La llama de la antorcha arrojaba un cálido reflejo sobre el rostro de Blancanieves. Eric alargó la mano y le retiró un mechón de pelo de la frente.
—Ahora serás reina en el cielo —se inclinó y posó sus labios sobre los de ella, solo un instante. Aquel gesto le calmó. Luego se volvió y tiró la botella al suelo. Sí, estaba bebiendo de nuevo, y no dudaba que aquello tampoco le habría gustado a Blancanieves.
Abandonó la estancia de piedra y sus pisadas resonaron contra las paredes. El cazador no miró atrás. Si lo hubiera hecho y hubiera contemplado a la muchacha, habría descubierto el tenue color que regresaba a sus mejillas y un leve movimiento en sus párpados. Los labios de Blancanieves se separaron ligeramente. Luego, tomó una suave bocanada de aire, apenas audible en la gigantesca tumba.
Eric llegó a la puerta justo después del amanecer. Sentía punzadas en la cabeza desde la noche anterior. Los viejos dolores habían regresado y la sangre le palpitaba en los puntos de las heridas.
—¡Abrid la puerta! —gritó a los soldados apostados encima. Tuvo cuidado de no mirarlos directamente, por temor a que le reconocieran—. ¡Abrid la puerta! —aulló de nuevo, pero esta no se movió. Alzó la vista. Los hombres estaban mirando a lo lejos, hacia el camino del castillo. Un joven venía tras él. Caminaba lentamente, agobiado por el peso del saco de arpillera que sujetaba entre las manos.
—¡Cazador! —el joven le llamó y Eric bajó la cabeza. Durante el cortejo fúnebre había actuado con cautela, manteniendo los ojos en el suelo y cubriéndose los lados de la cara con el pelo. Hacía menos de doce horas que estaba allí, ¿cómo se habían dado cuenta de quién era?
El joven corrió hacia él. Llevaba puesta una camisa blanca de hilo y unos pantalones limpios y tenía el pelo negro peinado hacia un lado. Eric se acordaba de ese hombre, era uno de los administradores del duque. Percy… ¿no se llamaba así?
—Sí, te he reconocido —dijo Percy e inclinó la cabeza, como si se disculpara.
Eric suspiró y levantó las manos.
—Mira, si quieres… —comenzó.
—No tenemos nada contra ti —dijo el joven—. Ya no. Nos devolviste a la princesa y por eso… —depositó el saco en las manos de Eric, que lo agarró e identificó de repente su contenido.
Las monedas de oro eran más pesadas de lo que había creído. Eric ya había imaginado en qué gastaría el dinero: en una casa en el campo, más allá del reino, y en un caballo que le llevara hasta allí. Mientras atravesaba el Bosque Oscuro, en las horas posteriores a conocer a Blancanieves,
había comprado
tres hachas nuevas, un abrigo forrado de piel y unas botas de cuero. Y había calculado las botellas que podría conseguir con solo una de aquellas monedas (doscientas treinta y tres).
Pero ahora que las tenía entre sus manos, ya no las quería. Había fallado a Blancanieves de la peor manera. ¿Quién podía pensar en monedas cuando ella estaba muerta? Devolvió el saco al joven.
—Quédate con el dinero —dijo, volviéndole la espalda.
Dio solo unos pasos antes de detenerse otra vez. Dentro de las murallas de la fortaleza oyó el estallido de un aplauso. Había gritos y ovaciones. Miró al joven en busca de una explicación, pero Percy se encogió de hombros. Eric no podía ver más allá de la fachada de piedra del castillo, pero decidió regresar, sintiendo que algo había cambiado. Aceleró el paso a medida que los vítores surgían a su alrededor, con mayor intensidad que antes.
Blancanieves se encontraba en lo alto de la escalera, contemplando el patio del castillo. Los hombres del duque habían montado tiendas de lona al aire libre para alojar a los refugiados del reino. Las familias se acurrucaban junto a las hogueras en busca de calor; otros esperaban el desayuno de pie en una hilera serpenteante. Muir y Quert estaban sentados uno al lado del otro. Hablaban en voz baja junto a una tienda maltrecha, con los hombros cubiertos por mantas.
Había necesitado varias horas para recuperarse. Se despertó de repente, con la voz del cazador resonando en la estancia de piedra, y vio las antorchas junto al féretro. Las paredes estaban cubiertas por una delgada capa de suciedad. Poco a poco, notó el olor del moho en el ambiente. Oyó las gotas de agua que caían del techo al suelo y su sonido le marcó el paso de los minutos. Después de una hora, recuperó la sensibilidad en las piernas.
Mientras volvía poco a poco en sí, consciente dentro de su cuerpo inmóvil, solo podía pensar en Ravenna. Había acercado los labios al oído de Blancanieves y le había dicho: «Tú eras la única que podía romper el hechizo y acabar con mi vida. Tú eras la única». Cuando Blancanieves respiró de nuevo y el calor regresó a sus manos, todo estuvo claro. Solo quedaba una cosa por hacer.
Empezó a descender por la escalera. Quert fue el primero en verla. Cuchicheó algo a la oreja de Muir y este llamó a los demás enanos. Salieron todos de la tienda y la contemplaron con los ojos abiertos de par en par.
—¡Es un milagro! —gritó Beith, y la señaló mientras ella bajaba los últimos escalones.
William y el duque Hammond la miraron sobrecogidos. Mujeres y niños abandonaron sus tiendas y se arremolinaron a los pies de la escalera. William se tapó la boca con la mano, incapaz de hablar.
—Alteza… —dijo el duque Hammond, cogiendo las manos de Blancanieves entre las suyas y escudriñando su rostro. Estaba mucho más viejo de lo que ella recordaba. El pelo se le había vuelto completamente blanco y tenía la espalda encorvada a causa de la edad—. Pensábamos que estabais…
William se acercó y posó la mano en el hombro de Blancanieves, como para confirmar que era real. Ella sacudió la cabeza. No podía explicar qué la había despertado de su sueño. En todas aquellas horas, no había escuchado ni sentido nada. Lo último que recordaba eran los pájaros negros volando en círculo sobre su cabeza y la brillante hoja de un hacha, dispersándolos por el cielo. Lo único que sabía era que estaba viva, y que tenía algo que hacer.
—No, mi señor —respondió ella con dulzura.
En el patio, todos observaban la escena. Algo más lejos, junto a las últimas tiendas, se encontraba el cazador, sacudiendo la cabeza con incredulidad. Avanzó hacia ella y se acercó hasta que Blancanieves pudo ver su rostro. Eric tenía los ojos inundados de lágrimas.
El duque Hammond señaló una silla de madera.
—Debéis descansar… —dijo.
—He descansado demasiado tiempo —replicó ella, y miró hacia la multitud. Una mujer lloraba con la cara entre las manos, mientras explicaba a su hijo que Blancanieves había regresado de la muerte. «Es un milagro», susurraba todo el mundo. Aquellas palabras quedaron suspendidas en el aire.
Blancanieves clavó la mirada en los ojos grises del duque. Tenía el rostro surcado de arrugas.
—Estoy dispuesta a cabalgar a vuestro lado, mi señor —dijo—, cuando os enfrentéis a la reina en el campo de batalla.
William bajó los ojos al suelo y el duque, con gesto preocupado, contempló sus manos en torno a las de ella.
—No habrá batalla, alteza. Lo mejor que podéis hacer por vuestro pueblo es permanecer a salvo tras estos muros.
Blancanieves miró a unos niños muy delgados que había detrás del duque. Ellos le devolvieron la misma mirada triste y desesperada que había visto en la aldea en ruinas.
—Cuando escapé, eso era lo único que pensaba hacer. Pero he aprendido que no hay paz mientras otros sufren.
El duque apretó sus manos.
—La reina no puede ser derrotada —sentenció en voz alta. Los soldados que le rodeaban asintieron con la cabeza—. Nadie puede matarla. No existe posibilidad de victoria.
Blancanieves se volvió hacia el grupo de generales reunidos tras el duque, recordó las palabras de Ravenna e informó:
—Yo puedo derrotarla. Soy la única que puede, ella misma me lo dijo.
Luego, soltó las manos del duque Hammond y avanzó hacia el patio para dirigirse a los cientos de refugiados quese habían reunido en torno a ellos. Los soldados la miraban aferrando los cascos entre las manos. Los enanos sujetaban sus gorros sobre el corazón.
—Me han dicho que yo represento al pueblo —empezó, sintiendo que las palabras fluían con facilidad. Notaba una gran paz y nunca había estado tan segura de nada—. Me han dicho que mi lugar no está en la batalla sino aquí, a salvo tras estos muros. Pero no permaneceré quieta —miró a Muir, que tenía el rostro dirigido hacia ella y los ojos brillantes—. Considero que la vida es sagrada, más incluso desde que he saboreado la libertad —continuó—, pero he perdido el miedo a la muerte. Si Ravenna acude en mi busca, cabalgaré a su encuentro. Y si no lo hace, cabalgaré también a su encuentro. Sola, si es preciso —se volvió hacia los generales que se encontraban junto a una enorme tienda—. Pero si os unís a mí, entregaré gustosa mi vida por vosotros. Porque esta tierra y este pueblo han perdido demasiado.
El corazón le latía con fuerza dentro del pecho. Permaneció erguida frente a ellos, con los hombros hacia atrás, a la espera de su apoyo. El duque Hammond la observó con atención, contemplando su vestido rosa pálido y el pelo que le caía por la espalda. Blancanieves aguardó, escuchando el sonido de los pájaros en la distancia, y se preguntó si debería partir esa misma noche a caballo, sola, y enfrentarse a Ravenna ella misma. Entonces, lentamente, el duque inclinó la cabeza para hacer una reverencia. William clavó una rodilla en tierra, imitando a su padre, y los caballeros y generales hicieron lo mismo.
Blancanieves encontró la mirada del cazador, que sonreía con ternura en los ojos. Él también inclinó la cabeza ante ella y los enanos le siguieron. Muy pronto todo el patio estaba de rodillas, mostrándole su respeto. Ella era su líder, igual que había sido su padre, y juró que acabaría con el reinado de Ravenna, o perdería la vida en el intento.
La joven permaneció en pie delante de todos, con los ojos llenos de lágrimas. Casi podía sentir la victoria —parecía tan cercana—. Imaginó el reino como había sido bajo el gobierno de su padre. Vio los verdes pastizales y las ferias de las aldeas, con los niños bailando en torno al mayo. Los campos volverían a producir abundantes cosechas y las granjas enviarían cada día carros repletos en todas direcciones. Nadie pasaría hambre y los niños crecerían seguros.
Solo restaba una cosa por decir ahora que todo el mundo se encontraba a la espera de la batalla. Todos habían mostrado el coraje que ella sabía que poseían.
—Entonces, está decidido —anunció, indicando al pueblo, a su pueblo, que se alzara—, partiremos esta noche.