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Authors: Lily Blake

Tags: #Fantástico

Blancanieves y la leyenda del cazador (13 page)

La muchacha se contempló las manos, todavía manchadas por la mugre del Bosque Oscuro. La suciedad seguía incrustada bajo sus uñas, a pesar de haberlas lavado en la pila de Anna. Cuando levantó los ojos, Eric la estaba mirando fijamente. Tenía algo en la palma de la mano.

—¿Qué es eso? —preguntó Blancanieves.

—Está hecho con el cartílago del corazón de un ciervo —ella se encogió de hombros, sin comprender lo que aquello significaba. Eric continuó—: El ciervo es el animal más asustadizo del bosque, pero tiene un hueso en el corazón y hay quien asegura que le infunde valor cuando lo necesita. Es un amuleto de protección —al pronunciar aquellas palabras, los ojos se le empañaron de lágrimas. Hablaba muy despacio, con pausas, como tratando de controlar las emociones. Instintivamente, Blancanieves supo que aquello había sido un regalo de Sara.

Él sacudió la cabeza y rio.

—Pero no funciona —añadió. Con una sonrisa devolvió el objeto a su bolsillo.

En ese momento, Anna entró con un plato de pescado en las manos. Colocó el recipiente metálico sobre la lumbre y dejó que hirviera a fuego lento. Un olor a trucha impregnó el ambiente. Blancanieves miró a la niña, Lily, que seguía cortando el resto del pescado. Tenía unos enormes ojos azules y las mejillas regordetas y, aunque su rostro estaba marcado con una cicatriz como las demás mujeres, Blancanieves no podía dejar de mirarla.

—Es hermosa —dijo finalmente.

Anna había soltado su larga cabellera pelirroja, que caía en apretadas ondas alrededor de su rostro. Se frotó la frente.

—Hoy en día esas palabras no resultan un halago, ya que el cumplido puede convertirse en maldición. La juventud no puede alterarse, pero la belleza…

Los ojos de Blancanieves se llenaron de lágrimas al pensar en aquellas madres desfigurando a sus hijas para evitar que se convirtieran en víctimas de la reina. Todo para que Ravenna no les hiciera lo mismo que a Rosa.

—Me entristece mucho —dijo con pesar.

Anna miró primero a Eric y luego a Blancanieves.

—Hemos renunciado a la belleza para criar a nuestros hijos en paz. Y tú, princesa, también deberás enfrentarte a tu propio sacrificio.

Blancanieves miró a Eric con expresión acusadora. Él sacudió la cabeza.

—A mí no me mires —respondió, levantando las manos—. Yo no he dicho nada.

Anna ladeó la cabeza.

—Sé quién eres. Llegaron noticias de que habías escapado. Dos líderes rebeldes de Carmathan fueron capturados por la reina el mismo día que tú huiste del castillo. Uno sobrevivió y regresó junto al duque —alargó el brazo y tomó la mano de Blancanieves entre las suyas—. Prepárate, querida, ya que no tardará en llegar el momento en que debas afrontar ese sacrificio y gobernar el reino.

—¿Cómo sabes eso? —exclamó Blancanieves suspicaz, retirando la mano de entre las de Anna. Hacía solo unas horas que se conocían y, aunque les hubiera ayudado mucho, seguía siendo una extraña. ¿Cómo podía hablarle de aquel modo?

Anna miró a Blancanieves.

—Puedo sentirlo —respondió. Luego se levantó y regresó junto a Lily para ayudarla a terminar con el pescado.

Blancanieves notó que le ardían las mejillas. Anna no sabía lo que decía. ¿Qué importaba lo que ella sintiera? Blancanieves no era un soldado. Acudiría al castillo del duque Hammond y permanecería allí hasta que la guerra hubiera terminado. Las mujeres nunca habían formado parte del ejército. No estaba permitido.

Se recostó en la plataforma de madera y se envolvió con la manta de lana. Trató de dormir, pero sentía la mirada de Eric.

—¿Qué? —preguntó por fin, cuando no pudo resistirlo más.

Él sonrió y respondió con dulzura:

—Nada, princesa —retiró el pescado del fuego y separó la carne de las espinas.

Pensó en lo que Anna había dicho. En cierto modo, no le sorprendía. La manera en que Blancanieves le había salvado en el Bosque Oscuro significaba algo. Mostraba un valor del que otros carecían. Que Anna pudiera sentirlo, como ella había asegurado, era una historia del todo distinta.

Eric advirtió que Blancanieves finalmente se dejaba arrastrar por el sueño. Anna y su hija se retiraron al interior de la cabaña, tras desearle buenas noches. Él permaneció allí largo rato, hasta que todas las hogueras se fueron extinguiendo a su alrededor. No tardó en quedarse solo en la oscuridad.

Ravenna acudiría pronto en su busca. Había escapado con su prisionera, traicionado a sus hombres y herido a su hermano. No pasaría mucho tiempo antes de que encontrara su rastro hasta la arboleda, más allá del Bosque Oscuro. Ahora que la muerte le rondaba, él se resistía, sin querer que sucediera de aquel modo —según las condiciones de la reina—. No después de que le hubiera mentido.

Aunque tal vez Anna hubiera imaginado lo del «sacrificio», era la excusa que necesitaba. Blancanieves estaría bien sola. Le había salvado en dos ocasiones en el Bosque Oscuro. Además, tenía el cuchillo y era lo bastante inteligente para llegar hasta la fortaleza del duque por sus propios medios. Los hombres de la reina tardarían al menos otro día en rodear el Bosque Oscuro, como poco.

Recogió sus cosas en la oscuridad y se colgó las hachas del cinturón. Tomó algunas vendas para la herida y otra trucha para el día siguiente. Luego miró el rostro de Blancanieves por última vez. Sus labios se movían en sueños.

—Maldita sea —refunfuñó, molesto de que no le resultara tan sencillo como había esperado. No era alguien que fomentara las relaciones y las amistades, por todas las complicaciones que suponía acostumbrarse a compartir la vida con alguien. Siempre resultaba más sencillo ir por su cuenta.

Se dirigió hacia la escalera situada en el lado contrario de la cabaña, pero se detuvo al sentir el peso del amuleto en el bolsillo del pantalón. Lo cogió, recordando el día en que Sara se lo había regalado. Fue después de que comenzaran los enfrentamientos. Llegaban noticias de hombres asesinados en el bosque y ladrones que saqueaban los carromatos de provisiones e incendiaban los caminos. «Por si acaso», había dicho ella, apretándolo contra la palma de Eric. Sara siempre había creído en aquel tipo de supersticiones.

Lo miró por última vez, convencido de que Sara hubiera querido que la muchacha lo tuviera. Le habría encantado su espíritu, el modo en que siempre parecía estar pensando en algo que no compartiría con nadie. Y Sara le habría mostrado su gratitud por lo que había hecho aquel día, el coraje con el que había actuado en el linde del Bosque Oscuro. Aunque detestara admitirlo, él también estaba agradecido.

Colocó el amuleto en la palma abierta de Blancanieves, deseando que lo que Sara le había dicho fuera cierto. Tal vez sí funcionara. Quizá no fuera una absoluta tontería. De hecho, él seguía vivo. Había sobrevivido a la pérdida de su esposa, a pesar del absoluto desprecio mostrado por su propia vida, y había logrado atravesar el Bosque Oscuro. Algo le había estado protegiendo todos esos años.

—Por si acaso —murmuró. Luego descendió la escalera, sin atreverse a mirar atrás.

Un grito rompió el silencio. Blancanieves se despertó y sus ojos se adaptaron poco a poco a la oscuridad. Tardó un momento en recordar dónde se encontraba. El fuego se había apagado. En la palma de la mano tenía un amuleto de hueso —el mismo que Eric le había mostrado horas antes—. Miró en torno a la plataforma de madera y escudriñó el interior de la cabaña, donde Anna y Lily dormían. El cazador se había marchado.

Buscó a su alrededor y recorrió la aldea con la mirada. El aire estaba lleno de humo. La casa sobre pilotes que había enfrente brillaba con un extraño resplandor. Dos mujeres se asomaron por una pequeña ventana lateral y una de ellas se cubrió la boca, horrorizada. Blancanieves rodeó la plataforma y por fin vio lo mismo que ellas. El cielo estaba cubierto de flechas en llamas. Los arqueros se encontraban en la ladera de la colina, por encima de la aldea, recortados contra el grisáceo cielo estrellado.

En unos segundos, cayó la primera flecha. El proyectil ardiente se clavó en un techo de paja, a dos casas de la de Anna. La techumbre se incendió, y las llamas se extendieron y calcinaron la pequeña construcción en unos minutos. La anciana que había vendado la herida de Eric salió corriendo de la cabaña, con la espalda de su fino vestido de hilo en llamas. Alargaba la mano por encima del hombro, tratando de apagar el fuego, pero era imposible. Al correr, las llamas se avivaron y se extendieron por su pelo. La mujer lanzó un alarido y saltó de la plataforma de madera para apagar el fuego en el agua del pantano.

El ejército de Finn se estaba acercando. Blancanieves podía ver sus rostros iluminados por las llamas a medida que se aproximaban a la orilla del pantano. Algunos surcaban a caballo las aguas poco profundas, disparando sin parar hacia las casas. Otros subían a los botes de la orilla para adentrarse en las aguas tranquilas. Bajo la plataforma, un hombre con un cuchillo se encaramó a la escalera de madera y comenzó a subir hacia la cabaña. Una mujer con una larga trenza negra le lanzó algunos troncos desde lo alto, en un intento de detener su avance.

Entonces Blancanieves le vio. Finn apareció a lomos de su caballo, entre los árboles. Alzó el arco y disparó una flecha hacia una casa cercana.

—¡Encontradla! —bramó.

Blancanieves corrió a la parte trasera de la cabaña con cuidado de no dejarse ver.

—¡Están aquí! —gritó conforme entraba en la estancia con techo de paja. Corrió hacia Anna y la sacudió para despertarla—. ¡Los hombres de la reina están aquí!

Anna se frotó los ojos y miró a Blancanieves, incrédula. Al tiempo que se incorporaba, una flecha atravesó el techo y se clavó en el delgado colchón de Lily, junto a su cabeza. La manta de lana se prendió. Blancanieves se apresuró hacia la niña dormida, la sacó de la cama y la cargó sobre su hombro. Estaba a punto de echar a correr cuando Anna lanzó un grito.

Blancanieves se volvió. Tras ella, sobre la plataforma de madera, estaba uno de los soldados de Finn. Al encontrarse con los ojos de Blancanieves, el hombre sonrió dejando a la vista un hueco en la dentadura. Era tan alto y corpulento que ocupaba todo el vano de la puerta, impidiendo el paso. De repente, se abalanzó sobre ella.

Sin pensarlo, Blancanieves arrancó la flecha que sobresalía del colchón y clavó la punta llameante en el muslo del hombre, apretando hasta tocar el hueso. Él lanzó un alarido espantoso, perdió el equilibrio y el fuego se extendió por sus pantorrillas y su cintura, hasta que la mitad inferior de su cuerpo estuvo completamente en llamas. Se retorcía de dolor.

La joven le contemplaba horrorizada. No podía retirar la mirada de aquel rostro desencajado. Aparecieron lágrimas en los ojos del hombre y la cabaña se llenó de un repugnante hedor a carne quemada. Blancanieves se inclinó hacia delante con el humo agarrado a los pulmones y, durante un instante, temió vomitar.

Anna la cogió del brazo.

—¡Vamos! —gritó, señalando con la cabeza hacia la puerta. Blancanieves salió y se volvió una última vez para mirar al soldado. Se había acurrucado de lado, jadeaba y con las manos trataba de apagar las llamas, cada vez más grandes.

Descendieron por la escalera, bajando los peldaños casi de dos en dos. Blancanieves hundió los pies en el pantano, con Lily al hombro. La niña empezó a llorar cuando se adentraron en el agua embarrada, que llegaba hasta el pecho de la chica. El caos reinaba a su alrededor. Muchas de las casas sobre pilotes estaban ardiendo y todo aparecía cubierto de humo y cenizas. Por el aire caían restos en llamas, que se apagaban con un siseo al entrar en contacto con el agua.

Anna señaló la orilla, situada a unos quince metros de distancia. Algunas de las mujeres ya la habían alcanzado y se apresuraban hacia los árboles. Blancanieves la siguió a través del barro, moviéndose tan deprisa como podía. Tras ellas, oyeron gritos y quejidos de otras mujeres. Una niña más pequeña que Lily agarró la mano de su madre para saltar desde la plataforma de madera. Blancanieves mantuvo los ojos en la orilla, sin querer mirar atrás.

—¿Dónde está? —gritó uno de los hombres.

Cuando por fin alcanzaron la orilla, tenían la ropa totalmente empapada. Blancanieves empezó a avanzar, siguiendo a las demás mujeres, cuando un caballo se cruzó en su camino. El mercenario descabalgó de un salto. Era más robusto que los demás y su prominente barbilla desbordaba el cuello de su camisa. Desenvainó la espada y se dirigió hacia ella.

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