menos que saltando— ¿Me harás el favor de darle esa carta cuando lo veas?

—Sí, sí —le digo mientras la acompaño hasta la puerta.

En caso de que esté mal, lo disimula muy bien. Abre la puerta y llama el ascensor, que llega de inmediato. Debía de estar en el piso de abajo.

—Adiós, y gracias. —Esboza una sonrisa preciosa, a continuación entra en el ascensor, pulsa un botón y desaparece.

Vuelvo a entrar en casa. Me siento en el sofá. Miro el sobre que he dejado encima de la mesita de cristal en cuanto Debbie se ha levantado. Pero ¿qué habrá pasado entre esos dos? Ahora mismo llamo a Rusty y le pido que me lo explique. Uf. Por una vez que una pareja bonita funciona… ¿Será una cuestión de cuernos? ¿Él? ¿Ella? Nooo, no me lo puedo creer, no es posible. Como sea eso, Rusty me va a oír. Y en caso de que haya sido Debbie, bueno, pues será ella la que me oiga. Estoy tentada de coger el móvil, pero luego cambio de opinión. Algunas cosas no pueden hablarse por teléfono. Le escribo un sms: «¡Hola! ¿Cuándo podemos vernos para charlar un poco? Además tengo que darte una cosa», y lo envío.

Miro el sobre una vez más. No está cerrado. Quizá la respuesta esté ahí dentro. Bastaría un segundo. A fin de cuentas, nadie se dará cuenta. Lo cojo y le doy vueltas en las manos. No quiero que esos dos rompan. Pero si lo abro y leo la carta, ¿qué resuelvo? Por otra parte, sólo ellos dos saben lo que pueden hacer… Sí, pero a mí también me gustaría saberlo. ¡Es que siempre he sido muy fan de ellos! Además, dado que debo hacer de cartera, tengo derecho a algún tipo de retribución, ¿no?

Abro poco a poco el triángulo de papel azul. Saco el folio que hay en el interior, doblado en dos. Lo despliego.

—«Amor, perdóname…».

Oigo que gira una llave en la cerradura de la puerta. Ale entra en tromba. Vuelvo a meter la carta en el sobre y la escondo a toda velocidad bajo un cojín.

—Hola… ¿Qué haces en casa? ¿Has puesto a hervir el agua para la pasta?

—No.

—¿Y a qué esperas?

—A ti.

—Anda ya…

Y se encamina hacia su dormitorio.

Cojo de nuevo la carta, la guardo en un escondite mejor. Quizá la lea después, con más calma. O tal vez no. Puede que sea justo que esas palabras queden entre ellos sin más. Y tras tomar esa última decisión, me dirijo a mi cuarto.

En el colegio no hay nada que hacer, a medida que se acerca la Navidad empieza a sentirse una extraña adrenalina. Además de que el último día celebraremos la fiesta del árbol. ¡Prácticamente todos llevan regalos, que después se sortean! Es muy divertido, sólo que los chicos suelen regalar cosas absurdas, a veces asquerosas. Lo hacen adrede porque les encanta ser transgresores, aguar la fiesta de Navidad.

A Cudini le han quitado ya la escayola. Ha desafiado al profe Leone a jugar con el balón de fútbol. Le ha dicho que, si la toca mejor que él, no debe preguntarle en clase durante todo el mes de enero, concederle una especie de bono por un mes. El profe ha aceptado el desafío.

—Entonces, ¿preparados?… ¡Ya! Uno, dos, tres…

Cuento con el resto de mis compañeros, pero, como no podía ser de otra forma, todos están en contra del profesor.

—Catorce, quince…

Sin embargo, lo hace muy bien. Pelotea tranquilo y sigue adelante.

—Veintidós, veintitrés…

—¡¡¡Fiuuuuu!!!

Algunos silban, otros golpean los pupitres. ¡Un barullo de padre y muy señor mío! Los demás tratan de distraerlo como pueden, ¡pero él no ceja!

—Treinta y cinco, treinta y seis… —Hace un esfuerzo increíble para seguir—. ¡Treinta y siete! ¡Eeeh…, eehhhh! No lo consigue, no lo consigue…

—Ooooh…

¡Se le ha caído! Todos golpean los pupitres, como en una especie de ola.

—Chsss, chicos, ¡no hagáis tanto ruido, que si entra el director nos la cargamos!… ¿Cómo voy a explicarle este certamen?

—¿Eh?

—Certamen…, competición. Cudini, competición. «Certamen» quiere decir competición.

—¡Ah, profe, pero es que a ver quién es el guapo que lo entiende a usted, habla como los aristócratas! Nos confunde las ideas, joder.

Mis compañeros… Unos auténticos lords ingleses, como podéis ver.

—¡Venga, ahora le toca a ti!

Cudini coge el balón y empieza a darle patadas.

—Uno, dos, tres…

Y yo cuento. No obstante, Cudini salta con dificultad. Todavía tiene las piernas un poco débiles y se apoya en la que se rompió.

—Diez, once, doce…

Cudini lanza lejos la pelota, trata de alcanzarla saltando con una sola pierna, consigue dar un golpe, «trece», y, tratando de dar otro más, resbala y cae al suelo.

—¡Ay! —Se lleva de inmediato la mano izquierda al codo—, ¡Ay, qué daño! Menudo golpe me he dado.

—Enséñamelo. —El profe Leone se arrodilla en seguida a su lado y le examina el brazo—. No es nada… ¡Menos mal! ¡Sólo te faltaba romperte ahora el codo!

—¡Pero me arde a rabiar, profe! ¡Veo las estrellas!

—¡Es verdad! Te has dado un golpe en un punto neurálgico. De ahí parte un nervio que…

En fin, que inicia una explicación que, más que un profesor de italiano, lo hace parecer un profe de medicina. Lo más increíble es que Cudini al final vuelve a levantarse en el preciso momento en que aparece Bettoni, su amigo del alma.

—Mira esto. —Le pone delante el móvil y le muestra la grabación—. Diez, once, doce… —¡Y pum! El vuelo de Cudini.

—¡Ay, qué daño!

Cudini se echa a reír cuando se ve.

—¡Menuda leche! Pero… guay, te tronchas. Dámela, que la cuelgo en seguida en YouTube.

—Por eso precisamente te la he enseñado…, con esto obtendrás una buena clasificación. ¡Entrarás disparado entre los mejores!

Y se ríen como locos mientras se alejan cogidos del brazo orgullosos del vuelo y de la posible entrada en la clasificación.

—En cualquier caso, Cudini, he ganado yo, así que prepárate porque mañana mismo te preguntaré en clase.

—¡De acuerdo, profe…, revancha!

Tarde tranquila. He ido a comer a casa de los abuelos.

Me han contado cómo se conocieron. En una fiesta. Las fiestas de entonces eran distintas de las de ahora, Eran más abiertas y, por lo que me han dicho, todo el mundo era amigo de verdad. Hoy quizá ya no sea así. Siempre tengo la impresión de que hay muchas envidias.

En un momento dado, mi abuelo le ha cogido una mano a mi abuela y se la ha besado con amor. Ella ha cerrado los ojos, daba la impresión de que estaba sufriendo por algo. Luego los ha vuelto a abrir, ha exhalado un suspiro y ha sonreído, como si intentase recuperar un poco de serenidad. Yo no sabía muy bien qué hacer, de manera que me he servido un poco de agua simulando que tenía sed.

Al cabo de un rato, después del postre, mientras mi abuela recogía, me he puesto a curiosear en su librería. He cogido un libro y he empezado a hojearlo.

—Jamie, de veras te amo.

—Lo sé —dijo—. Lo sé, mi amor. Déjame decirte mientras duermes cuánto te amo. No puedo expresarte lo mucho que te amo mientras estás despierta; sólo las mismas palabras, una y otra vez. Mientras duermes entre mis brazos, puedo decirte cosas que sonarían estúpidas estando despierta, pero en tus sueños sabrás la verdad.

Es
Atrapada en el tiempo
, de Diana Gabaldon. Pues bien, a mí también me gustaría poder dedicarle algún día a Massi unas palabras como ésas. Sí, a él. Porque si después de habernos visto sólo una vez sigue dominando mis pensamientos de esta forma, si todo cuanto siento y pienso y las cosas divertidas que me suceden, en fin, que si lo mejor que me ocurre en la vida se lo dedico a él, bueno, tiene que ser a la fuerza una persona especial. ¿O acaso yo soy una soñadora empedernida?

Bueno, prefiero pensar que es mérito suyo y no culpa mía. Sea como sea, al volver a casa me encuentro a Gibbo abajo, con su nuevo microcoche, claro está.

—¿Qué haces aquí?

—¡Hola, Caro! Estaba buscando conductor para mi coche, ¿te apetece?

Gibbo es realmente genial.

Llamo a casa por el interfono y les digo que me voy a dar una vuelta. Naturalmente, Ale no me responde después de haberme escuchado, como suele tener por costumbre. Vuelvo a llamar.

—Pero ¿me has entendido?

—Sí.

—En ese caso, dilo, ¿no? Avisa a mamá para que no se preocupe, dile que no tengo batería en el móvil.

Y vuelve a colgar.

Y yo vuelvo a llamar.

—¿Has entendido que tengo el móvil descargado?

—Sí, te he dicho que sí.

—No, ¡has dicho que sí a lo primero!

—Está bien, lo he entendido.

—¿El qué?

—Que tienes el móvil descargado.

Gibbo me llama.

—¡Venga, Caro!

Al final me subo al coche y partimos.

—Pero ¿siempre estáis con lo mismo?

—Siempre. ¡Mi hermana es un coñazo! ¿Adónde tengo que ir?

—¡Todo recto! Ahí, al fondo, dobla a la derecha.

Llego al otro extremo de la calle a toda velocidad y giro a la derecha como un rayo. Gibbo se sujeta para no caerse sobre mí. Yo inclino el cuerpo a medida que tomo la curva, después coloco de nuevo el volante en el centro y equilibro otra vez el coche.

—¡Eh! ¡Te dejo que lo conduzcas, no que lo destroces! Hum, esto no va bien…

Gibbo me mira.

—¿El qué?

—Has aprendido a conducir muy bien.

—¿Y qué?

—Te prefería antes. Eras más insegura. ¿Sabes que la seguridad representa el sesenta y cinco por ciento de las causas de un error?

Gibbo. Lo miro. Es muy divertido. No tiene remedio. Es así. Le encantará
El libro de los test
.

—Está bien, tienes razón. —Le sonrío, y a partir de ese momento conduzco más tranquila.

Algo más tarde.

—Ya está, para aquí.

—Pero ¿dónde estamos?

—No te preocupes.

Saca de la mochila su pequeño ordenador. A continuación se apea del vehículo y me indica con un ademán que lo siga.

—¡No me lo puedo creer!

Me paro estupefacta al oír todos esos ruidos.

—¡Pero si es una perrera!

—Sí, ven.

Me coge de la mano.

—¡Buenos días, Alfredo!

Un señor de apariencia simpática con un poblado bigote blanco y una barriga muy pronunciada nos sale al encuentro.

—¡Buenos días! ¿Quién es tu amiga?

—Se llama Carolina.

—Encantado. —Me tiende una mano rolliza donde la mía se pierde con facilidad.

—Hola.

—Bueno, sentíos como en casa; a fin de cuentas, tú ya conoces el camino, ¿no, Gustavo?

—Sí, sí, gracias.

Gustavo. Me resulta extraño que lo llamen por su nombre de pila. Para mí ha sido Gibbo a secas desde siempre. Alfredo desaparece al fondo de un callejón, en el interior de una extraña casucha. Muerta de la curiosidad, me cuelgo del brazo de Gibbo y lo acribillo a preguntas.

—Eh, ¿cómo es que lo conoces? ¿Cómo has encontrado este sitio? ¿Vienes a menudo? ¿Por qué? ¿Quieres adoptar un perro?

—¡Eh, eh! ¡Calma! Veamos, lo conozco porque mi primo se llevó un perro de aquí, sólo he venido una vez con él hasta la fecha. Y ahora me gustaría regalarle un perro a otra prima mía que lo desea con todas sus fuerzas y que nos está volviendo locos. Mira. —Saca un sobre del bolsillo—. Aquí llevo el dinero que me han dado mis padres para hacer una donación a la perrera. Son geniales, ¿no te parece?

—Sí.

Bajo la mirada un poco decepcionada.

—¿Qué pasa, Caro? ¿Qué te sucede?

—Bah, no sé. Siempre he querido tener un perro… y ahora, venir aquí y ver todos éstos, tan bonitos… y además prisioneros…, y sólo poder elegir uno… y, por si fuera poco…, ¡para tu prima!

—Bueno, si te sirve de consuelo, mi prima es muy simpática y agradable. ¡No obstante, la primera persona con la que quise salir cuando me regalaron el coche fuiste tú! Además…

—¿Además, qué?

—¡A ella no la he besado!

—Imbécil. —Le doy un golpe en el hombro.

—¡Ay! Mira que abro las jaulas y azuzo a todos esos perros para que se te echen encima, ¿eh?

—Sí, y te morderán a ti. A mí me dejarán en paz, entenderán en seguida que te importan un comino, ¡que eres un miserable oportunista!

—Vamos, échame una mano y sujeta esto.

Me pasa un cable. Acto seguido, coge el móvil y lo conecta al ordenador.

—¿Qué haces?

—Así podemos fotografiar a los que nos parezcan más monos y después lo pensaré con calma.

—¡De manera que sólo querías que viniera porque no podías hacerlo solo!

—De eso nada, es que tú entiendes de perros… Así me dices cuál te gusta más y te parece más sano.

—Todos son muy bonitos y están sanos.

—Precisamente. Bueno, sea como sea, debemos elegir uno. ¿Me echas una mano?

—Vale… —Resoplo—. ¡Machista!

—¡¿A qué viene eso ahora?! —Gibbo se echa a reír de nuevo y me saca la primera fotografía justo a mí, que aparezco directamente en su ordenador.

—¡Eh, que yo no soy un perro!

—Era sólo para probar. Venga, vamos.

Nos aproximamos a las jaulas. Pero qué monos son, tienen unos hocicos muy graciosos, y son tan tiernos… Ladean la cabeza y nos observan, algunos ni siquiera ladran. En mi opinión, han entendido que su vida futura depende en parte de nuestra decisión. Yo me los llevaría todos.

—¿Y éste? —Señalo uno—. ¿Y ése? ¿Y ese otro?

—¡Eres una indecisa!

—¡En lo tocante a perros, sí! —Me encojo de hombros y Gibbo sacude la cabeza mientras me sigue.

La verdad es que me gustan todos. Se han familiarizado ya un poco con nosotros. Me salen al encuentro corriendo, me ladran y apenas tiendo la mano empiezan a mover la cola. Quieren que los acaricie.

—Necesitan amor.

—Como el setenta por ciento de las personas.

—¡Gibbo!

Seguimos sacando fotografías. Les ponemos nombres incluso. ¡Y Gibbo escribe hasta el tipo de raza y las particularidades de cada uno! No sé cómo lo ha hecho, pero podemos acceder a internet con el móvil y el ordenador para ver qué clase de pobre bastardo —en el sentido de perro abandonado, quiero decir— tenemos delante. Al final tomo una decisión. ¡El perro que recibirá la afortunada de su prima se llamará
Joey
! ¡Lo he bautizado yo!

—Eh, ¿cómo se llama tu prima?

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