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Authors: Lily Blake

Tags: #Fantástico

Blancanieves y la leyenda del cazador (9 page)

Entonces, impulsó el puño y le golpeó en la boca tan fuerte como pudo. El cazador se tambaleó. Blancanieves huyó y él se llevó los dedos al labio ensangrentado.

—Corre —ladró el hombre antes de que ella hubiera descendido unos pasos por la orilla embarrada—. No lograrás recorrer ni cien metros, pero la advertencia está hecha, así que tengo la conciencia tranquila —acabó, encogiéndose de hombros.

La actitud de aquel cazador le resultaba enormemente irritante. Aun así, se detuvo y observó de cerca el arroyo. Estaba lleno de anguilas y sus oscuros cuerpos se retorcían bajo la superficie. Había tantas que el agua parecía negra. Tragó saliva y sintió que tal vez —solo tal vez— él tuviera razón.

Miró fijamente el agua, asustada de seguir adelante. Ambos permanecieron quietos un segundo.

—¿Por qué quiere matarte la reina? —preguntó el cazador.

Blancanieves se volvió, fijándose por primera vez en sus ojos grises. Tenía los brazos recios y musculosos, el pecho fuerte y una melena pajiza que le rozaba los hombros. Le miró el costado, y se dio cuenta de que le habían herido en la escaramuza. La sangre manchaba su camisa y se extendía por debajo del chaleco de cuero.

—Estás herido —murmuró, al ver que el cazador se presionaba el lado con la mano. Él asintió, a la espera de su respuesta. Blancanieves bajó los ojos hacia el suelo—. La reina captura a todas las mujeres jóvenes del reino. Les roba la juventud y la belleza… He visto lo que les ocurre.

—Pero tú escapaste —replicó él—. ¿Cuánto tiempo estuviste allí?

Blancanieves escudriñó el Bosque Oscuro para asegurarse de que no había figuras merodeando entre la bruma.

—Pasé diez años en la torre norte —respondió después.

—¿
Quién eres
? —susurró el cazador con desconcierto, mientras recorría de nuevo con la mirada las ropas rasgadas y el pelo enmarañado de la muchacha.

Blancanieves se secó el sudor de la frente, consciente de cuál debía de ser su aspecto. Su corpiño de terciopelo estaba descolorido y gastado en algunos lugares y el vestido, manchado y roto.

—¿Quién eres? —volvió a preguntar Eric, esta vez en voz más alta.

Blancanieves miró a su alrededor. Estaban en medio del Bosque Oscuro. Desconocía cuál era el sendero que conducía de vuelta a la aldea, o si sería capaz de encontrarlo, y por encima de ellos los árboles se movían y sus ramas se doblaban de forma extraña, como si quisieran alcanzarla. Ese hombre —ese
cazador
— era su única oportunidad.

—Soy la hija del rey Magnus —dijo finalmente.

El cazador sacudió la cabeza. No parecía convencido.

—La hija del rey está muerta. La asesinaron la misma noche que a su padre.

Blancanieves clavó su mirada en él, con actitud insolente, desafiándole a cuestionarla de nuevo. El cazador apoyó los dedos sobre su barbilla y caminó en torno a ella.

—No te creo —masculló al rato. Observó más de cerca el pelo negro azabache de la muchacha y su piel blanquecina que no había visto el sol desde que era una niña. Ella se irguió, mostrándole los grandes ojos castaños que había heredado de su padre y el suave tono rosado de sus labios.

El cazador se detuvo frente a Blancanieves, con la cabeza gacha. Con mucha suavidad tomó su mano y la levantó, luego le giró el brazo para ver los arañazos y heridas que laceraban su piel. La joven contuvo la respiración, sin saber cómo reaccionar. Él debió de hacer lo mismo, porque de repente soltó el aire.

Entonces agarró con firmeza el brazo de Blancanieves y se puso en marcha, arrastrándola mientras avanzaba con dificultad dispuesto a bordear al arroyo embarrado.

—¿Dónde vamos? —gritó ella, consternada por su súbita brusquedad.

—Este lugar ya no es seguro —respondió él—. Especialmente para la hija del rey. No van a permitir que te escapes así como así, y puede que sean lo bastante estúpidos como para adentrarse más en el bosque con la intención de dar con nosotros.

No podía discutir aquello. Sin embargo, liberó su brazo de la mano del cazador y continuó avanzando sin su ayuda.

Caminaron durante lo que le parecieron años. Blancanieves oía las firmes pisadas del cazador mientras la luz del bosque se iba atenuando. La oscuridad entre los árboles parecía todavía más amenazadora y las sombras se movían entre los arbustos, junto a ellos. Ella trataba de ignorarlas y saltaba con rapidez para superar rocas y árboles caídos, pero podía oír la respiración de los animales salvajes.

Mientras avanzaban, el cazador habló poco. Le dijo su nombre y le explicó que la reina le había requerido para liderar aquel pequeño grupo que iba a internarse en el Bosque Oscuro, pues ya antes se había adentrado allí, mientras rastreaba animales.

Cuando Blancanieves le preguntó por su recompensa, él respondió simplemente que la reina le había engañado. No mencionó a su esposa, ni lo que Ravenna le había prometido. Le hubiera gustado saber más cosas, pero, al referirse a aquel asunto, los ojos del cazador se habían empañado. A continuación, el hombre se alejó unos pasos para no escuchar la voz de Blancanieves.

Siguieron el arroyo durante otra hora y luego comenzaron a subir por la pendiente, hasta que el bosque se abrió en un pequeño claro. El terreno estaba casi libre de enredaderas y plantas, por lo que parecía uno de los lugares más seguros para descansar. Blancanieves se sentó sobre un tronco podrido y Eric se agachó junto a ella. Se desabrochó el cinturón y se quitó el chaleco y la camisa, dejando a la vista la herida del costado. Blancanieves se estremeció al verla.

Eric se movió lentamente, tratando de alcanzar la botella de grog.

—Espera —dijo ella—. Deja que te ayude —destapó la pesada cantimplora y se la tendió al cazador.

—¿Puedes verterlo aquí? —preguntó él, señalando con la cabeza el corte de cinco centímetros por el que había entrado la espada—. No creo que haya tocado ningún órgano vital. De ser así, no hubiera llegado tan lejos.

Blancanieves roció la herida y se encogió al ver cómo el hombre se retorcía de dolor. Luego, rasgó el borde de su vestido de hilo hasta conseguir un trozo cuadrado de tela —el más limpio que pudo encontrar— y lo presionó contra el costado del cazador. Eric permaneció en silencio largo rato y Blancanieves murmuró finalmente:

—De nada.

—Pasaremos aquí la noche —fue toda su respuesta.

Blancanieves limpió un espacio en el suelo y se sentó. Miró al cazador. Seguía apretando el harapo contra la herida y escudriñaba los árboles por encima del hombro.

—Todavía no me has contestado —dijo.

—No recuerdo ninguna pregunta —respondió Eric, al tiempo que se apartaba el pelo sudoroso de la frente.

Blancanieves se acurrucó, tratando de protegerse del frío.

—¿Dónde vamos? —repitió.

Eric se inclinó. Las raíces de los árboles que los rodeaban brillaban con una inquietante luz fosforescente que resultaba suficiente para ver. Cogió una rama del suelo y dibujó un cuadrado, varios triángulos y un gran círculo. Señaló el cuadrado.

—Aquí está el castillo de la reina —explicó. Luego apuntó con la rama hacia los triángulos y el círculo—. Estas son las montañas y el Bosque Oscuro. Y aquí, al otro lado, hay una aldea.

Blancanieves sacudió la cabeza. Tomó la rama de la mano de Eric y escribió sobre la tierra: Duque Hammond, subrayando dos veces aquel nombre.

—Necesito llegar hasta el castillo del duque —afirmó.

Eric le arrebató la rama y profirió:

—Tú irás donde yo te lleve.

Blancanieves examinó la vestimenta del cazador, y advirtió que llevaba unas botas gastadas y unos pantalones agujereados. Si no hacía aquello por pura bondad, seguramente existirían otras razones que le movieran a ello.

—Hay una recompensa esperándote —le ofreció—. Allí hay nobles, y un ejército que lucha.

Eric se puso de nuevo la camisa, aparentemente ajeno a la mancha de sangre seca que cubría el lateral.

—¿El duque lucha? —preguntó riendo—. Sería mejor decir que se oculta tras las murallas. Conozco ovejas más combativas que él.

—Te darán doscientas monedas de oro —continuó Blancanieves sin inmutarse—. ¿Tenemos un trato?

El cazador tomó un largo trago de la botella. Se secó los labios con el dorso de la mano y sonrió.

—Bien. Os llevaré a un lugar seguro, mi señora.

Blancanieves se acercó a él, buscando sus ojos. Podía notar el hedor a licor en su aliento.

—Júralo —le exigió.

—Lo juro —dijo Eric—. Lo hago constantemente. Es una de mis mejores cualidades —sonrió y apareció un hoyuelo en su mejilla.

Blancanieves le observó, ignorando aquel intento de resultar encantador. ¿Lo iba a hacer o no?, no había tiempo para juegos. Finalmente, Eric asintió con la cabeza, esta vez sin sonreír, como para demostrar su sinceridad.

—Entonces, tenemos un trato —dijo ella.

Luego se acercó al borde del claro y tomó una brazada de hojas secas. Las repartió sobre la tierra y cogió otra para tratar de crear algo parecido a un espacio cómodo. Después, se tumbó sobre el improvisado colchón y colocó más hojas sobre su cuerpo. Miró a lo alto, hacia el bosque, y vio unos pájaros gigantescos surcando el cielo. A lo lejos, se oyó un leve gruñido.

Estiró su vestido raído para tratar de mantener el calor. Al día siguiente iniciarían de nuevo la marcha, de camino al castillo del duque Hammond. Con un poco de suerte, alcanzaría la fortaleza en una semana.

Se volvió hacia Eric, que se había tumbado junto al tronco podrido y apretaba con la mano el trapo teñido de sangre.

—Crees que… —preguntó Blancanieves, asustada de nuevo ante la llegada de la noche—, ¿nos estarán siguiendo?

Eric la miró con los ojos iluminados por las brillantes raíces del árbol.

—No lo sé. Serían unos locos si lo hicieran; son pocos los que sobreviven —se rascó la cabeza y tomó otro trago de licor.

—¿Eso son buenas o malas noticias? —replicó Blancanieves con una sonrisa incómoda. Eric no respondió. Solo agitó la botella, tratando de calcular cuánto grog quedaba en su interior. Ella se incorporó y observó el rostro del cazador, preguntándose qué clase de guía acababa de contratar—. ¿Hasta dónde te habías internado en el Bosque Oscuro? —preguntó.

—Lo dejamos atrás hace kilómetros —farfulló Eric.

Blancanieves colocó más hojas a su alrededor y escudriñó el bosque, pero el cazador no pareció darse cuenta.

Seguía bebiendo de aquella estúpida botella. Tomó un trago detrás de otro, sin parar, hasta que sus movimientos se tornaron más lentos. Se le cerraron los ojos y, en unos minutos, estaba roncando plácidamente, dejando a Blancanieves sola por completo.

Los tenebrosos sonidos del bosque la rodearon.

Cada rama que se quebraba y cada pájaro que chillaba le provocaban escalofríos por todo el cuerpo.

Cerró los ojos, tratando de alejarse del mundo, pero notó insectos que le subían por las piernas. Algo le zumbó en la oreja. Pasó mucho tiempo antes de que se quedara dormida.

El cazador se abría camino entre la espesa maleza cortando con sus dos hachas las enredaderas y ramas caídas que bloqueaban el camino. Blancanieves le seguía a unos pasos, escuchando las extrañas voces que le susurraban a través de los árboles.

—¿Qué es eso? —preguntó. No distinguía las palabras, pero la llamaban de manera incesante.

—No les prestes atención —dijo Eric, y golpeó unos arbustos espinosos con el hacha—. El Bosque Oscuro consigue su fuerza de tu debilidad.

El hombre continuó adelante. Blancanieves fue tras él, mas el sendero se iba cerrando a espaldas de Eric. Un arbusto espinoso aferró su vestido. Ella agarró la tela y tiró, pero la rama no la dejaba escapar. Parecía como si las púas se entrelazaran con el grueso tejido y la sujetaran cada vez con más fuerza. Cuando alzó la vista, apenas podía ver a Eric delante de ella. Las enredaderas serpentearon desde los árboles, la hierba creció en torno a sus pies y las ramas se inclinaron hasta acercarse a unos centímetros de su rostro.

—¡Cazador! —gritó Blancanieves. Apartó las ramas, tratando de avanzar, pero era imposible. El bosque la estaba engullendo. Cuanto más forcejeaba, más enredaderas crecían en gruesas espirales a su alrededor. Las hojas se extendían en todas direcciones, bloqueándole la visión, y cada vez le resultaba más difícil respirar. Intentó levantar un pie, pero una rama había crecido por encima de sus dedos. Tiró con fuerza hasta que la quebró—. ¡Cazador!

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