Ezio, tienes que quitarte a Micheletto de la cabeza —le dijo Leonardo cuando se sentaron en el estudio de Ezio de Roma—. Roma está en paz. Este Papa es fuerte. Ha sometido a la Romaña. Es un soldado y también un hombre de Dios, y quizá con él por fin reine la paz en toda Italia. Y aunque España controle el sur, Fernando e Isabel son nuestros amigos.
Ezio sabía que Leonardo estaba contento con su trabajo. El Papa Julio le había contratado como ingeniero militar y estaba retocando una gran cantidad de nuevos proyectos, aunque a veces echaba de menos su querido Milán, que seguía en manos francesas, y cuando estaba más deprimido hablaba de irse a Amboise, donde le habían ofrecido siempre todo tipo de facilidades. A menudo decía que se marcharía cuando hubiera terminado los encargos del Papa Julio.
En cuanto a la Romaña, Ezio pensaba mucho en Caterina Sforza, a quien seguía amando. En una carta que había recibido de ella le decía que ahora se relacionaba con el embajador florentino. Ezio sabía que su vida seguía siendo confusa y, a pesar del apoyo de Julio, su propia gente la había destituido de Forli por la crueldad que había mostrado cuando sofocó la rebelión contra su último marido intransigente, Girolamo Feo, y ahora se hacía vieja en Florencia. Al principio en las cartas que le escribía estaba enfadado, luego se quejaba y después suplicaba, pero ella no le contestó a ninguna; al final, aceptó que le había utilizado y que nunca más la volvería a ver.
Así era en las relaciones entre hombres y mujeres. Los que tenían suerte, duraban, pero a menudo, cuando terminaban, era para siempre, y la profunda intimidad se sustituía por un desierto.
Ezio estaba herido y humillado, pero no tenía tiempo de regodearse en su sufrimiento. Su trabajo en Roma consolidando la Hermandad, y sobre todo manteniéndola preparada, le tenía ocupado.
—Creo que mientras Micheletto viva, hará todo lo posible por escaparse, liberar a Cesare y ayudarle a reconstruir sus ejércitos —sostuvo Ezio.
Leonardo tenía sus propios problemas que tenían que ver con su irresponsable novio, Salai, y apenas escuchaba a su viejo amigo.
—Nadie ha escapado de la cárcel en Florencia —dijo—. No de esas celdas.
—¿Por qué no lo matan?
—Aún creen que podrían sonsacarle algo, aunque personalmente lo dudo —contestó Leonardo—. De todos modos, los Borgia están acabados. Deberías descansar. ¿Por qué no coges a tu pobre hermana y volvéis a Monteriggioni?
—Ha llegado a enamorarse de Roma y ahora no volvería a un lugar tan pequeño; de todas maneras, el nuevo hogar de la Hermandad está aquí.
Aquél era otro pesar en la vida de Ezio. Tras una larga enfermedad, su madre, María, había muerto. Claudia, después del secuestro a manos de los acérrimos de Borgia, había dejado La Rosa in Fiore y ahora el burdel estaba controlado por la propia red de espías de Julio, que usaba a chicas distintas. La Volpe había negociado con su colega Antonio en Venecia para que enviara a Roma para dirigirlo a Rosa, ahora mayor y más majestuosa, pero no menos fogosa que cuando Ezio la conoció en La Serenissima.
También estaba el problema de la Manzana.
Había habido muchos cambios y cuando Ezio fue al Vaticano para una entrevista con el Papa, no estaba preparado para lo que iba a oír.
—Tengo curiosidad por ese artefacto tuyo —dijo Julio, que siempre iba directo al grano.
—¿A qué se refiere Su Santidad?
El Papa sonrió.
—No recurras a evasivas conmigo, mi querido Ezio. Tengo mis propias fuentes y me han dicho que tienes algo que llamas la Manzana. La encontraste bajo la Capilla Sixtina hace unos años y por lo visto tiene un gran poder.
La mente de Ezio fue a toda velocidad. ¿Cómo había sabido Julio que existía la Manzana? ¿Se lo había contado Leonardo? Leonardo a veces podía llegar a ser curiosamente ingenuo y deseaba con ganas tener un nuevo patrón.
—Me la ofreció, de un modo difícil de explicar, una fuerza de un antiguo mundo para ayudarnos. Y así ha sido, pero temo su potencial. No creo que las manos del Hombre estén preparadas para algo así, pero se conoce como un Fragmento del Edén. Hay otros fragmentos, algunos perdidos y otros quizás ocultos.
—Parece muy útil. ¿Qué hace?
—Tiene la habilidad de controlar los pensamientos y los deseos humanos. Pero eso no es todo: puede revelar cosas que ni te imaginas.
Julio reflexionó sobre eso.
—Me parece que podría resultarme útil. Muy útil, en realidad. Pero también podría utilizarse contra mí si cae en las manos equivocadas.
—Los Borgia intentaron abusar de ella para conseguir la supremacía total. Por suerte, Leonardo, a quien se la dieron para que investigara, no reveló su más oscuro secreto.
El Papa se detuvo de nuevo a pensar.
—Entonces creo que será mejor que la dejemos bajo tu cuidado —dijo por fin—. Si un poder como el que describes te la ofreció a ti, sería imprudente arrebatártela. —Hizo otra pausa—. Creo que, cuando pienses que ya no vas a usarla, deberías esconderla en un lugar seguro, y quizá, si quieres, deja algún tipo de pista para un sucesor digno, puede que un descendiente tuyo, quien tal vez sea capaz él solo de comprenderla para que vuelva a tener un uso en el mundo de las generaciones futuras. Pues creo, Ezio Auditore, y tal vez Dios me guíe en esto, que en nuestra época, nadie más que tú debería tenerla en custodia. Puede que tengas alguna cualidad especial, algún sentido que evite un uso irresponsable por tu parte.
Ezio hizo una reverencia y no dijo nada, pero en su corazón admitía la sabiduría de Julio y no podía estar más de acuerdo con su opinión.
—Por cierto —dijo Julio—, no gusta el novio de Leonardo. ¿Cómo se llama? ¿Salai? Me resulta muy sospechoso, no confiaría en él. Es una pena que Leo sí lo haga porque, dejando a un lado esa pequeña debilidad, el hombre es un genio. ¿Sabes que está desarrollando un tipo de armadura ligera a prueba de balas para mí? No sé de dónde saca las ideas.
Ezio pensó en la muñequera del Códice que Leonardo había vuelto a crear para él y sonrió para sus adentros. Bueno, ¿por qué no? Ahora podía suponer cuál era la fuente de información sobre la Manzana y sabía que el Papa la había revelado a propósito. Por suerte, Salai era más tonto que truhán, pero tenía que vigilarlo de todos modos, y, si era necesario, eliminarlo.
Al fin y al cabo, sabía lo que significaba el apodo de Salai: «pequeño Satán».
Ezio volvió al estudio de Leonardo tras su audiencia con el Papa, pero no se encontró con Salai, y Leonardo se mostraba abochornado. Había enviado a Salai al campo y no le persuadirían para revelar dónde. Esto sería un problema para La Volpe y su Gremio de Ladrones. Estaba claro que Leonardo estaba avergonzado. Tal vez así, en el futuro, aprendería a mantener la boca cerrada delante del chico, pues sabía que Ezio podía causarle muchos problemas. Por suerte, Leonardo era aún más una ayuda que un estorbo, y un buen amigo también, y Ezio se lo dejó muy claro. Pero si había más alteraciones de seguridad; bueno, nadie era indispensable.
Aunque Leonardo quería compensárselo a Ezio.
—He estado pensando en Cesare —dijo, con su habitual entusiasmo.
—¿Sí?
—De hecho, estoy muy contento de que hayas venido. He encontrado a alguien que creo que deberías conocer.
—¿Sabe dónde está Cesare? —preguntó Ezio.
En tal caso, pensó Ezio, Micheletto dejaría de tener importancia. Si no, puede que incluso se planteara dejar escapar a Micheletto —puesto que conocía muy bien la Signoria— para utilizar al hombre y que le llevara a su señor. Sabía que era un plan peligroso, pero no iba a usar la Manzana excepto como último recurso. Cada vez encontraba más inquietante la carga del Fragmento del Edén y había tenido una serie de sueños extraños, de países, edificios y tecnología que no podía existir... Entonces recordó la visión del castillo, el lejano castillo de un país extranjero. Aquello al menos era un edificio que reconocía de su propia época. Pero ¿dónde podía estar?
Leonardo le apartó de sus cavilaciones.
—No sé si sabe dónde está Cesare. Pero se llama Gaspar Tore11a y era el médico personal de Cesare. Tiene algunas ideas que creo que son interesantes. ¿Vamos a verle?
—Cualquier pista es buena.
El
dottore
Torella les recibió en una consulta espaciosa de los Apeninos, de cuyo techo colgaban hierbas, pero también extrañas criaturas como murciélagos secos, los pequeños cadáveres de unos sapos desecados e incluso un cocodrilo pequeño. Torella tenía el rostro arrugado y los hombros un tanto encorvados, pero era más joven de lo que aparentaba; sus movimientos eran rápidos, casi como los de un lagarto, y los ojos detrás de aquellos anteojos brillaban. Era también otro español expatriado, pero tenía una estupenda reputación, por eso el Papa Julio le había perdonado la vida. Al fin y al cabo, no era más que un científico al que no le interesaba la política.
Lo que sí le interesaba, y hablaba mucho de ello, era la Nueva Enfermedad.
—Como sabes, mi antiguo señor y su padre la tenían. Es terrible en sus últimas fases y creo que afecta al cerebro. Tal vez fuera eso lo que les pasó a Cesare y al antiguo Papa. Ambos sacaban las cosas de quicio y puede que aún la sufra Cesare allá donde le tengan metido.
—¿Tienes alguna idea de dónde se encuentra?
—Supongo que lo más lejos posible y en un lugar del que nunca pueda escapar.
Ezio suspiró. Aquello era más que evidente.
—He llamado a la enfermedad
morbus gallicus
, la enfermedad francesa —continuó el doctor Torella, con entusiasmo—. Hasta el Papa actual la tiene en su fase inicial y le estoy tratando. Es una epidemia, claro. Creemos que vino con los marineros de Colón, y seguramente de los de Vespucio, hace unos siete u ocho años, cuando regresaron del Nuevo Mundo.
—Entonces ¿por qué la llamas la enfermedad francesa? —preguntó "Leonardo.
— Bueno está claro que no quiero insultar a los italianos, y los portugueses y los españoles son amigos nuestros. Pero se detectó primero entre los soldados franceses de Nápoles. Empieza con lesiones en los genitales y puede deformar las manos, la espalda y el rostro; de hecho, toda la cabeza. La trato con mercurio, que se bebe o se frota sobre la piel, pero no creo que haya encontrado una cura.
—Es muy interesante —dijo Ezio—, pero ¿matará a Cesare?
—No lo sé.
—Entonces aún tengo que encontrarlo.
—Fascinante —dijo Leonardo, entusiasmado por otro nuevo descubrimiento.
—También he estado trabajando en otra cosa —dijo Torella—, que creo que es incluso más interesante.
—¿Qué es? —preguntó su compañero científico.
—Es esto: que el recuerdo de las personas puede transmitirse, conservarse, de una generación a otra en la sangre. Como pasa con algunas enfermedades. Me gustaría pensar que encontraré una cura para la
morbus gallicus
, pero puede que esté con nosotros durante siglos.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Ezio, al que curiosamente le inquietó el comentario sobre que los recuerdos se transmitían entre generaciones.
—Porque pienso que se transmite desde el primer instante, a través del sexo, y no podemos pasar sin eso.
Ezio se estaba impacientando.
—Gracias por tu tiempo —dijo.
—No lo comentes —respondió Torella—. Y por cierto, si de verdad quieres encontrar a mi antiguo jefe, creo que deberías buscar en España.
—¿En España? ¿En España, dónde?
El médico extendió las manos.
—Yo soy español y Cesare también. ¿Por qué no iban a enviarlo a su casa? Es tan sólo un presentimiento. Siento no ser más específico.
«Sería como buscar una aguja en un pajar...», pensó Ezio. Pero puede que fuera un comienzo.
Ezio ya no mantenía en completo secreto la ubicación de su alojamiento, pero tan sólo unos pocos conocían dónde estaba. Uno de ellos era Maquiavelo. Una noche Ezio se despertó a las cuatro de la madrugada cuando alguien llamó a su puerta con urgencia.
—¡Nicolás! ¿Qué estás haciendo aquí?
Ezio se puso alerta enseguida, como un gato.
—He sido un tonto.
—¿Qué ha pasado? Estabas trabajando en Florencia... No puedes volver tan pronto.
Ezio ya sabía que había sucedido algo grave.
—He sido un tonto —repitió Maquiavelo.
—¿Qué pasa?
—En mi arrogancia he mantenido a Micheletto con vida. —Maquiavelo suspiró—. En una celda segura, para interrogarle.
—Será mejor que me cuentes qué ha ocurrido.
—¡Se ha escapado! ¡La víspera de su ejecución!
—¿De la
Signoria
? ¿Cómo?
—Por el tejado. Los acérrimos de Borgia treparon a él durante la noche y mataron a los guardias antes de bajar una cuerda. El sacerdote que le concedió su última confesión era un simpatizante de los Borgia (hoy le hemos quemado en la hoguera) y metió una lima a escondidas en su celda. Micheletto cortó tan sólo una barra de la ventana. Es un hombre grande, pero le bastó para salir y trepar. Ya sabes lo fuerte que es. Cuando se dio la alarma, era tarde para encontrarle en la ciudad.
—Debemos buscarlo. —Ezio hizo una pausa y de pronto se dio cuenta de la ventaja de aquella adversidad—. Para encontrarlo y ver adónde va. Puede que nos lleve a Cesare. Es fiel hasta la médula y sin el apoyo de Cesare su poder no tiene ningún valor.
—He mandado una caballería al campo para que le den caza.
—Pero hay bastantes pequeños focos de acérrimos de Borgia (como los que lo rescataron) que están dispuestos a protegerle.
—Creo que está en Roma. Por eso he venido aquí.
—¿Por qué Roma?
—Hemos sido displicentes. Aquí también hay seguidores de los Borgia. Los utilizará para dirigirse a Ostia y una vez allí, intentar abordar un barco.
—Bartolomeo está en Ostia. Nadie escapará a él y a sus
condottieri
. Enviaré a un jinete para que le avise.
—Pero ¿adónde irá Micheletto?
—Adónde sino a Valencia, su ciudad natal.
—Ezio, tenemos que asegurarnos. Debemos usar la Manzana, ahora, en este momento, para ver si podemos localizarle.
Ezio se dio la vuelta, en la habitación de su vivienda, fuera de la vista de Maquiavelo, y sacó la Manzana de su escondite secreto. Con cuidado, la sacó de su contenedor y la colocó en la mesa de la estancia. Luego se concentró. Muy despacio, la Manzana comenzó a brillar, y entonces la luz fue cada vez más intensa hasta que la habitación se inundó de una fría iluminación. A continuación, unas imágenes parpadearon en la pared, borrosas al principio y poco definidas, hasta que se convirtieron en algo que ya le había mostrado a Ezio.