—Ese campesino catalán —soltó—. ¿Cómo voy a saber yo dónde está?
—Tu marido te contó cómo podría escapar, si le cogían—sugirió Maquiavelo—. Dependía de ti.
—¿Eso crees? ¡Pues no! Tal vez Cesare se lo confió a una de sus cien amantes. A lo mejor se lo dijo a aquella que le contagió la
malattia venerea
.
—¿Tienes...?
—No le toqué después de que aparecieran las primeras pústulas y por lo menos tuvo la decencia de alejarse de mí y a partir de entonces se revolcó en los bajos fondos con sus putas. Y tuvo once mocosos con ellas. Por lo menos yo estoy limpia y mi hija también. Como veis, me largo de aquí. Francia es un país mucho mejor que este lugar horrible. Vuelvo a La Motte-Feuilly.
—¿No vas a Navarra? —preguntó Maquiavelo con picardía.
—Veo que intentas engañarme. —Volvió su frío y huesudo rostro hacia ellos y Ezio advirtió que su belleza estaba estropeada, o aumentada, por un hoyuelo en medio de su barbilla—. No he elegido marcharme a esa provincia simplemente porque mi hermano se ha casado con la heredera al trono y de ese modo se convertirá en rey.
—¿Tu hermano sigue siendo fiel a Cesare? —preguntó Ezio.
—Lo dudo. ¿Por qué no dejáis de hacerme perder el tiempo y vais a preguntarle a él?
—Navarra está muy lejos.
—Exacto. Por eso me gustaría que fuerais tú y tu taciturno amigo. Ahora es tarde y tengo trabajo que hacer. Por favor, marchaos.
—Un día desperdiciado —comentó Maquiavelo al volver a la calle mientras las sombras se alargaban.
—No lo creo. Sabemos que las personas próximas a Cesare no le están escondiendo ni protegiendo. —Ezio hizo una pausa—. Todas las mujeres importantes de su vida le odiaban y ni siquiera Giulia soportaba a Rodrigo.
Maquiavelo hizo una mueca.
—Imagínate que te follara un hombre con edad suficiente para ser tu abuelo.
—Bueno, no salió mal parada.
—Seguimos sin saber dónde está Cesare. Usa la Manzana.
—No, aún no. Debemos averiguarlo nosotros solos.
—Bueno —suspiró Maquiavelo—, al menos Dios nos ha dado inteligencia.
En aquel instante, uno de los espías de Maquiavelo se acercó corriendo, sin aliento. Era un hombrecillo calvo con los ojos alertas y cara de loco.
—¿Bruno? —dijo Maquiavelo, sorprendido y preocupado.
—Maestro —dijo el hombre resollando—, gracias a Dios que os he encontrado.
—¿Qué pasa?
—¡Los acérrimos de Borgia! Enviaron a alguien para seguiros, a vos y al maestro Ezio...
—¡Cuando se aseguraron de que no estabais en medio, se llevaron a Claudia!
—¡A mi hermana! ¡Santo cielo! ¿Cómo? —dijo Ezio entrecortadamente.
—Estaba en la plaza que hay fuera de San Pedro. ¿Sabéis esas columnatas de madera destartaladas que el Papa quiere derribar?
—¡Continúa!
—Se la llevaron. Estaba organizando a las chicas para que se infiltraran...
—¿Adónde se la han llevado?
—Tienen una guarida en el Prati, justo al este del Vaticano. Allí es donde se la han llevado.
Bruno enseguida les dio detalles de dónde retenían a Claudia.
Ezio miró a Maquiavelo.
—¡Vamos! —dijo.
—Al menos hemos averiguado dónde están —dijo Maquiavelo, más seco que nunca, mientras los dos volvían a subirse a los tejados.
Corrieron y saltaron por Roma hasta que llegaron al Tíber, donde cruzaron el ponte della Rovere y se apresuraron de nuevo hacia su objetivo.
El lugar que el espía de Maquiavelo, Bruno, había indicado era una villa destartalada al norte del mercado de Prati. Pero su estuco desconchado contrastaba con la flamante puerta de hierro en la entrada principal, y las rejas de las ventanas eran nuevas y estaban recién pintadas.
Antes de que Maquiavelo pudiera detenerle, Ezio se había acercado a la puerta y estaba golpeándola.
La mirilla que había en ella se abrió y un ojo redondo y brillante los observó. Entonces, para su asombro, la puerta retrocedió suavemente sobre unas bisagras bien engrasadas.
Se hallaban en un patio sin ninguna característica especial, donde no había nadie. Quienquiera que hubiera abierto y cerrado con firmeza la puerta, había desaparecido. Había puertas en los tres lados del patio. La de enfrente de la entrada estaba abierta y encima tenía un estandarte hecho jirones con un toro negro en un campo dorado.
—Estamos atrapados —dijo Maquiavelo de manera sucinta—. ¿Qué armas tienes?
Ezio tenía su fiel hoja oculta, su espada y su puñal. Maquiavelo llevaba una espada ligera y un estilete.
—Entrad, caballeros, estáis más que invitados —dijo una voz incorpórea desde una ventana que daba al patio en algún lugar por encima de la puerta abierta—. Creo que tenemos algo que intercambiar.
—El Papa sabe dónde estamos —replicó Maquiavelo en voz alta—. Estáis perdidos. Daos por vencidos. La causa a la que servís está muerta.
Una risa hueca fue su respuesta.
—¿Ah, sí? Yo creo que no. Pero entrad. Sabemos que habéis caído en la trampa. Bruno trabaja para nosotros desde hace un año.
—¿Bruno?
—La traición abunda y Bruno no es una excepción. Lo único que quería era un poco más de dinero del que le estabais dando. Se lo merece. Consiguió engañar a Claudia para que viniera hasta aquí con la esperanza de reunirse con uno de los cardenales ingleses. Nadan entre dos aguas, como todos los ingleses, y Claudia esperaba llevarlos a vuestro bando y sonsacarles un poco de información. Por desgracia, el cardenal Shakeshaft tuvo un terrible accidente, le atropello un carruaje y murió al instante, pero tu hermana, Ezio, todavía está viva, por poco, y estoy seguro de que está ansiosa por verte.
—Calma —dijo Maquiavelo cuando los dos hombres se miraron.
A Ezio le hervía la sangre. Había pasado el día tratando de encontrar a los acérrimos tan sólo para que le llevaran directo a ellos.
Se clavó las uñas en las palmas de las manos.
—¿Dónde está,
bastardi
? —gritó.
—Entrad.
Con cautela, los dos Asesinos se acercaron a la oscura entrada.
Había un vestíbulo poco iluminado, en cuyo centro, en un pedestal, había un busto del Papa Alejandro VI esculpido por Adkingnono (supuso Maquiavelo). Las toscas facciones, la nariz aguileña, la débil barbilla y los labios carnosos le daban vida. No había más muebles y de nuevo había tres puertas en las tres paredes frente a la entrada. Tan sólo la que estaba delante de la entrada estaba abierta. Ezio y Maquiavelo se dirigieron a ella, la atravesaron y se encontraron en otra sala lóbrega. En una mesa había expuestos varios instrumentos quirúrgicos oxidados sobre una tela manchada, que brillaban bajo la luz de una única vela. Al lado había una silla en la que estaba sentada Claudia, medio desnuda y atada, con las manos en el regazo, el rostro y los pechos amoratados y una mordaza en la boca.
Tres hombres salieron de entre las sombras que ocultaban una pared al fondo. Ezio y Maquiavelo eran conscientes de otros hombres y mujeres que estaban detrás de ellos y a los lados. Aquellos que podían ver bajo la tenue luz llevaban los repugnantes colores de los Borgia e iban todos armados hasta los dientes.
Los ojos de Claudia le hablaron a Ezio. Se las arregló para soltar el dedo marcado para enseñárselo: no había cedido a pesar de la tortura. Era una auténtica Asesina. ¿Por qué había dudado alguna vez de ella?
—Sabemos lo que sientes por tu familia —dijo el jefe de los acérrimos, un hombre demacrado, de tal vez unos cincuenta abriles, que Ezio no reconoció—. Dejaste morir a tu padre y a tus hermanos. De tu madre no nos preocupamos porque ya se está muriendo. Pero aún puedes salvar a tu hermana. Si quieres. Ya tiene sus años y no ha tenido hijos, así que tal vez no te importe.
Ezio se contuvo.
—¿Qué quieres?
—¿A cambio? Quiero que te marches de Roma. ¿Por qué no te vas a Monteriggioni y vuelves a reconstruirlo? Vete a cultivar la tierra. Deja el juego del poder a los que lo comprenden.
Ezio escupió.
—Oh, querido —dijo el hombre delgado.
Agarró a Claudia por el pelo, sacó un pequeño cuchillo y le cortó el pecho izquierdo.
Claudia gritó.
—Ya se le ha hecho bastante daño, pero estoy seguro de que se recuperará bajo tus buenos cuidados.
—La recuperaré y luego te mataré. Lentamente.
—¡Ezio Auditore! Te he dado una oportunidad, pero me amenazas y no estás en posición de amenazar. Si se tiene que matar, seré yo quien mate. Olvídate de Monteriggioni. De todos modos, una dama tan sofisticada como
madonna
Claudia sin duda odiaría estar allí. Tu destino está aquí, tienes que morir en esta sala.
Los hombres y las mujeres que tenían a los lados se acercaron más y desenvainaron las espadas.
—Te lo dije, estamos atrapados —dijo Maquiavelo.
—Al menos hemos encontrado a estos cabrones —contestó Ezio, mientras se miraban el uno al otro a los ojos—. ¡Ten! —Le lanzó un puñado de dardos venenosos a su compañero—. Dales un buen uso.
—No me habías dicho que habías venido preparado.
—No preguntaste.
—Sí lo hice.
—Cállate.
Ezio se agachó al avanzar los reaccionarios. Su líder puso un cuchillo fino en el cuello de Claudia.
—¡Vamos!
Desenvainaron las espadas a la vez y con la otra mano lanzaron los dardos venenosos con una puntería mortal.
Los partidarios de los Borgia cayeron a ambos lados mientras Maquiavelo se acercaba, cortándoles con su espada y su puñal, y atacando a los que pretendían aplastarlo, en vano, por lo numerosos que eran.
Ezio tenía un objetivo, matar al hombre delgado antes de que degollara a Claudia. Saltó hacia delante, cogió al hombre por la molleja, pero su adversario era tan escurridizo como una anguila y se apartó hacia un lado sin soltar a su víctima.
Por fin Ezio consiguió llevarle hasta el suelo, le agarró la mano derecha con la izquierda y llevó hacia su propio cuello la punta del fino cuchillo que el hombre sujetaba. Le tocó la arteria yugular.
—Piedad —farfulló el líder de los reaccionarios—. He servido a una causa que creía que era auténtica.
—¿Cuánta piedad has mostrado con mi hermana? —preguntó Ezio—. ¡Asqueroso! Estás acabado.
No hizo falta sacar la hoja oculta.
—Te dije que sería una muerte lenta —dijo Ezio, acercando el cuchillo a la ingle de aquel hombre—, pero voy a ser compasivo.
Volvió a subir el cuchillo, le cortó el cuello y la sangre salió a borbotones por la boca del hombre.
—Bastardo! —gorjeó—. ¡Morirás a manos de Micheletto!
—
Requiescat in pace
—dijo Ezio y dejó caer la cabeza del hombre, aunque por una vez dijo las palabras sin demasiada convicción.
Los demás acérrimos yacían muertos o se estaban muriendo cuando Maquiavelo y Ezio se apresuraron a desatar las ásperas cuerdas que retenían a Claudia.
La habían golpeado mucho, pero los reaccionarios al menos habían tenido la decencia de mantener intacto su honor.
—Oh, Ezio.
—¿Estás bien?
—Eso espero.
—Vamos. Tenemos que salir de aquí.
—Con cuidado.
—Claro.
Ezio cogió a su hermana en brazos, seguido por un sombrío Maquiavelo, y salió hacia la mortecina luz del día.
—Bueno —dijo Maquiavelo—, al menos hemos confirmado que Micheletto sigue vivo.
Hemos encontrado a Micheletto —dijo La Volpe.
—¿Dónde? —preguntó Ezio con voz apremiante.
—Está escondido en Zagarolo, al este.
—Pues vayamos a por él.
—No tan rápido. Tiene contingentes en las ciudades de la Romaña que aún son fieles a Cesare. Empezará una contienda —le advirtió La Volpe.
—Pues que lo haga.
—Tendremos que organizamos.
—Hagámoslo, entonces. ¡Ya!
Ezio, con Maquiavelo y La Volpe, convocaron una reunión en la isla Tiberina aquella noche. Bartolomeo estaba aún en Ostia, vigilando el puerto, y Claudia descansaba en La Rosa in Fiore, atendida por su enferma madre tras aquella terrible experiencia. Había suficientes ladrones y reclutas para lograr formar una fuerza de cien hombres y mujeres capaces de llevar armas, y no hacía falta que les apoyaran otros
condottieri
.
—Ha acampado en la vieja escuela de gladiadores, Ludus Magnus, y quizá tiene entre doscientos y quinientos hombres con él.
—¿Qué pretende hacer? —preguntó Ezio.
—No tengo ni idea. Escapar, dirigirse a un lugar seguro en el norte con los franceses... ¿Quién sabe?
—Sean cuales sean sus planes, cortémoslos de raíz.
Antes del amanecer, Ezio ya había reunido a una fuerza montada. Cabalgaron el corto trayecto hasta Zagarolo y tuvieron rodeado el campamento de Micheletto a la salida del sol. Ezio llevaba su ballesta en un brazo, encima de la muñequera, y en el otro, la daga venenosa. No habría clemencia, pero quería a Micheletto con vida.
Los defensores lucharon de forma violenta, pero al final ganaron las fuerzas de Ezio. Se deshicieron de los acérrimos bajo el mando de Micheletto como si fueran barcia.
Entre los heridos, los muertos y los moribundos, Micheletto se erguía, orgulloso, desafiante hasta el final.
—Te tenemos, Micheletto da Corella, como prisionero —dijo Maquiavelo—. Ya no infestarás más nuestra nación con tus confabulaciones.
—Las cadenas no me retendrán —gruñó Micheletto—. Ni tampoco a mi señor.
Lo llevaron encadenado hasta Florencia, donde fijó su residencia en las celdas de la
Signoria
, en las mismas que el padre de Ezio, Giovanni, había pasado sus últimas horas. Allí, el gobernador de la ciudad, Piero Soderini, con su amigo y consejero Américo Vespucio, y Maquiavelo, lo interrogaron y lo torturaron, pero no pudieron sonsacarle nada, así que de momento le dejaron pudrirse en la cárcel. Sus días de asesino parecían haber terminado.
Ezio, por su parte, regresó a Roma.
—Sé que en el fondo eres florentino, Nicolás —le dijo a su amigo al marcharse—, pero te echaré de menos.
—También soy un Asesino —respondió Maquiavelo— y mi lealtad siempre estará con la Hermandad. Avísame cuando vuelvas a necesitarme e iré a tu encuentro sin demora. Además —añadió misteriosamente—, no he perdido la esperanza de sonsacarle información a ese vil hombre.
—Suerte —dijo Ezio.
No estaba tan seguro de que lo consiguiera. Puede que Micheletto fuera un hombre perverso, pero también era muy tozudo.