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Authors: Lily Blake

Tags: #Fantástico

Blancanieves y la leyenda del cazador (18 page)

Blancanieves se sentó al borde del campamento, escuchando el coro de ronquidos a su espalda. Los enanos se habían quedado dormidos rápidamente, al igual que William y el cazador. Horas después, seguía despierta, con una sensación de inquietud que le invadía todo el cuerpo. Escudriñó el bosque a su alrededor. El sol comenzaba a aparecer en el horizonte, iluminando el cielo con un extraño brillo anaranjado. ¿Sabía Ravenna que Finn estaba muerto? ¿Podía sentirlo? La chica pensó de nuevo en cómo había visto a Rosa en su celda. El rostro se le había llenado de arrugas y manchas, y tenía los hombros encorvados. Ravenna disponía de unos poderes que nadie más poseía. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que la reina la encontrara?

Unas hojas crujieron tras ella. Se irguió y acercó la mano al cuchillo que llevaba en el cinturón. Rodeó la empuñadura con los dedos y se volvió, apuntando el arma hacia delante. Frente a ella estaba William, con el pelo castaño alborotado de dormir.

—Soy yo —dijo él, y mantuvo las dos manos en alto hasta que Blancanieves bajó el cuchillo y lo enfundó de nuevo—. Ven. Pasea conmigo —rogó mientras se alejaba del campamento para asegurarse de que el cazador no podía escucharlos. Se pasó la mano por el pelo tratando de alisárselo.

No tardaron en adentrarse en las profundidades del bosque, completamente solos. A su alrededor se alzaban unos abedules y una ligera capa de nieve cubría el suelo.

—Aquí arriba es como si nada hubiera cambiado. El mundo parece hermoso otra vez —dijo Blancanieves, moviendo la cabeza con incredulidad. Su voz sonaba más tranquila ahora que William estaba a su lado. Simplemente se sentía un poco menos sola.

—Lo será. Cuando te conviertas en reina —respondió William. Blancanieves se volvió hacia él, sin saber por qué había dicho aquello. ¿Por qué todo el mundo estaba tan seguro de que derrotarían al ejército de Ravenna? ¿Es que no conocían su magia?—. Los habitantes de este reino odian a Ravenna con toda su alma —añadió él convencido.

Ella sacudió la cabeza y recordó lo que la reina le había dicho el día de su boda: que estaban unidas la una a la otra.

—Es extraño… —empezó—, pero solo siento pena por ella.

William ladeó la cabeza con curiosidad.

—Una vez que el pueblo descubra que estás viva, se levantará en tu nombre. Tú eres la hija del rey, y la legítima heredera.

—¿Cómo se supone que voy a hacerlo? ¿Cómo les inspiraré confianza? —preguntó Blancanieves—. ¿Cómo voy a dirigir a los hombres?

Gus había muerto por su culpa. Ella le había pedido a los enanos que la llevaran a Carmathan. ¿Cómo podía responsabilizarse de muchas más vidas cuando ya le había fallado a un hombre?

William sonrió y la miró fijamente.

—Del mismo modo en que me dirigías a mí cuando éramos niños —dijo—. Yo te seguía a todas partes, corría cuando tú me llamabas. Habría hecho cualquier cosa por ti.

La muchacha se volvió, sentía que las mejillas le ardían.

—No es así como yo lo recuerdo —comentó. ¿No era ella la que había seguido a William a lo alto del manzano aquel día? Él siempre le estaba tomando el pelo, diciéndole que corriera más deprisa, quejándose de que no fuera un chico. Él quería a alguien con quien levantar piedras y cazar en el patio del castillo—. Recuerdo que estábamos siempre discutiendo. Y peleándonos, y… —habría continuado, pero William la estaba mirando de forma apasionada, buscando en su rostro algo oculto.

Se inclinó hacia ella, tanto que Blancanieves podía sentir su aliento en la piel. Sonrió con las mejillas ruborizadas. Tenían los labios muy cerca el uno del otro. Entonces sacó algo del bolsillo y lo levantó. Blancanieves bajó los ojos hacia la manzana. Su piel blanca y roja no tenía ni una sola marca. William se la acercó lentamente, con una picara sonrisa en los labios.

—Conozco este truco —dijo ella entre risas, recordando el juego de su infancia.

—¿Qué truco? —preguntó William. Colocó la manzana a solo unos centímetros del rostro de Blancanieves para animarla a que la cogiera.

La joven sonrió. Después de todos aquellos años, él se acordaba. Se preguntó si William habría pensado tan a menudo en ella como ella en él. Tal vez, de algún modo, aquellos recuerdos le habían mantenido vivo a él también. Le arrebató la manzana de la mano y, antes de que él pudiera recuperarla, mordió la delgada piel y dejó que el dulce zumo se deslizara por su garganta.

William entrecerró los ojos. Había algo extraño en su sonrisa. La miraba masticar y reía mientras ella tragaba. Blancanieves sintió un fuerte dolor en el pecho. Algo horrible estaba sucediendo. William la observaba mientras ella jadeaba, tratando de coger aire, y entonces su rostro le pareció más familiar que antes. Blancanieves se tambaleó y se derrumbó sobre la nieve.

Tenía el cuerpo entumecido. Miró al cielo e intentó mover los dedos de las manos o de los pies. Era inútil. Sentía el cuerpo pesado como el plomo. Ni siquiera podía parpadear. El rostro de William apareció frente a ella, con el pelo cayéndole sobre los ojos, que en ese momento eran de color azul intenso. En ese momento, Blancanieves se dio cuenta de que no se trataba de William, sino de ella. Ravenna la había encontrado después de todo.

—Ves, pequeña —dijo la reina. El rostro de William se metamorfoseó, revelando los labios carnosos que Blancanieves había admirado cuando era una niña y la pequeña y delicada nariz de Ravenna—. La sangre de la más bella hace surgir el hechizo, y solo la sangre de la más bella puede romperlo. Tú eras la única que podía acabar con mi vida, y la única suficientemente pura para salvarme.

Blancanieves sentía el corazón palpitando en sus oídos. La vestimenta de Ravenna cambió. Llevaba puesta una capa negra cubierta con plumas de cuervo que crujían en torno a sus pronunciadas mejillas, formando un cuello alto. Metió la mano bajo la prenda y sacó una daga con joyas incrustadas. La deslizó a lo largo del esternón de Blancanieves, señalando el lugar donde se encontraba su corazón. La muchacha abrió la boca para gritar, pero no salió ningún sonido.

Ravenna se inclinó y acercó los labios al oído de Blancanieves.

—No te das cuenta de lo afortunada que eres. Nunca sabrás lo que es envejecer.

A lo lejos, Blancanieves oyó el crujir de unas pisadas sobre la nieve. La reina alzó los ojos, asustada. Levantó la daga sobre el pecho de Blancanieves, dispuesta a clavarla en su esternón, pero se transformó al instante en una densa bandada de cuervos. Sobre Blancanieves, el cielo se llenó de pájaros negros que volaban en círculos alrededor de su cuerpo. Cayeron plumas cubiertas de sangre al suelo. Algunos pájaros graznaron estrepitosamente, otros desaparecieron entre los árboles.

Blancanieves pudo ver las hachas ensangrentadas del cazador balanceándose entre la bandada.

Apareció William y empezó a despedazar pájaros con la espada. Los cuerpos muertos caían sobre la nieve, en torno a ella. Los enanos también acudieron corriendo al oír los gritos de Eric y del muchacho. Los hombres continuaron golpeando el aire hasta que todas aquellas malvadas criaturas desaparecieron. Blancanieves notó que se le nublaban los ojos y le temblaban las pestañas. Sintió cómo la llamaban, pero sus voces le parecieron muy lejanas y las palabras le llegaron entremezcladas, como un extraño y quedo zumbido.

William se arrodilló junto a ella y sostuvo su cabeza entre las manos. Blancanieves no sentía sus dedos sobre la piel. Él movía la boca, pero ella no escuchaba nada. Fijó la mirada en el rostro de William y contempló cómo se llenaba de dolor.

Él la besó, pero Blancanieves no sintió sus labios. Era como si estuviera besando a otra persona, mientras ella le observaba a lo lejos. El joven se enderezó, articuló el nombre de la muchacha, llamándola de nuevo, y unió su boca otra vez a la de ella. Pero no surtió ningún efecto.

Blancanieves abandonó el mundo tan rápido como había llegado a él, y todo a su alrededor se volvió negro.

Eric permaneció en pie junto a la puerta del frío mausoleo, con una botella en la mano. Era extraño ver a la muchacha de aquel modo, tan quieta y callada, con los brazos cruzados sobre el pecho. Se encontraba tumbada sobre un gran bloque de piedra, como si estuviera simplemente descansando, disfrutando de un largo sueño. Si no fuera por la palidez de su rostro y sus labios amoratados, no habría creído que estuviera muerta.

Así que, después de todo, la había guiado hasta allí. Había cumplido su palabra, casi a pesar suyo, y la había conducido hasta el castillo del duque. No obstante, nunca había imaginado llegar de aquel modo. La habían transportado a través de la nieve hasta la fortaleza, para entregársela finalmente al duque. El muchacho, William, había explicado a su padre lo sucedido. Ravenna se la había arrebatado. De algún modo, los había alcanzado durante la noche. Había llegado al campamento donde dormían y la había asesinado. De algún modo, no habían notado su presencia hasta que fue demasiado tarde.

Eric tomó otro trago de grog, disfrutando de aquella familiar sensación ardiente en la garganta. Había visto cómo la población se reunía en el castillo del duque para velar el cadáver. Las madres habían acudido acompañadas de sus hijos. Les habían arrebatado de nuevo a la princesa que habían dado por muerta. Varios hombres con lágrimas en los ojos se habían acercado a ella, se habían arrodillado delante de su cuerpo y habían rezado. Ella representaba algo para aquella gente —así lo demostraba la profunda pena que sentían—. No habían conocido a la hija del rey y nunca habían contemplado su sonrisa, ni la airada expresión que adquirían sus ojos cuando alguien osaba desafiarla, pero aquello era un final también para ellos.

El duque había explicado a su hijo que no tomarían represalias, que no habría guerra en honor a Blancanieves. Era un cobarde —Eric siempre lo había pensado—. ¿Cuánta gente tendría que morir todavía a manos de la reina antes de que él contraatacara? ¿Cuál era el fin de un ejército, aunque fuera pequeño, sino luchar?

Se acercó a la muchacha y bebió el último trago de licor, deseando que le adormeciera aún más.

—Aquí estás —dijo, y su voz retumbó en la fría estancia—, donde todo termina. Tan hermosa con ese vestido.

Se colocó junto a ella y percibió la rigidez de sus dedos. Le resultaba muy doloroso verla así, igual que Sara, tan despojada de toda realidad. Blancanieves estaba justo a su lado cuando él se dispuso a dormir. La había contemplado mientras descansaba contra una roca, absorta en sus pensamientos, peinando su enmarañado pelo con los dedos. Había sido su última imagen justo antes de adormecerse.

¿Cómo era posible que no hubiera oído a Ravenna? ¿Y por qué no le había atacado a él primero, el hombre que había asesinado a su hermano? Se odiaba por haber permitido que aquello sucediera. Se había despertado sobresaltado, con la sensación de que algo terrible estaba ocurriendo. Se internó en el bosque y corrió a toda velocidad entre los abedules al ver a Ravenna sobre Blancanieves. La reina se transformó tan pronto como él la golpeó con el hacha.

—Estás dormida —dijo con desesperación, tomando otro trago de la botella—, a punto de despertar y echarme una nueva reprimenda. ¿No es así?

Alargó el brazo y suspendió la mano sobre las de Blancanieves, temeroso de tocarla. Lentamente, posó la palma, sintiendo la frialdad del cuerpo. Pellizcó la manga del vestido que le habían puesto, de color rosa y bordado con cuentas. Era tan recargado y femenino que, por alguna razón, Eric imaginó que ella lo habría detestado.

Tragó saliva. A Blancanieves no le hubiera gustado verlo derrotado, no por aquello, no por ella.

—Merecías algo mejor —dijo con dulzura.

Contempló el rostro de la muchacha. Habían peinado su negra cabellera en tirabuzones y alguien había colocado una rosa detrás de su oreja, aunque se estaba marchitando.

—Era mi esposa —dijo Eric, hablándole como si estuviera viva. Las palabras fluían más fácilmente gracias al grog—. Esa era la pregunta a la que no te contesté. Se llamaba Sara.

Cuando volví de la guerra, traje conmigo el hedor de la muerte y la rabia de la pérdida. No valía la pena que me salvaran, pero ella lo hizo de todas maneras. La amé más que a nada o a nadie. Pero la perdí un instante de vista y desapareció —Eric inclinó la cabeza—. Volví a ser yo mismo. Alguien del que nunca me ocupé. Hasta que te conocí. Me recuerdas a ella. Su espíritu, su corazón. Y ahora tú te has marchado también —balbuceaba y notaba cómo se le iba formando un nudo en la garganta—. Ambas merecíais algo mejor. Y siento haberte fallado a ti también.

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