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Authors: Lily Blake

Tags: #Fantástico

Blancanieves y la leyenda del cazador (10 page)

Entonces, por fin, escuchó pisadas delante de ella, en algún lugar al otro lado de aquel enmarañado muro verde. Vio pasar un hacha a unos centímetros de su brazo derecho, cortando las enredaderas que trataban de atraparla. Ahora Eric golpeaba la vegetación que había a la izquierda y por encima de ella, formando grandes montones de hojas y ramas rotas alrededor de sus pies. Blancanieves dio un paso adelante, pero su vestido seguía atrapado en aquella densa rama espinosa que no la dejaba marchar.

El cazador desenfundó un pequeño cuchillo que llevaba en el cinturón, agarró la tela y fue cortándola hasta que Blancanieves estuvo libre. Ella examinó el vestido, que ahora dejaba al descubierto la parte delantera de sus piernas y gran parte del muslo izquierdo. Había quedado tan corto que se preguntó si el cazador podría ver su ropa interior. Le miró y notó calor en el rostro.

Eric entrecerró los ojos.

—No os hagáis ilusiones, princesa —rezongó. Luego se volvió y empezó a correr, como si tratara de castigarla. Ella permaneció quieta un segundo y él consiguió la ventaja que necesitaba. Blancanieves tuvo que apresurarse para alcanzarle.

Corría con el cuerpo rígido y los puños apretados con fuerza. Le odiaba profundamente. Detestaba la sonrisa petulante que aparecía en su rostro cuando se burlaba de ella, o cómo parecía saber en todo momento hacia dónde dirigirse, incluso cuando el bosque ofrecía el mismo aspecto en todas direcciones. Pero sobre todo odiaba necesitarle. Para guiarla, para liberarla de aquellas terribles plantas devoradoras de hombres y para salvarla del bastardo de Finn.

—Dime, cazador —dijo una vez que logró darle alcance, jadeando y escupiendo las palabras a su espalda—, ¿bebes para ahogar tus penas, o tu conciencia?

Eric se volvió bruscamente. Tenía las mejillas enrojecidas por la gran cantidad de grog que había bebido la noche anterior.

—¿Y a ti qué te importa por qué bebo? —exclamó a solo unos centímetros de la cara de Blancanieves.

Ella no se amedrentó.

—Creo que te he contratado para que me conduzcas hasta cierto sitio —sonrió, sabiendo que tenía razón.

El cazador evitó la confrontación. Se volvió y cortó la densa vegetación con las dos hachas, golpeando las ramas con más fuerza de la necesaria. Algunas ramillas salieron volando hacia la cara de Blancanieves.

—Y yo creo que los reyes, las reinas, los duques y las princesas no deberían meter las narices en la vida del pueblo llano —dijo.

—Pero tú trabajabas para la reina… —Blancanieves se calló al recordar el rostro del cazador en el claro. Se había quedado muy callado cuando Finn mencionó a su esposa—. ¿Te pagó bien? —trataba de regresar a aquella conversación. ¿Cuál había sido el trato? ¿Qué le había pedido el cazador? La reina le había prometido algo, aun sabiendo que no podría cumplirlo.

Eric se detuvo, descansaba la mano sobre un tronco.

—No lo suficiente —mintió. Luego retomó su camino, descargando las hachas una vez más—. Los miembros de la realeza actúan así, ¿sabes? Pagan a los demás una miseria para que luchen por ellos.

Blancanieves sacudió la cabeza. Sabía que estaba intentando cambiar de tema, pero ya no le importaba. ¿Quién era él para hablar mal de su familia?

—Mi padre libró sus propias batallas, gracias —exclamó con brusquedad.

El bosque se abrió y el cazador bajó las hachas. Al adentrarse en el claro, aceleró el paso, tratando de dejarla atrás.

—Tu padre —soltó una carcajada petulante—. Él fue quien le abrió la puerta al diablo. Por su culpa el reino ha quedado sumido en la oscuridad.

Blancanieves saltó sobre un tocón podrido y, con la cara enrojecida por la rabia, lanzó una mirada fulminante a la espalda de Eric.

—Ten cuidado con lo que dices, cazador.

El se volvió y se topó con sus ojos.

—Y tú ten cuidado con dónde pisas —dijo, señalando a sus pies. Blancanieves se dio cuenta de que el terreno era más arenoso que en otros lugares y que se le estaban hundiendo los pies en la tierra. Primero desaparecieron los dedos y luego los tobillos, hasta que la arena le llegó casi hasta las espinillas.

Eric permaneció quieto, aparentemente muy satisfecho de sí mismo.

—¿Cuánto tarda una princesa en pedir ayuda? —preguntó riendo. Cruzó los brazos sobre el pecho y empezó a dar golpecitos en el suelo con el pie derecho, contando los segundos.

—¿Y cuánto tarda un bruto en ofrecerla? —espetó Blancanieves. Trató de liberar sus piernas, pero era demasiado tarde. Se había hundido hasta las rodillas y, a cada centímetro que descendía, la arena se volvía más fría.

Eric apoyó un pie sobre el sólido tocón que había junto a ella y le ofreció la mano. Su expresión era ligeramente más amable que antes. La levantó, agarrándola por debajo de los brazos para sujetarla mejor, y la sacó de allí. Cuando la dejó en terreno firme, estaba cubierta de arena.

Blancanieves sacudió la tierra de su ropa sobre la hierba. Le hubiera dado las gracias, pero sus insultos seguían aún frescos en su memoria. Él no había conocido a su padre y seguramente no sabía de lo que Ravenna era capaz. Esa mujer —esa
bruja
— se había sentado junto a ellos en cada comida, agarrando la mano de su padre. Le había contado cómo su madre había enfermado, igual que la de Blancanieves. Cuando Blancanieves y William estaban aburridos, les había leído cuentos y había organizado fiestas para los nobles. El rey había cometido un error. Ella le había engañado. En cierto modo, los había embaucado a todos.

Cuando se volvió de nuevo hacia el cazador, estaba arrodillado sobre la hierba. Eric le alargó unos trozos de cuero. Luego arrancó un cordón de cada una de sus muñequeras y se los lanzó al regazo.

—Te morirás de frío antes de que lleguemos a ninguna parte. Utiliza esto para fabricarte unas perneras y unas botas —Blancanieves levantó los pedazos de cuero, en actitud interrogativa—. Es el relleno de mi chaleco —explicó él.

Entonces, Eric cogió del suelo una pequeña bolita cubierta de barro y la giró entre los dedos, pensativo.

—¿Qué es eso? —preguntó Blancanieves, con la esperanza de que no se tratara de lo que ella estaba pensando.

—Un rastro de ciervo —respondió él. A continuación, le lanzó una mirada que parecía significar:
por favor, no me pidas que sea más concreto
. Ella contempló cómo lo amasaba entre los dedos y luego se lo acercaba a la nariz, y aspiraba su aroma. Sintió asco y se volvió. Debían de ser excrementos.

El cazador se levantó y pasó junto a ella. Se movía con rapidez hacia una zona con árboles. El aire parecía diferente en aquel lugar y la niebla era tan densa que apenas podía ver dos metros por delante de ellos.

—Quédate aquí —dijo Eric y abandonó a Blancanieves mientras esta se fabricaba unas rudimentarias botas.

Su estómago llevaba quejándose toda la mañana. Aplastó el excremento entre los dedos. Los ciervos no solían adentrarse en el Bosque Oscuro, a menos que escaparan hacia los árboles ahuyentados por un predador. Supuso que aquella era su mañana de suerte. La muchacha no había dicho si tenía hambre, aunque no daba la sensación de que la hubieran alimentado bien en la torre.

Mantuvo los ojos fijos en el suelo y siguió el rastro del animal, como había hecho cientos de veces. Se movía con agilidad y sigilo y sujetaba en la mano una de las hachas que portaba a la cintura, dispuesto a lanzarla si aparecía el ciervo. Vio un excremento, luego otro, y fue internándose en la espesa nube blanca.

Más allá de la niebla, el aire era puro. Delante de él, encontró un afloramiento de grandes rocas, una de las cuales daba paso a una enorme cueva. El viento cambió y él oyó una voz familiar.

—¡Eric! —le llamó desde el interior de la cueva.

Aquella voz. Al escucharla después de tanto tiempo, se le puso la carne de gallina. Dejó caer el hacha al suelo y, de repente, Sara surgió de la oscuridad. Llevaba puesto su vestido favorito y el color púrpura de la tela le pareció más intenso que cuando ella estaba viva. Su oscura melena castaña le enmarcaba el rostro y caía en ondas sobre su espalda. Los labios carnosos que había besado miles de veces estaban allí, frente a él, esperando que los besara de nuevo.

—¿Estás…? —preguntó al tiempo que contemplaba el cuerpo de su esposa. La cuchillada había desaparecido y no tenía ningún corte en el cuello. Se limpió los ojos. Parecía más real que cualquier sueño—. ¿Estoy…?

—Tócame y compruébalo por ti mismo —dijo Sara, tendiéndole la mano y animándole a que se acercara a ella.

Eric miró a su alrededor, escudriñó entre los árboles.
No lo hagas
…, pensó, recordándose a sí mismo dónde se encontraba. Era todo una ilusión, una visión conjurada por el Bosque Oscuro por alguna razón desconocida. Pero al volver la mirada hacia Sara y ver de nuevo su dulce rostro, no pudo resistirse. Dio un paso hacia ella, aproximándose a la cueva negra.

Ella alargó sus brazos hacia él.

—¿Dónde estabas, Eric? Ven junto a mí. Protégeme ahora…

Eric sintió que algo se desgarraba en su interior y los ojos se le llenaron de lágrimas. Recordó aquel día con total claridad y el cuerpo de Sara cuando llegó a la casa. Tenía los ojos abiertos y cubiertos por una delgada película gris. Sus labios estaban ligeramente separados y las manos, frías al tacto. Todo lo que ella era —toda la alegría que atesoraba en su interior— había desaparecido.

—Lo siento mucho —murmuró con voz temblorosa, mientras avanzaba hacia ella—. Por favor, perdóname. Dame paz… —estaba a solo unos metros de Sara. Quería deslizar los dedos sobre su piel tersa, escuchar su risa dulce y alegre, sentir cómo se acurrucaba a su lado en la cama, calentándose los pies fríos contra sus pantorrillas. Quería aspirar el aroma de su pelo, el zumo de limón con el que lo rociaba en verano o el intenso aceite de gardenia que se ponía detrás de las orejas.

Alargó la mano y, cuando sus dedos estaban a punto de rozar los de ella, algo golpeó su cabeza. Cayó de rodillas y, al tocar el lugar del golpe, se estremeció de dolor.

—¡Ella no es real! ¿
Me oyes
? —alguien le estaba gritando tan fuerte que le dolían los oídos.

Alzó la vista y vio a la muchacha —Blancanieves— agarrando con fuerza un palo enorme. Le gritaba con el rostro lleno de pánico y señalaba hacia la cueva. Eric se volvió, pero Sara ya no estaba donde antes la había visto. En la oscuridad, distinguió una manada de monstruosos lobos negros con sus largos hocicos apenas visibles a la tenue luz de la mañana. Le estaban observando con sus ojos amarillentos. Eric retrocedió, tratando de alejarse.

—Ella no es real… —repitió Blancanieves—. Ella…

—¡Ya te he oído! —bramó Eric, y miró hacia el lugar donde Sara estaba tan solo unos segundos antes. Había estado tan cerca de tocarla. Lo único que deseaba era sujetar entre sus manos la de ella y notar su calor en los dedos. Agarró la botella que colgaba de su cinturón y la vació, dejando que el último trago de grog le calentara la garganta. Pero ni siquiera aquello le ayudó. Las lágrimas brotaron con rapidez y Eric se dio la vuelta, para asegurarse de que Blancanieves no le viera.

Avanzaron rápidamente por una pradera de hierba alta y elástica, apartándola para abrirse paso. A Blancanieves le llegaba a la altura de la barbilla. La chica sacudía los tallos con ambas manos, pero no logró ver la nuca de Eric hasta que este llegó al final del campo. Se estaba frotando el lugar donde ella le había golpeado. La sangre reseca se le había pegado al pelo.

Blancanieves le había oído hablar con alguien más allá de los árboles. Cuando le encontró, tenía el rostro surcado de lágrimas y las manos temblorosas; tendía una de ellas hacia algo que la muchacha no podía ver. «Sara», decía sin parar mientras avanzaba poco a poco hacia la cueva. ¿Cómo era posible que no hubiera visto aquellos lobos monstruosos? Eran tres veces más grandes de lo normal y sus ojos brillaban con un tenebroso color amarillento. ¿Es que no había oído sus gruñidos sordos a medida que se acercaba a ellos? Las fieras permanecían al acecho, con el labio superior retraído, dejando a la vista los colmillos afilados.

Blancanieves salió del prado y sacudió las briznas que colgaban de sus perneras nuevas. Se sentía agradecida de tener algo que protegiera sus piernas de los cortes cada vez que la hierba las golpeaba.

Desde que abandonaron la cueva, el cazador no se había vuelto hacia ella. Tampoco le había dirigido la palabra, ni le había comentado nada sobre la aparición. Había avanzado sin parar, cortando ramas y arbustos con el hacha, sin rumbo fijo.

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