Read Carolina se enamora Online

Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

Carolina se enamora (55 page)

—Debe pensar que ya ha llegado…

—No… ¡Sólo piensa en adelgazar!

—Pues la delgadez está pasada de moda… Aldo siempre lo dice… Yo le gusto porque estoy un poco rechoncha.

Nota mi perplejidad.

—¿Por qué pones esa cara?…, ¡Aldo no es el único que lo piensa! Lo he leído también en un periódico que hablaba de la moda de París.

Clod parte a toda velocidad.

—¿Qué periódico?

—Bueno, la verdad es que no me acuerdo del nombre…

Clod y su consabida vaguedad. Excesiva. Detrás de la curva, sin embargo, nos aguarda una bonita sorpresa. Alis se ha detenido y está rodeada de tres chicos. Deben de tener unos diecisiete o dieciocho años. Uno de ellos parece algo mayor que sus amigos, y también más avieso.

—Aquí están tus amiguitas… —comenta con una extraña y antipática sonrisa. Es extranjero. Tiene un corte en una ceja. Detienen de inmediato nuestras bicicletas.

Veo que uno de los chicos tiene en la mano el iPod de Alis. Se pone los auriculares.

—Ésta es preciosa… ¿Qué es? —A continuación mira el iPod y lee—: ¿Irene Grandi? Es la primera vez que la oigo.

Alis arquea las cejas. El mero hecho de que ese tipo haya usado sus auriculares supone que ella no volverá a utilizar el iPod, ni siquiera cambiándolos. Otro de los chicos se aproxima a Clod.

—Baja…

Sin esperar su respuesta, la obliga a hacerlo. El tercero le mete las manos en los bolsillos de inmediato.

—¡Eh! ¿Se puede saber qué estás haciendo?

Clod intenta zafarse, pero el otro se acerca también a ella y entre los dos empiezan a registrarla.

—Aquí está. —Encuentran el móvil—. Vaya…, fíjate… tiene un viejo Motorola.

—Devuélvemelo…

El tipo más mayor hace una señal con la cabeza al pequeño.

—Tíralo lo más lejos que puedas… No sirve para nada.

—Sí, pero antes quítale la batería.

Lo coge y, tras desmontarlo, arroja las dos piezas bien lejos. La batería acaba, de hecho, en medio de unas zarzas.

Con un movimiento veloz, lanzo mi Nokia 6500 detrás de mí, bajo la pista para bicicletas. Justo a tiempo.

—¿Y tú? Danos el tuyo…

—Lo he llevado a reparar. No lo llevo encima…, comprobadlo si queréis.

Y levanto las manos dejando caer la bicicleta al suelo. Los dos tipos se acercan a mí sin perder tiempo y me hurgan en los pantalones, detrás, delante, sus manos están sucias, mugrientas y sudadas. Me dan asco. Cierro los ojos y respiro profundamente.

—No tiene nada.—Se dan por vencidos y me dejan—. Sólo esta cartera pequeña…

—¿Cuánto llevas dentro?

—Veinte euros…

—Bueno, siempre es mejor que nada.

A continuación nos quitan los relojes, la cadena de Alis y también la de Clod.

—Pero si es la de la primera comunión… —protesta ella.

No le responden. Suben a nuestras bicicletas con nuestras cosas en los bolsillos. El tipo mayor, el que le ha quitado el iPod a Alis, se pone los auriculares en las orejas.

—Larguémonos, venga…

Y empiezan a pedalear alejándose de nosotras por la pista para bicicletas, regresando quién sabe adónde. Quizá se dirijan a las caravanas. En cuanto están lo suficientemente lejos de nosotras, echo a correr hacia atrás. Bajo de la pista y busco entre la hierba alta. ¡Ahí está mi móvil! Tecleo a toda prisa el número de mi hermano.

—Hola, ¿Rusty?…

—¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?

Se lo cuento todo y casi me echo a llorar de la rabia, pero Rusty no me reprocha nada. No me riñe. No me dice: «Ya os advertí que no fuerais más allá de las caravanas…».

Permanece un instante en silencio.

—¿Y tus amigas? ¿Están bien?

—Sí…, están bien.

—Vale, regresad a la barcaza, entonces.

—Vale… —Me callo un momento—. Rusty James…

—¿Sí?

—Lo siento…

—No te preocupes… Echad a andar antes de que oscurezca.

Colgamos.

—Vamos, en marcha. Tenemos que volver a la barcaza…

—¿No viene a recogernos?

Alis aún tiene el valor de protestar.

—No… Ha dicho que echemos a andar y que quizá nos salga al encuentro.

—No podía venir en seguida, no…

—Oye, que si estamos en este trance es por tu culpa.

Alis no me contesta y echa a andar a toda velocidad.

—Venga, Clod, vamos.

—¡Pero no encuentro la batería!

—No te preocupes, yo te compraré una… Tenemos que irnos.

Y empezamos a andar apretando el paso por la pista para bicicletas. Cinco minutos. Diez. Veinte.

—Tengo calor… —se queja Clod.

—Venga, que ya casi hemos llegado.

—Echo de menos la bici… ¿Podrías prestarme el móvil para llamar a casa?

—Claro…

Alis camina delante de nosotras, da la impresión de que no oye lo que decimos. Tiene la cabeza erguida, la barbilla levantada, como si le irritase toda esta historia. Y eso que… sabe de sobra que la culpa es suya. Pero a ver quién es el guapo que se lo repite. Uno de los rasgos principales y más absurdos de Alis es que ella nunca es responsable de nada. Si algo no sale bien es porque no tenía que salir bien, y en estos casos siempre se acuerda de una frase que le dijo su abuela calabresa en una ocasión: «Eso quiere decir que no tenía que ser…».

Pero tras doblar la curva nos encontramos con otra sorpresa. Una furgoneta pequeña con dos tipos gruesos al lado y nuestras bicicletas encima. Y, además…, no me lo puedo creer…

—¡Rusty James!

Echo a correr en dirección a mi hermano y lo abrazo; le salto al cuello con tanto impulso que casi le rodeo la cintura con las piernas.

—Sí, sí. Sólo haces eso cuando a ti te conviene… Toma.

Me separo de mi hermano y veo que me tiende la cadena de la comunión de Clod, el iPod de Alis y varias de las cosas que esos tres tipos nos han robado.

—Este dinero debe de ser también vuestro…

—¿Sesenta euros? Pero si sólo me quitaron veinte…

—Ah… —Rusty James se queda mirando el dinero sin saber muy bien qué hacer—. Ten… —Le da el resto a uno de los chicos de la furgoneta—. Para que os toméis unos cuantos cafés.

El tipo rompe a reír, pero, en cualquier caso, se mete el dinero en el bolsillo. A continuación dirigen la mirada hacia la pista para bicicletas. A lo lejos, entre el follaje que hay a orillas del río, veo a los tres chicos que nos han robado. El más gordo arrastra la pierna como si cojease. Otro se tapa la cara con la mano y de vez en cuando la aparta y mira la palma para comprobar que no hay sangre. Se vuelven de tanto en tanto hacia nosotros, pero resulta obvio que lo que quieren es alejarse lo más rápidamente posible.

—Aquí tenéis vuestras bicicletas.

Uno de los dos tipos la deja en el suelo dando un golpe en la rueda y se la pasa a Rusty.

—Ve con cuidado, ¿eh, Ciro?

—Es que rebotan…

Por lo visto, son napolitanos. El otro chico lo ayuda.

—Ésta es la mía…

Me acerco a la furgoneta mientras descargan la que yo llevaba. Rusty me echa una mano.

—La verdad es que son mías… Y piensa que os las dejé para que fuerais por la pista, y no más allá de las caravanas.

—Tienes razón…

Clod examina su cadena, que se ha colgado del cuello. A continuación coge su bicicleta. En la parte de atrás de la furgoneta quedan todavía varias cosas. Clod sonríe al verlas.

—Eh, ¿jugáis a béisbol? Me encanta… Yo me he inscrito para poder jugar a sóftbol en el campo que hay detrás del Aniene…

Ciro se dirige al otro chico.

—Giuliano, cubre con la lona los bates de béisbol…, así podrían estropearse…

Después el tipo le sonríe a Clod.

—No jugamos a menudo… Sólo cuando un amigo nos necesita…

Mira a Rusty. Se sonríen el uno al otro.

—Ahora volvemos a la «base», en cualquier caso, ya sabes dónde encontrarnos…

Y se marchan con la cómica furgoneta multicolor, que lleva pintada una pizza a medio comer y, debajo, el nombre de «Gennarie».

Volvemos lentamente a la barcaza. Rusty monta su bicicleta. Nosotras pedaleamos delante de él. En cuanto llegamos, colocamos las bicicletas en su sitio. Rusty las asegura todas con una larga cadena que fija a un palo clavado en el suelo.

—Bueno, menos mal que todo se ha resuelto.

—Pues sí… —le respondo con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones.

En parte, me siento culpable.

—Marchaos ya, venga, o llegaréis tarde… Saluda a mamá de mi parte, Caro.

—Sí, Rusty…

—¡Adiós! —también Alis se despide—. Hasta la vista.

A continuación sube a su coche, arranca y se aleja a toda velocidad. Yo subo al lado de Clod.

—Mira… —me dice muy contenta mientras me lo enseña—. Me lo ha regalado…

Clod tiene en la mano el iPod de Alis.

—Bien…, me alegro por ti.

Clod lo apoya en el salpicadero. Me mira con cierta perplejidad.

—¿Crees que no debería haberlo aceptado? Me ha dicho que, si yo no lo quería, lo tiraría…

—No, no es eso. Es sólo que nunca comprenderé del todo a Alis.

Clod me sonríe.

—Pero la amistad también es eso, ¿no? Alguien te cae bien, la quieres y punto… No creo que sea indispensable entenderla…

Coge el volante.

Sí, es verdad. Tal vez sea así. Hay ciertas cosas que se te escapan a veces y, en cambio, las personas más simples, como Clod, las entienden en seguida. La miro risueña. También ella me sonríe. Respiro profundamente y acto seguido exhalo un breve suspiro. Sea como sea, ha sido un bonito día, y el libro de Rusty me ha gustado muchísimo. ¿Cómo era el final? Ah, sí: «No vuelvas a marcharte».

He pasado por casa de la abuela. Me ha preparado una tarta.

—Gracias, es mi favorita.

Mi abuela me sonríe.

—Dale un trozo a tu hermana.

—Sí, pero yo lo cortaré, ¡de lo contrario, es capaz de comérsela entera!

—De acuerdo, como quieras…

Nos callamos, salimos a la terraza y paseamos por ella. La abuela ha puesto un montón de macetas con todo tipo de flores.

—Mira… —Se acerca a una planta que baja por la pared, una cascada verde y aromática—. Es una glicinia…

La coge con su mano delgada, huesuda, y se la lleva al rostro. Se sumerge en esa flor lila, cierra los ojos y la huele como si allí dentro se encontrase toda la primavera, un fragmento de su vida, el amor que se ha marchado…

—Huele, huele qué aroma…

Casi no llego, de manera que me abraza por detrás y me aupa. Es delicada y ligera. Me pierdo entre sus pequeños pétalos. Y leo en sus ojos, que, curiosos, escrutan los míos.

—Sí, es delicioso…

Deambulamos de nuevo por la terraza, ella mete una mano bajo mi codo, yo lo separo del cuerpo y, así, ella puede aferrarse bien. Seguimos caminando en silencio, ensimismadas en nuestros pensamientos, si bien yo puedo imaginarme los suyos y no la interrumpo. La observo por el rabillo del ojo y tengo la sensación de que está buscando algo entre sus recuerdos. Cuando por fin lo encuentra esboza una sonrisa y cierra los ojos. Tengo la impresión de que se le encoge el corazón al comprobar cómo esa imagen se está evaporando poco a poco. Entonces apoyo una mano sobre la suya, que sujeta mi brazo, la acaricio ligeramente, sin molestarla, atenta a ese dolor, que, tan educado, sin el menor aspaviento, camina a mi lado.

Algunos días más tarde, por la noche.

—¡Eh, te he mandado un mensaje!

Estoy estudiando en la cama y no he cogido el móvil hasta que me ha llamado.

—Ah, sí, Clod, ahora lo veo.

—Quería saber qué habías decidido. ¿Qué haces, Caro? ¿Vienes o no?

—No lo sé… No me apetece mucho.

—Pero si lo pasaremos guay… Aldo no puede. Paso a recogerte, venga, verás cómo la música será genial.

Lo cierto es que tengo que estudiar.

—Vamos, celebran el cierre de Piper, no puedes faltar…

—Bah, no lo sé. Hablamos luego.

Cuelgo. Permanezco con los pies apoyados en lo alto de la pared y las piernas medio dobladas. Las muevo a derecha e izquierda, juntas, balanceando los gemelos para desentumecer los músculos.

El móvil vuelve a sonar. Lo miro. Es Alis. Contesto.

—Acabo de hablar con Clod. Ni lo sueñes… O bajas dentro de veinte minutos, o subo y te pongo la casa patas arriba.

—Vale, vale.

Sonrío. Sé que bromea, aunque sería capaz de hacerlo.

—Hablo en serio, ¿eh?, dentro de veinte minutos me tienes debajo de tu casa… No me hagas esperar…

—¡A la orden!

La oigo reírse al otro lado de la línea. Cuelgo.

Después de una estratégica aunque rápida negociación, consigo que mi madre me deje salir. ¡Pero menudo esfuerzo! En cualquier caso, llevo toda la semana encerrada en casa. Empiezo a prepararme. Pasado un segundo vuelve a sonar el móvil. Es Clod.

—No entiendo una palabra, te lo digo yo y nada… Te lo pide ella y en seguida le dices que sí.

Sonrío.

—No es cierto… Al principio también le he dicho que no… Sólo que después me ha contado que estabas mal, ¡que Aldo y tú habéis estado a punto de romper! Que debíamos hacerte compañía…

—¡Pero eso es mentira! ¿Qué pretende?, ¿gafarme?

—Bueno, eso es lo que me ha dicho. Y, dada la situación, le he dicho que sí.

—Sí, sí, ¡no sé cuál de las dos es más falsa! ¡Sois unas cenizas! Cuando tengáis novio, ya me encargaré yo de aguaros la fiesta. Bueno, nos vemos enfrente. ¡¡¡No tardéis!!!

Cuelgo, me echo a reír y sigo preparándome.

Es genial estar sola en casa. Ale ha ido a ver a su nuevo novio, creo, o quizá vuelva a salir con el de antes. A saber, con ella no hay modo de aclararse. No sé cómo lo hace, debería saber si le gusta un chico u otro, ¿no? ¿Cómo es posible que dude tanto? En cuanto da por zanjada una relación, empieza a salir de inmediato con otro, luego los compara y echa de menos al anterior. Se acuerda de algo y tiene la impresión de que antes le iba mejor, así que regresa con él. Entonces, apenas vuelven a salir juntos, ocurre una nadería, qué sé yo, una de esas discusiones insignificantes: «Vamos a casa de tus amigos», «No, de los míos…», o «¿Cine?», «¡No, pizza!», y, zas, ¡automáticamente añora al nuevo! Mi hermana… Si sé todo esto es porque se pasa horas y horas hablando de ello por teléfono con Ila, su amiga del alma. ¡Conmigo se muestra indiferente, incluso parece que tiene las ideas muy claras! Me hace gracia.

Sigo maquillándome delante del espejo. Me pongo un poco de rímel, no mucho, ¿eh?… Acto seguido, un toque de azul con un lápiz ligero. En la radio suena
Mercy
, de Dulfy, así que bailo siguiendo el ritmo. Doy un paso, giro sobre mí misma y me encuentro de nuevo delante del espejo. Sonrío. He de reconocer que ahora me han entrado ganas de ir a la fiesta. Por suerte, he decidido hacerlo. Yo aún no lo sé, pero mi vida entera está a punto de cambiar.

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