—Es un extraño castillo lejano en un árido paisaje marrón; muy antiguo, con una enorme barbacana exterior, cuatro torres principales y un cuadrado de aspecto impenetrable en el medio —le describió a Maquiavelo.
—¿Dónde está esa
rocca
? ¿Qué nos dice la Manzana? —gritó Maquiavelo desde la otra habitación.
—Podría estar en cualquier parte —dijo Ezio para sus adentros—. Por el paisaje, podría ser Siria. O... —De pronto se emocionó al recordar las palabras del doctor Torella—. ¡España! —le gritó a Maquiavelo—. ¡España!
—Micheletto no puede estar en España.
—Estoy seguro de que tiene planeado ir allí.
—Aun así, no sabemos dónde está ese sitio. Hay muchísimos castillos en España y muchos se parecen a ése. Vuelve a consultar la Manzana.
Pero cuando Ezio lo intentó de nuevo, la imagen no cambió: era un castillo de construcción sólida, sobre una colina, de unos trescientos años, rodeado por una pequeña ciudad. La imagen era de un mismo color y todas las casas, la fortaleza y el campo eran casi de un marrón uniforme. Tan sólo había un trozo con color, una brillante bandera en un poste, en la parte superior de la torre del homenaje.
Ezio entrecerró los ojos.
Era una bandera blanca con una cruz roja y desigual en forma de X.
Su entusiasmo aumentó.
—¡Es el estandarte militar del rey Fernando y la reina Isabel de España!
—¿Puedes ver su estandarte? —gritó Maquiavelo desde la otra habitación, contrayendo la voz por el entusiasmo—. Bien. Ahora sabemos el país. Pero aún no sabemos dónde está. O por qué nos lo muestra. ¿Micheletto va de camino? Vuelve a preguntarle a la Manzana.
La imagen se desvaneció y fue sustituida por una ciudad fortificada sobre una colina, en cuyo fuerte ondeaba una bandera blanca entrecruzada con cadenas rojas y los eslabones de amarillo. Ezio la reconoció como la bandera de Navarra. Entonces hubo una tercera y última imagen: un puerto marítimo, inmenso y rico, con barcos atracados sobre un mar reluciente, donde se reunía un ejército. Pero no había pistas sobre la ubicación exacta de ninguno de aquellos lugares.
Todo el mundo estaba en su lugar. Los mensajeros viajaban a diario entre los puntos donde la Hermandad había situado sus bases, Bartolomeo estaba empezando a disfrutar de Ostia y a Pantasilea le encantaba. Antonio de Magianis todavía estaba a cargo de Venecia. Claudia había regresado, de momento, a Florencia para quedarse con su vieja amiga Paola, que tenía una cara casa del placer, en la que se había inspirado La Rosa in Fiore, y La Volpe y Rosa vigilaban Roma.
Había llegado la hora de que Maquiavelo y Ezio fueran de caza.
Leonardo era reacio a que Ezio y Maquiavelo entraran en su estudio, pero al final les dejó.
—Leo, necesitamos tu ayuda —dijo Ezio, que fue directo al grano.
—No estabas muy contento conmigo la última vez que nos vimos.
—Salai no debería haberle hablado a nadie de la Manzana.
—Se emborrachó en una caseta de vino y lo soltó todo para impresionar. La mayoría de las personas a su alrededor ni siquiera sabían de lo que hablaba, pero había un agente del Papa Julio que lo oyó. Está muy arrepentido.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Ezio.
Leonardo se puso derecho.
—Si quieres mi ayuda, quiero algo a cambio.
—¿De qué estás hablando? ¿Qué quieres?
—Que le dejes en paz. Para mí significa mucho. Es joven, mejorará con el tiempo.
—Es una pequeña rata de alcantarilla —dijo Maquiavelo.
—¿Queréis mi ayuda o no?
Ezio y Maquiavelo se miraron el uno al otro.
—Muy bien, Leo, pero no le des rienda suelta o te juro por Dios que no seremos tan misericordiosos la próxima vez.
—Muy bien. Bueno, ¿qué queréis que haga?
—Tenemos problemas con la Manzana. No es tan precisa como antes. ¿Puede que le ocurra algo a su mecanismo? —preguntó Maquiavelo.
Leonardo se acarició la barba.
—¿La lleváis encima?
Ezio cogió la caja.
—Ten.
La sacó y la colocó con cuidado encima de la mesa de trabajo de Leonardo. Éste la examinó con el mismo tacto.
—No sé muy bien qué es esta cosa —admitió por fin—. Es peligrosa, es un misterio y es muy, muy poderosa, y por lo visto Ezio es el único que la controla. Sabe Dios que cuando cayó en mis manos, en la época que estuve con Cesare, lo intenté, pero conseguí muy poco de ella. —Hizo una pausa—. No, no creo que la palabra «mecanismo» describa a esta cosa. Si no fuera más científico que artista, diría que tiene voluntad propia.
Ezio recordó la voz que había salido de la Manzana. ¿Y si Leonardo tenía razón?
—Micheletto se ha escapado —dijo Ezio con urgencia—. Tenemos que localizarle, y rápido. Necesitamos saber adónde se dirige antes de que sea demasiado tarde.
—¿Qué crees que está planeando?
—Estamos casi seguros de que Micheletto ha decidido ir a España para localizar y liberar a su señor Cesare y entonces intentarán volver al poder. Tenemos que detenerlos —dijo Maquiavelo.
—¿Y la Manzana?
—Nos muestra la imagen de un castillo. Debe de estar en alguna parte de España porque ondea la bandera española, pero la Manzana no nos da o no puede darnos su ubicación. También hemos visto la imagen de una ciudad donde ondea la bandera de Navarra, y un puerto marítimo con un ejército que se reúne para embarcar allí, pero la Manzana no nos dice nada referente a Micheletto —dijo Ezio.
—Bueno —contestó Leonardo—, Cesare no puede haberla gafado porque no es tan listo, así que puede que haya decidido, ¿cómo decirlo?, no ser útil.
—Pero ¿por qué iba a hacer tal cosa?
—¿Por qué no se lo preguntamos?
Ezio volvió a concentrarse y esta vez una música preciosa, alta y dulce le llegó a los oídos.
—¿Podéis oírla? —preguntó.
—¿Oír qué? —contestaron los demás.
A través de la música llegó una voz que había oído antes.
—Ezio Auditore, lo has hecho bien, pero ya he cumplido mi parte en tu carrera y debes devolverme. Llévame a una cripta que encontrarás bajo la Capitolina y déjame allí para que me encuentren futuros miembros de tu Hermandad. Pero ¡date prisa! Deberás entonces cabalgar de inmediato a Nápoles, donde embarcará Micheletto para marcharse a Valencia. Te lo hago saber como último regalo. Tú mismo ya tienes suficiente poder para no volver a necesitarme. Yaceré en el suelo hasta que futuras generaciones me necesiten, así que debes dejar una señal para indicar dónde estoy enterrada. ¡Adiós, mentor de la Hermandad! ¡Adiós! ¡Adiós!
La Manzana dejó de brillar y quedó inerte, como una vieja bola de cuero.
Rápidamente, Ezio les dijo a sus amigos lo que le habían transmitido.
—¿Nápoles? ¿Por qué Nápoles? —preguntó Leonardo.
—Porque es un territorio español y no tenemos jurisdicción allí.
—Y porque sabe, de algún modo, que Bartolomeo está vigilando Ostia —añadió Ezio—. Tenemos que darnos mucha prisa. ¡Vamos!
Estaba anocheciendo cuando Maquiavelo y Ezio llevaron la Manzana en la caja a las catacumbas bajo el Coliseo, y pasaron por las espantosas y lúgubres habitaciones de los restos de la Casa Dorada de Nerón, con antorchas en las manos que iluminaban su camino por el laberinto de túneles bajo el antiguo foro romano hasta llegar a un sitio junto a la iglesia de San Nicola en Carcere. Allí encontraron una puerta secreta dentro de la cripta y detrás había una pequeña sala abovedada, en cuyo centro se alzaba un pedestal. Allí colocaron la Manzana en su caja y se retiraron. Una vez cerrada, como por arte de magia la puerta dejó de ser visible, incluso para ellos, pero sabían dónde estaba, y cerca de ella dibujaron los sagrados símbolos secretos que sólo un miembro de la Hermandad entendería. Inscribieron los mismos símbolos a intervalos regulares por todo el camino de vuelta y de nuevo en la entrada, cerca del Coliseo, por donde salieron.
Después de volver a reunirse con Leonardo, que había insistido en acompañarlos, cabalgaron a toda velocidad hacia Ostia, donde tomaron un barco para viajar el largo recorrido por la costa al sur, hacia Nápoles. Llegaron en el solsticio de verano de 1505, el día en que Ezio cumplía cuarenta y seis años.
No entraron en la ingente y bulliciosa ciudad, sino que se quedaron junto a los muelles fortificados y se dispersaron para buscar entre los marineros, los comerciantes y los viajeros, ocupados con sus barcas de pesca, sus chalupas y carabelas, carracas y cogs; visitaron tabernas y burdeles, a toda prisa, puesto que nadie, ni españoles, ni italianos ni árabes, parecía tener una respuesta a su pregunta:
—¿Habéis visto a un hombre alto y delgado, con manos enormes y cicatrices en la cara, buscando un barco que vaya a Valencia?
Después de una hora así, se reagruparon en el muelle principal.
—Debe de haberse marchado ya a Valencia —dijo Ezio entre dientes.
—Pero si es así... —intervino Leonardo—. Alquilaremos un barco para navegar hasta Valencia y puede que perdamos días, incluso semanas, y Micheletto se habrá escapado igualmente.
—Tienes razón.
—La Manzana no te mintió. Ha estado, o si tenemos suerte, está aquí. Tan sólo tenemos que encontrar a alguien que lo sepa con seguridad.
Una prostituta se acercó sigilosamente, sonriendo.
—No estamos interesados —le soltó Maquiavelo.
Era una rubia muy guapa, de unos cuarenta años de edad, alta y esbelta, con los ojos marrón oscuro; unas piernas largas y torneadas; pechos pequeños, hombros anchos y caderas estrechas.
—Pero sí que os interesa Micheletto da Corella.
Ezio se dio la vuelta para mirarla. Se parecía tanto a Caterina que por un instante la cabeza le dio vueltas.
—¿Qué sabes?
Respondió con la dureza de una prostituta:
—¿Cuánto me pagáis? —Entonces volvió a dedicarles la sonrisa profesional—. Me llamo Camilla, por cierto.
—Diez ducados.
—Veinte.
— ¡Veinte! ¡Ganarías menos en una semana! —exclamó Maquiavelo.
—¡Qué encanto! ¿Queréis la información o no? Veo que tenéis prisa.
—Quince, entonces —dijo Ezio y sacó su monedero.
—Eso está mejor, tesoro.
—La información primero —dijo Maquiavelo al extender Camilla la mano para coger el dinero.
—La mitad antes.
Ezio le dio ocho ducados.
—Qué generoso —dijo la mujer—. Muy bien. Micheletto estuvo aquí ayer por la noche. La pasó conmigo y nunca me ha costado más ganarme el dinero. Estaba borracho, abusó de mí y se largó al amanecer sin pagarme. Llevaba una pistola en su cinturón, una espada y un puñal con muy mal aspecto. También olía muy mal, pero sé que tenía dinero porque supuse lo que iba a hacer y cogí mis honorarios de su cartera cuando por fin se quedó dormido. Por supuesto, los gorilas del burdel le siguieron, aunque creo que estaban un poco asustados, así que le siguieron de lejos.
—¿Y? —dijo Maquiavelo—. Hasta ahora lo que has dicho no nos sirve de nada.
—Pero continuaron vigilándole. Debió de alquilar un barco la noche anterior porque se metió en una carraca llamada
Marea di Alba
, y se marchó con la marea del alba.
—Descríbelo —dijo Ezio.
—Grande, con unas manos enormes. Las tuve alrededor de mi cuello, así que debería saberlo. La nariz rota, la cara llena de cicatrices y algunas de ellas le hacían parecer que tenía una sonrisa permanente. No hablaba mucho.
—¿Cómo sabes su nombre?
—Se lo pregunté, tan sólo para darle conversación, y me lo dijo —contestó sencillamente.
—¿Y adónde iba?
—Uno de los gorilas conocía a uno de los marineros y le preguntó mientras soltaban amarras.
—¿Adónde?
—A Valencia.
Valencia. Micheletto iba a su ciudad natal, que también era el lugar de origen de una familia llamada Borgia.
Ezio le dio los otros sietes ducados.
—Me acordaré de ti —dijo—. Si descubrimos que nos has mentido, lo lamentarás.
Ya era mediodía. Tardaron otra hora en encontrar una carabela rápida que estuviera disponible y tuviera un precio razonable. Les hicieron falta otras dos horas para avituallar y preparar el barco, y luego tuvieron que esperar a la siguiente marea. Una carabela es más rápida que una carraca, pero, aun así, ya era casi de noche cuando izaron las velas. Además, el mar estaba picado y el viento iba en su contra.
—Feliz cumpleaños —le dijo Leonardo a Ezio.
Las Parcas tampoco estaban de su parte. Su barco navegaba bien, pero el mar continuaba agitado y se encontraron con una borrasca que retiró las velas. La ansiada oportunidad de alcanzar a Micheletto en el mar se desvaneció cuando, cinco días después, su maltrecha carabela llegó al puerto de Valencia.
Era un lugar próspero y en auge, pero a ninguno de los tres —ni a Ezio, ni a Leonardo, ni a Maquiavelo— les era familiar. La Lonja de la Seda, recientemente construida, competía en esplendor con el campanario, las Torres de Quart y el Palau de la Generalitat. Era pues una poderosa ciudad catalana, uno de los puertos comerciales más importantes en el mar Mediterráneo, pero también era un lugar confuso y estaba repleto de valencianos, que se mezclaban en las concurridas calles con italianos, holandeses, ingleses y árabes, creando una babel de lenguas.
Por suerte, la
Marea di Alba
estaba amarrada cerca de donde había atracado la carabela y los dos capitanes eran amigos.
—¡
Ciao
, Alberto!
—¡
Ciao
, Filin!
—¿Una mala travesía? —preguntó Alberto, un hombre robusto, de treinta años, desde la cubierta de popa de su navío, mientras supervisaba la carga de seda y caro café poco común, para el viaje de vuelta.
—
Brutissimo
.
—Ya lo veo por el estado de tu barco. Habrá buena mar y viento a favor la semana que viene, así que me estoy dando toda la prisa que puedo.
—Yo no tendré la misma suerte. ¿Cuándo llegaste?
—Hace dos días.
Ezio se acercó.
—¿Y tu pasajero?
Alberto escupió.
—
Che tipo brutto
, pero pagó bien.
—¿Dónde está ahora?
—Se ha ido. Sé que estaba en la ciudad, haciendo preguntas, pero aquí lo conocen bien y tiene muchos amigos, te lo creas o no. —Alberto volvió a escupir—. Aunque no de la mejor calaña.
—Estoy empezando a desear no haber venido —susurró Leonardo—. Yo no soy un hombre al que le guste la violencia.