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Authors: Lily Blake

Tags: #Fantástico

Blancanieves y la leyenda del cazador (17 page)

El cazador miró a su alrededor y contó al resto de los enanos para asegurarse de que no faltaba ninguno. Fue entonces cuando notó la presencia de un joven acuclillado entre ellos.

No tendría más de diecisiete años. Eric habría jurado conocerle, aunque no estaba seguro de qué.

—¿Quién es este? —preguntó.

El muchacho se puso en pie y sacó pecho como un pavo real; intentaba parecer más corpulento de lo que era.

—Me llamo William —dijo—. Soy hijo del duque Hammond.

Eric sacudió la cabeza.
El duque
. El cobarde que había permanecido oculto en Carmathan todos aquellos años. Por supuesto, aquel era su hijo.

—¿Qué hace el hijo del duque cabalgando con los hombres de la reina? —preguntó, mientras miraba a los enanos en busca de una respuesta. Coll y Duir estaban acurrucados junto a Gus, demasiado apenados para contestar.

William se adelantó.

—Estaba buscando a la princesa —respondió.

—¿Por qué? —ladró Eric. Ya tenían suficientes problemas y no necesitaban a ningún aspirante a soldado siguiéndolos.

William colocó la mano sobre la empuñadura de su espada.

—Para protegerla —contestó con orgullo.

Eric no pudo evitar reírse.

—La princesa está bien protegida, como puedes ver —afirmó señalando a los siete enanos con sus arcos y cuchillos.

William miró a Eric de arriba abajo.

—¿Y tú quién eres? —preguntó desafiante.

—El hombre que la trajo hasta aquí,
mi señor
—Eric escupió aquellas palabras, enojado por el sentido del derecho de aquel muchacho. Era solo un niño. Se adelantó hasta colocarse a unos centímetros de su cara.

Blancanieves alzó la vista. Su mano reposaba sobre el pecho de Gus y tenía el rostro surcado de lágrimas.

—Déjale, cazador —dijo suavemente—. Es nuestro amigo.

Luego agachó la cabeza y sus lágrimas empaparon la camisa de Gus. Eric retrocedió con la cara entre las manos y los enanos iniciaron un cántico funerario, con los rostros crispados y tristes. Cantaron en voz alta melodías de amor y amistad, de vida y muerte. Las canciones inundaron el bosque en ruinas, pero nada podía calentar el ambiente. Los animales permanecieron bajo tierra. Las hadas habían desaparecido. La nube negra que había descendido sobre ellos permanecía allí, rodeándolos con sus oscuras volutas.

Cuando el cántico terminó, Coll y Duir acarrearon brazadas de leña para encender la pira funeraria. Quert colocó un montón de piedras en el suelo, en forma de rectángulo, para construir el lecho sobre el que descansaría Gus. Trasladaron su diminuto cuerpo y amontonaron ramas secas sobre él, entrecruzándolas hasta que desapareció bajo la leña. Beith golpeó un trozo de pedernal y encendió la hoguera.

Permanecieron todos juntos, contemplando cómo ardía. Las llamas fueron creciendo y los troncos estallaban y chisporroteaban a medida que eran devorados. Algunos enanos rompieron a llorar. Eric no sabía quiénes, pues lo único que escuchaba eran los sollozos de Blancanieves, cuya tristeza era suficiente para hacerle sentir escalofríos. La contempló de perfil, deseando poder librarla de aquel dolor. A medida que la noche caía, el pesar del grupo no hacía más que aumentar. Ese no era el final de la batalla, sino el principio.

Ravenna estaba tumbada en la cama, observando el dorso de su mano. Por fin había vuelto a su estado normal: las manchas oscuras de la edad habían desaparecido y la horrible piel arrugada acababa de recuperar su tersura y suavidad. Posó sus delicados dedos sobre el esternón, esperando que su respiración se atenuara. Había transcurrido una hora desde la muerte de Finn, el periodo más largo de tiempo que había tenido que esperar para sentirse de nuevo joven.

Había necesitado dos muchachas. No una, sino dos. Y las había consumido rápidamente y con avidez, absorbiendo la energía de sus pequeñas y dulces bocas, sintiendo cómo se llenaba de pies a cabeza. Había recuperado su fuerza, aunque la belleza, el suave pelo y la tersa piel de porcelana de aquellas jóvenes no eran suficientes. Aún le invadía una profunda pena y sentía un gran vacío bajo las costillas. Notaba como si le hubieran arrancado el interior.

Su único hermano. ¿Qué significaban el uno para el otro? Eran los únicos que recordaban aquel día en el campamento, cuando las tropas del rey irrumpieron en los carromatos. Jugaban en el bosque, corriendo detrás de los árboles, escondiéndose. Finn era la única persona, aparte de ella, que conocía el rostro de su madre.

Ravenna estaba en la bañera cuando oyó el primer alarido de su hermano. Se encontraba sumergida en leche, dejando que el suave líquido cubriera cada centímetro de su piel y la suavizara. Aquel agudo grito retumbó en su interior, como si Finn estuviera en la misma habitación que ella. Se retorció y se agitó, al sentir cómo las afiladas raíces del árbol se hundían en su espalda. El cazador agarraba sus hombros como había hecho con los de Finn y la empujaba sobre los cuchillos de madera. Notó cómo se rasgaban los tejidos en el interior de su pecho. El dolor la invadió con tal intensidad que tuvo que encoger los dedos de los pies y apretar los puños.

Lo intentó con todas sus fuerzas. Concentró todo el poder que su madre le había regalado y lo canalizó hacia Finn, tratando de transmitirle el vigor para luchar. Cuando eso no funcionó, probó a cerrarle las heridas. Pero con las raíces del árbol incrustadas en su carne, era imposible. Se fue debilitando poco a poco, con cada segundo que pasaba. Su cuerpo envejeció. Su pelo se tornó blanco. La piel de su rostro se arrugó y quedó flácida.

—Perdóname, hermano —susurró finalmente, cuando parecía que aquellas heridas le arrebatarían la vida a ambos. Tenía que cortar su unión. No podía seguir luchando.

Tamborileó con los dedos sobre su esternón, sabiendo lo que debía hacer. Estaba sola. Sin su hermano, nadie seguiría ala muchacha a través del Bosque Oscuro y más allá, lucharía con el cazador y aquellos desagradables enanos, y acabaría atrapándola; nadie. Si aún quería el corazón de Blancanieves, tendría que conseguirlo ella misma…

Se puso en pie y formuló un conjuro. Pronunciaba las palabras en voz tan baja que apenas resultaban audibles, más bien parecía un zumbido quedo e irregular. En el exterior del castillo, unos pájaros graznaron en los árboles. Un cuervo se lanzó en picado y chocó contra el delgado cristal de la ventana. En torno al lugar donde el pájaro había golpeado se abrió una diminuta grieta que resquebrajó el vidrio.

En unos segundos, otro pájaro surgió de los árboles. Arremetió contra la misma ventana y el impacto le rompió el pico. Después otro pájaro y luego otro se lanzaron hacia la ventana hasta que el cristal se hizo añicos y los pedazos se esparcieron por el suelo de piedra. Los primeros pájaros de la bandada entraron en el salón del trono y volaron en torno a la gran estancia, sumergiendo a Ravenna en un gigantesco remolino. Acudieron más pájaros desde los árboles y entraron por la ventana rota, hasta que la reina desapareció tras ellos. Tenía los brazos en alto y la cabeza inclinada hacia atrás. Y si alguien hubiera podido verla entre aquella horrible masa de plumas, habría descubierto que estaba sonriendo.

Durante la siguiente jornada nadie mencionó el nombre de Gus. Recorrieron kilómetros de colinas yermas, cruzaron arroyos de aguas poco profundas y atravesaron campos de flores muertas, siempre con los enanos al frente y el cazador y William cerrando la marcha. El sol se estaba poniendo cuando alcanzaron la falda de las abruptas montañas. La fortaleza del duque se encontraba en el valle situado tras ellas. No podía estar a más de dos días de caminata.

Blancanieves avanzaba detrás de Coll y Duir. Mantenía los ojos fijos en el suelo, sin poder creer lo que había sucedido. Recordaba el rostro de Gus allí tumbado, sobre las hojas marchitas. Su respiración se había vuelto áspera y agitada, hasta que poco a poco se apagó. Se había sacrificado para que ella pudiera seguir viva. Después, al enfrentarse con las consecuencias, Blancanieves deseó que no lo hubiera hecho. Ojalá la flecha la hubiera alcanzado a ella. Se sentía demasiado culpable. En las últimas horas, se había preguntado qué pensarían los demás enanos. ¿La culpaban? ¿Deseaban en secreto no haberse topado con ella aquel día en el bosque?

Blancanieves se limpió los ojos, tratando de alejar la imagen de Gus de su mente. Tardó un momento en darse cuenta de que William se había colocado junto a ella. La miraba sin parpadear, con el rostro consternado.

—¿Qué sucede? —preguntó al sentir que algo iba mal.

William volvió la vista hacia el cazador, calculando a qué distancia se encontraba.

—Lo siento —dijo casi en un susurro—. Siento haberte abandonado —se frotó la frente y los ojos se le empañaron de lágrimas.

—Tú no me abandonaste —respondió Blancanieves, al tiempo que cogía su mano.

—Si hubiera sabido que estabas viva, habría acudido antes en tu busca —dijo el hijo del duque a la vez que sacudía la cabeza.

Los enanos se internaron en la arboleda. Coll y Duir descargaron sus zurrones detrás de unas rocas. Los demás los imitaron y levantaron el campamento.

Blancanieves se detuvo en el límite del bosque y miró a William, la vista fija en sus ojos color avellana. Ni una sola vez, durante todos los años que había permanecido en la torre, le había culpado de lo sucedido. Cuando la soledad estaba a punto de volverla loca, cuando no podía soportar los insectos que subían por las paredes ni el sonido de las explosiones en la distancia, pensaba en él. William estaba allí, con ella. Aquellos recuerdos eran lo único que la había mantenido viva.

—Éramos unos niños, William —dijo—. Ahora estás aquí —añadió apretando su mano.

Blancanieves observó el campamento. Los enanos estaban amontonando troncos caídos y ramas podridas. Trabajaban en silencio, sin mirarse a los ojos, aún atenazados por la tristeza del día. La muchacha avanzó hacia ellos, mientras indicaba a William que la siguiera. No merecía la pena echar la vista atrás, disculparse por lo que había sucedido o preguntarse qué podía haber sido diferente. ¿Quién era capaz de decir lo que debería haber hecho cualquiera de ellos? Se había estado torturando al pensar en el ataque del día anterior. ¿De qué servía? Lo único que sentía era un doloroso nudo en la boca del estómago.

Se arrodilló junto a William y comenzó a arrancar musgo seco para utilizarlo como yesca. El la imitó, trabajando en silencio, con el rostro más relajado que antes. La joven miró al cielo que se iba oscureciendo. Sobre ellos, una bandada de cuervos volaba en círculos. Aún necesitaban otro día o dos para alcanzar Carmathan, y Ravenna no tardaría en acudir en su busca. Debían vigilar tanto la retaguardia como el frente.

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