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Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

Carolina se enamora (36 page)

—¡Párate, venga! ¡No quiero que la leas, vamos!

Y desaparecen así, en medio de la multitud que sigue fluyendo tranquila, lenta como un río humano, absorta en sus pensamientos, en sus pesares y en sus alegrías.

Bueno… Ya está bien de ideas extravagantes. Parezco Carolina la filósofa… Cuánto me gustaría ser, en cambio, Carolina la enamorada. Llego a la parada del autobús y me detengo a esperarlo. Miro alrededor. A mis espaldas hay un escaparate lleno de vestidos, de camisas a ciento setenta euros, de suéteres a doscientos ochenta y de cazadoras a trescientos setenta. Pero bueno, ¿quién podrá permitirse esas cosas? Quiero decir, ¿a qué se dedicarán los padres de una chica que se vista con ropa semejante?

Aunque, pensándolo bien. Alis lleva prendas aún más caras. ¿Y qué hacen sus padres? ¡Están separados! No acabo de entender si el hecho de separarse te hace rico o es el hecho de ser rico el que te lleva a separarte. Tengo que preguntárselo a Alis. Pero antes, quizá deba buscar la manera de planteárselo.

Aquí llega el autobús. Pasa por delante de mí. Retrocedo un poco porque va muy pegado a la acera. Caramba…, no me lo puedo creer. Cuando se detiene y se abren las puertas veo que se apean los dos chicos que me robaron el móvil ¡Son ellos! Estoy segura. Uno de los dos lleva puesta la misma cazadora horrorosa. Lo recuerdo como si fuera ayer. Me empujó varias veces antes de bajar y sólo vi esa espantosa cazadora de color verde claro, igual que su pelo, que su cara, o que su estúpida risotada de asqueroso ladrón… rumano. Y no lo digo porque sea racista. Joder, por supuesto que no lo soy. Por mí podría ser incluso de Parioli. Respeto a todo el mundo, pero ante todo quiero que me respeten a mí, y también mis cosas. Sea cual sea su nacionalidad. También odio a los chulos de las familias ricas italianas que nos mangan cosas en el colegio. Odio a los canallas, a los que abusan de los demás, poco importa de dónde vengan o cómo se llamen o se vistan. Odio a los que no respetan la vida y la serenidad ajenas. Odio a los que, en lugar de pedir lo que no es suyo, lo roban. Y te dejan así indefenso, impotente, aturdido y triste. Y querrías ser uno de esos superhéroes dotados de armas secretas y de poderes mágicos a los que les basta con mirar al tipo para, ¡zas!, hacerlo desaparecer.

El autobús ha cerrado las puertas y se ha alejado. Pero yo no he subido. Camino detrás de ellos con el paquete en cuyo interior está el plato de Navidad que les he comprado a mis padres y una bolsa con los regatos de mis amigos.

Pero ¿qué voy a decirles? Bah, ya inventaré algo. Debo ser amable, tengo que procurar que se sientan a sus anchas. ¿Os dais cuenta? ¡Qué absurdo! Debo hacer que se sienta a sus anchas una persona que me ha robado el móvil. Y, por si fuera poco, con el número de Massi dentro.

A medida que los sigo voy pensando. Y a medida que pienso me voy poniendo más y más nerviosa. A medida que me pongo nervosa siento deseos de ser más fuerte, más robusta, y de saber zurrar de lo lindo. O, sencillamente, de que Rusty James esté aquí conmigo. Oh, entonces sí que recibirían una buena tunda. En realidad tampoco son tan grandes. Son dos tipos corrientes y molientes. Pero son dos… y, un pequeño detalle, se han dado cuenta de que los estoy siguiendo.

—Oye, ¿la has tomado con nosotros?

—Esto…, sí… Quiero decir, no…, mejor dicho, sí.

—A ver si te aclaras, ¿sí o no?

¡Qué rumanos ni qué niño muerto! Con ese acento, esos dos son de Roma, y de lo peorcito. Bueno, al menos así nos entenderemos mejor.

—Pues es que creo que hace algún tiempo perdí mi móvil. Un Nokia 6500 Slide como… —Se me ocurre la brillante idea de sacar del bolsillo el nuevo que me regaló Alis. Pero ¿y si luego me quitan también éste?—. Como ese que sale en los anuncios…

—No sé a cuál te refieres, ¿y qué? —dice uno de los dos, el más grande y, según parece, el más canalla. Por lo visto, no sabe de qué estoy hablando.

—Bueno, no importa… En fin, que lo perdí en el autobús, en el mismo autobús en el que viajabais vosotros.

—¿Nosotros?

—Sí, estabais hablando, y yo os vi y he pensado que tal vez os disteis cuenta y lo recogisteis…

Me miran.

—Sí, en fin, que bajé y se me cayó, y vosotros lo recogisteis y teníais intención de devolvérmelo, sólo que el autobús cerró las puertas y arrancó de repente… y vosotros no pudisteis…

Ahora parecen más bien perplejos.

—¿Nos estás tomando el pelo? ¿Te estás cachondeando de nosotros?

—Jamás se me ocurriría hacer eso… Sólo quería deciros una cosa…, ¿por casualidad no tendréis todavía la tarjetita, en fin, mi SIM?…

Uno de ellos arquea las cejas. El otro lo imita. Y, ahora, ¿cómo salgo de ésta? No sé qué hacer. Qué más decir. Podría renunciar a alguno de los regalos y ofrecérselo como rescate pero ¿qué narices les importará a esos
Chocolat
o, peor aún,
Reencuentro
? Piensan que me estoy choteando de ellos, de manera que juego la carta de la conmiseración.

—Tenía el número de un amigo… Lo quería mucho. Ha desaparecido, no lo encuentro. Quizá haya muerto. Estaba tan mal… Quería hablar con él al menos por Navidad… Si no lo llamo, ¿qué pensará? Y su número estaba en esa SIM, ¡sólo ahí! No necesito el móvil, sólo la tarjeta… Mi SIM…

Me miran por última vez.

—Vámonos, venga ya.

Y se vuelven y se marchan sin dignarse siquiera darme una respuesta, la que sea. Mejor así. Creo que me he librado de una buena… Ufff… Massi…, ahora no podrás decir que no he intentado lo imposible.

Al volver a casa he escondido los regalos en mi armario.

Me he dado una ducha rápida, he cenado algo ligero, no he discutido con Ale y me he ido a dormir. ¿Sabéis cuando estás destrozada, tan destrozada que no ves la hora de pillar la cama? Lamento que Rusty James no esté. Él habría venido a contarme algo o a leerme uno de sus cuentos. Es extraño cuánto se puede echar de menos a una persona en un lugar en el que uno está acostumbrado a que estén todos, cómo cambia ese sitio de repente. O, al menos, yo lo siento así. Y después de notar esa extraña sensación empiezo a adormecerme, completamente exhausta. Sin embargo, antes de dormirme del todo pasa por mi mente una idea que me hace sonreír. Todo me parece maravilloso. Estoy en mi microcoche, es verano y Massi está a mi lado y, como no podía ser de otro modo, escuchamos a James Blunt. Él ha sacado los pies por la ventanilla, los mueve al ritmo de la música, bromea y me deja conducir. Yo llevo puestas mis gafas favoritas y sacudo también la cabeza al ritmo de la música… El mar está a nuestra derecha. Es Sabaudia, el paseo marítimo que tanto me gusta y adonde he ido algunas veces con mis padres. Hay un pinar y, pegadas a él, numerosas dunas de arena barridas por el viento, Y yo estoy ahí con Massi. Nos apeamos del coche. Estamos en la playa, con las olas del mar y unas cometas que vuelan libres en el cielo, y él me ha cogido la mano y yo soy feliz.

Me gustaría que ese sueño se hiciese realidad. Y después de este último pensamiento, me duermo de verdad.

Cuánto disfruto con las asambleas del instituto que dirigen los representantes de clase, ésas tan absurdas en las que, por ejemplo, se decide qué películas de interés para los jóvenes se deberán presentar el próximo año en la sala de proyecciones. Todavía me gustan más cuando se celebran durante las dos últimas horas de la mañana del viernes. Uno puede elegir entre quedarse o salir antes con la autorización de sus padres. Y mi madre me la ha firmado, porque le he dicho que, a fin de cuentas, no servía para nada y que prefería volver a casa a estudiar para el examen del lunes. ¡De manera que aquí estoy, a las once y media! Claro que si de verdad quiero ser puntillosa preferiría que la hubiesen convocado para las dos primeras horas, así podría haber dormido un poco más, pero no se puede tener todo.

El viernes por la mañana la casa está vacía a estas horas. Mi madre está siempre trabajando, mi padre en el policlínico o en el bar con sus amigos durante la pausa que suele hacer en ese momento, y Ale se ha ido a clase. Me gusta estar en casa cuando no hay nadie. Es silenciosa y puedo hacer lo que quiero. Por ejemplo, adoro ir al dormitorio de mis padres y probarme algún vestido de mi madre, un suéter o una falda. No sé por qué. Quizá para sentirla más cercana. Quizá para ponerme algo distinto. Y no porque mi madre siga la moda, al contrario. Ale tiene más cosas, obviamente, pero sus vestidos me espantan. El gusto de Ale es bastante horroroso: si pudiera se pondría ropa llamativa y ajustada incluso para ir al cuarto de baño. Mi madre tiene cosas más sencillas, sin muchos colores, casi todas iguales. Pero son suyas, e incluso cuando era pequeña me las probaba a escondidas; estaba ridícula, porque me quedaban enormes. Abro el armario y veo que en lo alto hay una camiseta que nunca me he puesto. Debe de ser nueva. Ayer era día de mercado y quizá se la compró allí. La verdad es que mi madre apenas pisa las tiendas. Dice que en el mercado se encuentran las mismas cosas a menos precio, y que además no hay dependientas, por lo que también te ahorras sus falsos cumplidos. La gente del mercado es directa y genuina, puedes probarte la ropa sin que nadie te atosigue. La camiseta es mona, blanca, con rayitas azules, con los bordes festoneados en rojo, un poco al estilo marinero que se lleva este año. Debe de sentarle bien. Puede que alguna vez se la coja para salir. Seguro que ni se entera. Pues mira, aprovechando que no está, casi que me la pruebo. Pero cuando estoy a punto de quitarme la camiseta, oigo que llaman.

«Riiiing».

El timbre.

«Riiiing».

De nuevo. Uf, tendré que dejarlo para otra vez.

Me acerco al interfono. ¿Quién podrá ser a esta hora? Tal vez mi madre, que sabe que estoy en casa. Quizá quería darme una sorpresa pero se ha olvidado las llaves. Me parece extraño. Y también que sea mi padre. Ale, por su parte, jamás vuelve antes de las dos. A lo mejor es el cartero. Llega siempre hacia mediodía, según mi madre. Levanto el auricular.

—¿Sí?

—Hola.

En un primer momento no reconozco la voz.

—¿Quién eres?

—Debbie.

—¡Debbie! ¡Hola! ¡Ahora mismo te abro!

Pulso el botón para abrir el portón y espero. ¿Debbie? Hace una infinidad de tiempo que no la veo. ¡Demasiado! Y lo lamento porque es muy enrollada. A saber qué querrá. A estas horas, además. Abro la puerta de entrada y oigo que sube el ascensor. Se detiene. Debbie sale de él y ve que la estoy esperando.

—Hola, Caro, así que eras tú la del interfono. Pensaba que no estabas en casa. Creía que era tu madre.

—¡Debbie! Ven, entra. No, hoy hemos salido antes. Mamá está trabajando… —Me sigue y cierro la puerta—. Pasa, pasa. ¿Quieres tomar algo?

—No, gracias. —Me parece que está un poco rara. Mira alrededor—, ¿Estás sola?

—Sí, todos están fuera. Volverán dentro de poco.

No acabo de entender a qué ha venido.

—Bueno, Debbie, ¿cómo estás? ¿Qué me cuentas?

—Bueno, todo va bastante bien.

—¿Trabajas todavía, en esa tienda?

—Sí, en la de ropa. Estoy bien, además, trabajo sólo a media jornada, y gracias a eso puedo seguir algunas clases en la facultad por la mañana. ¿Y tú? ¿Qué me cuentas?

—Pues en el colegio va como siempre. ¡Este año tengo el examen, y estoy siempre con mis amigas Alis y Clod!

—¿Y con tus padres, todo bien?

—Bueno, sí, como de costumbre— Me riñen porque piensan que salgo demasiado, Ale me estresa como si fuese una vieja chocha de cien años, y R. J. sigue siendo R. J. ¡Pero eso ya lo sabes!

Le sonrío con complicidad. Se produce un extraño silencio. Quiero mucho a Debbie, es simpática, inteligente, y siempre me ha tratado como si fuese una hermana. ¡Además, es la novia de Rusty James y él siempre las elige bien! Sólo que hoy tengo la impresión de que algo no encaja. No parece la Debbie de siempre.

—Oye, Caro…

—¡Dime!

Coge su bolso y lo abre. Lo reconozco. Rusty me lo enseñó cuando se lo compró, antes de regalárselo. Es uno de esos grandes y cuadrados, planos, que se llevan en bandolera. Está buscando algo.

—¿Podrías hacerme un favor?

—¡Claro!

Saca un sobre de color celeste, uno de esos que se fabrican con capas de papel superpuestas y que parecen de tela bordada, es precioso, Está cerrado, pero sin sello.

—¿Podrías dárselo a Giovanni luego, cuando vuelva?

Hay preguntas que te dejan estupefacta. No entiendes si la idiota eres tú porque no las pillas, o en realidad es que no tienen ningún sentido. Por si las moscas, prefiero estar callada. ¿Cómo que después, cuando vuelva?, pienso. Giovanni no vuelve. Pero bueno, ¿es que Debbie no lo sabe? Eso es imposible. No sé qué contestarle. ¿Qué quiere decir? ¿Qué está ocurriendo?

—Pero ¿acaso no puedes dárselo tú?

Debbie permanece callada. Se mira los pies. El abuelo Tom asegura que las personas que se miran los pies son las que tienen ganas de huir. Caramba, entonces…, ¿querrá huir Debbie? ¿Por qué? Me gustaría entender algo.

—Es fin de semana, supongo que habréis quedado esta tarde, cuando salgas de la tienda, ¿no? Además, seguro que tú ves a Rusty con más frecuencia que yo.

—¿A qué te refieres?

—¿Cómo que a qué me refiero? Desde que se marchó de casa ya no lo veo todos los días. Quiero decir que voy a la barcaza, tengo incluso una habitación allí, pero no voy con mucha frecuencia…

Debbie levanta de pronto la mirada. Me escruta.

—Pero ¿por qué? ¿Es que ya no vive aquí? ¿Qué barcaza?

Ahora sí que ya no entiendo nada. ¿Será que no estoy hablando con Debbie, con la simpática Debbie, la fantástica novia de mi hermano?

—¡La barcaza, la del Tíber!

Debbie me parece como una niña perdida en la confusión de un parque de atracciones que no encuentra a sus padres. No es posible que no sepa nada. Se ve que me he saltado algún que otro capítulo fundamental. Voy directa al grano.

—Perdona, Debbie, pero ¿desde cuándo no ves a mi hermano?

—Hace tiempo…

—¿Mucho o poco tiempo?

Debbie me mira y veo que sus ojos se empañan. Me doy cuenta de que quizá no me he perdido tantos capítulos, pero sí el más importante. Deben de haber roto. Me sonríe, un poco cohibida.

—No sabía que ya no vivía aquí…

Y lo dice con el tono del que acaba de recibir una bofetada de las fuertes, de esas que no te esperas y que en un primer momento casi parece que no te ha dolido. Pero, por descontado, te deja sin palabras. Y la verdad es que no sé qué hacer, qué decir o cómo salir de la situación, pero por suerte me salvo porque veo que Debbie está mirando su reloj.

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