Julio II, como se hizo llamar, era un hombre exigente de sesenta años y aún tenía vigor, mental y físico. Era un hombre con gran energía, como Ezio pronto comprobaría, un maquinador político y un guerrero, orgulloso de sus humildes orígenes como descendiente de pescadores porque ¿acaso no había sido pescador el mismo San Pedro?
Aunque la amenaza de los Borgia todavía proyectaba una sombra.
—Ojalá Cesare apareciera —gruñó Bartolomeo mientras Ezio y él hablaban en la sala de mapas de su cuartel.
—Lo hará. Pero sólo cuando esté preparado.
—Mis espías me han dicho que planea reunirse con sus mejores hombres para atacar Roma por una de sus puertas principales.
Ezio reflexionó sobre aquello.
—Si Cesare viene del norte, lo que parece casi seguro, intentará entrar por la puerta cerca de la Castra Praetoria. Puede que incluso trate de retomar la misma Castra, puesto que está en un lugar estratégico.
—Probablemente tengas razón.
Ezio se levantó.
—Reúne a los Asesinos. Nos enfrentaremos juntos a Cesare.
—¿Y si no podemos?
—¡Muy bonito, Barto! Si no podemos, ya me enfrentaré yo solo.
Se separaron y acordaron encontrarse en Roma más tarde aquel día. Si iba a haber un ataque, la Ciudad Sagrada estaría preparada.
Ezio había acertado con su presentimiento. Le había dicho a Bartolomeo que reuniera a los demás en la plaza de una iglesia cerca del Castro, y cuando llegaron, se dirigieron a la puerta norte. Ya estaba muy defendida, puesto que Julio II había aceptado, contentísimo, el consejo de Ezio. El panorama que vieron sus ojos, a unos doscientos metros de distancia, era aleccionador. Allí estaba Cesare, sobre un caballo blanco, rodeado por un grupo de oficiales con uniformes de su propio ejército particular, y detrás de él había por lo menos un batallón de sus propias tropas.
Incluso a aquella distancia, el agudo oído de Ezio podía distinguir la rimbombancia de Cesare. Lo extraño era por qué la gente aún se lo tragaba.
—¡Uniré a toda Italia y vosotros gobernaréis a mi lado! —proclamaba Cesare.
Se dio la vuelta y vio a Ezio y a sus compañeros Asesinos alineados en los baluartes de la puerta. Entonces se acercó a caballo un poco más, aunque no lo bastante para estar al alcance de una ballesta o un mosquete.
—¿Habéis venido a presenciar mi triunfo? —les gritó—. No os preocupéis. Esta no es toda mi fuerza. Micheletto no tardará en llegar con mis ejércitos, pero para entonces todos estaréis muertos. Tengo hombres suficientes para encargarme de vosotros.
Ezio le miró, luego bajó la vista hacia la masa de tropas papales, los reclutas Asesinos y los condottieri que estaban alineados debajo de él, en el interior de la puerta. Alzó una mano y los guardianes retiraron los travesaños de madera que mantenían las puertas cerradas. Se prepararon para abrirlas a la siguiente señal. Ezio mantuvo la mano levantada.
—¡Mis hombres nunca me fallarán! —gritó Cesare—. ¡Saben lo que les espera si lo hacen! Pronto desaparecerás de la Tierra y mis dominios volverán a mí.
Ezio se preguntó si la Nueva Enfermedad le había afectado a su equilibrio mental. Dejó caer la mano y debajo de él las puertas se abrieron; las fuerzas romanas salieron, primero la caballería y después, corriendo detrás, la infantería. Cesare tiró de sus riendas, desesperadamente, forzando el freno en la boca del caballo mientras le hacía girar. Pero la violencia de su maniobra hizo que su montura se tambaleara y enseguida le adelantaron. Respecto a su batallón, empezó a correr en cuanto vio aproximarse a las brigadas romanas.
Vaya, vaya, pensó Ezio. Mi pregunta ha sido contestada. Aquellos hombres estaban dispuestos a luchar por dinero, pero no por lealtad. No se puede comprar la lealtad.
—¡Matad a los Asesinos! —gritó Cesare, desesperado—. ¡Mantened el honor de los Borgia!
Aunque fue todo en vano. Estaba rodeado.
—Baja los brazos, Cesare —le dijo Ezio.
—¡Nunca!
—Ésta ya no es tu ciudad. Ya no eres el capitán general. Las familias Orsini y Colonna están en el bando del nuevo Papa. Algunos de ellos tan sólo te apoyaban de boquilla, pero eso era mentira. Sólo esperaban la oportunidad para reclamar las ciudades y los estados que les habías robado.
Una pequeña delegación atravesaba ahora las puertas. Seis caballeros con armadura negra, uno de ellos con el emblema de Julio II —un robusto roble— en un banderín. A la cabeza, a lomos de un palafrén tordo (lo contrario a un caballo de guerra), cabalgaba un hombre elegantemente vestido que Ezio reconoció al instante como Fabio Orsini. Llevó a sus hombres hasta el todavía orgulloso Cesare.
Se hizo el silencio.
—Cesare Borgia, llamado Valentino, a veces cardenal de Valencia y duque de Valencia —proclamó Orsini. Ezio vio el brillo triunfante de sus ojos—. ¡Por orden de Su Santidad, el Papa Julio II, te arresto por tus crímenes de asesinato, traición e incesto!
Los seis caballeros se colocaron junto a Cesare, dos a cada lado, uno delante y otro detrás. Cogieron las riendas de su caballo y le ataron a la silla.
—¡No, no, no, no! —vociferó Cesare—. ¡Así no es como acaba!
Uno de los caballeros le dio un toque al caballo en la grupa y éste empezó a trotar hacia delante.
—¡Así no es como acaba! —gritó Cesare con actitud desafiante—. ¡Las cadenas no me retendrán! —Su voz se alzó hasta convertirse en un alarido—. ¡No moriré por la mano del Hombre!
Todos le oyeron, pero nadie estaba escuchando.
—Vamos —dijo Orsini secamente.
Me preguntaba qué había pasado contigo —dijo Ezio—. Entonces vi el dibujo hecho con tiza de la mano señalando y supe que era una señal, por eso te envié un mensaje. ¡Y ahora, aquí estás! Pensaba que te habías marchado a Francia.
—Yo no. ¡Aún no! —contestó Leonardo mientras, antes de sentarse, le quitaba el polvo a una silla en el escondite de los Asesinos de la isla Tiberina.
La luz del sol se filtraba por las altas ventanas.
—Me alegro de oírlo. Y aún me alegro más de que no te cogieran en la operación que el nuevo Papa ha organizado para capturar a los seguidores de Borgia restantes.
—Bueno, no se puede retener a un buen hombre —respondió Leonardo. Iba vestido mejor que nunca y no parecía que le hubieran afectado lo más mínimo los últimos acontecimientos—. El Papa Julio no es ningún tonto. Sabe quién le sería útil y quién no, sin importar lo que hayan hecho en el pasado.
—Mientras se arrepientan de verdad.
—Así es —dijo Leonardo con sequedad.
—¿Y estás dispuesto a serme útil?
—¿No lo he estado siempre? —Leonardo sonrió—. ¿Tenemos de qué preocuparnos ahora que Cesare está bajo llave? Es tan sólo cuestión de tiempo que le saquen y le quemen en la hoguera. ¡Mira la lista de comparecencias! Es tan larga como tu brazo.
—Quizá tengas razón.
—Claro, el mundo no sería mundo sin problemas —dijo Leonardo para desviar el tema—. Está muy bien que hayan acabado con Cesare, pero he perdido un patrón muy valioso y además están pensando en traer de Florencia a ese mocoso de Michelangelo. ¿No te parece increíble? Lo único que sabe hacer son esculturas a base de golpes.
—Según me han dicho, también es un arquitecto bastante bueno. Y tampoco se le da mal la pintura.
Leonardo le miró con mala cara.
—¿Sabes el dedo aquel que te dibujé? Un día de éstos, espero, estará en medio del retrato de un hombre, Juan Bautista, y apuntará al cielo. ¡Eso sí que será un cuadro!
—No he dicho que sea tan buen pintor como tú —añadió Ezio enseguida—. Y en cuanto a inventor...
—En mi opinión, debería quedarse con lo que se le dé mejor.
—Leo, ¿estás celoso?
—¿Yo? ¡Nunca!
Había llegado el momento de llevar de vuelta a Leonardo al problema que molestaba a Ezio, y la razón por la que había contestado a su mensaje era que le estaba buscando. Sólo esperaba que pudiera confiar en él, aunque conocía a Leonardo lo bastante bien como para comprender las razones de su personalidad.
—Tu anterior patrón... —empezó a decir.
—¿Cesare?
—Sí. No me gustó cómo dijo «Las cadenas no me retendrán».
—Vamos, Ezio. Está en la mazmorra más profunda del Castel Sant'Angelo. Como caen los poderosos, ¿eh?
—Todavía tiene amigos.
—Unas cuantas criaturas infelices puede que aún piensen que tiene un futuro, pero desde que Micheletto y sus ejércitos por lo visto no aparecieron, creo que no hay ningún peligro real.
—Aunque Micheletto no haya conseguido reunir los restos de sus fuerzas, lo que parece probable, puesto que los espías que tenemos en el campo no nos han informado de ningún movimiento de tropas...
—Mira, Ezio, al llegarles las noticias de que della Rovere había sido nombrado Papa y de que habían arrestado a Cesare, el antiguo ejército de Borgia se habrá dispersado como las hormigas en un hormiguero cuando viertes en él agua hirviendo.
—No descansaré hasta que sepa que Cesare ha muerto.
—Bueno, hay un modo de averiguarlo.
Ezio miró a Leonardo.
—¿Te refieres a la Manzana?
—¿Dónde está?
—Aquí.
—Pues cógela, vamos a consultarla.
Ezio vaciló.
—No, es demasiado poderosa. Debo ocultarla para siempre de la Humanidad.
—¿Qué? ¿Algo tan valioso como eso?
Leonardo negó con la cabeza.
—Tú mismo dijiste hace muchos años que nunca debería permitirse que cayera en las manos equivocadas.
—Entonces lo que tenemos que hacer es mantenerla alejada de esas manos.
—No hay garantía de cumplirlo.
Leonardo se puso serio.
—Mira, Ezio, si decides enterrarla en algún sitio, prométeme una cosa.
—¿Sí?
—Bueno, dos cosas. Primero, quédatela mientras la necesites. Deberías tener todo de tu parte si tu objetivo es eliminar para siempre a los Borgia y a los Templarios. Pero cuando termines, y la escondas del mundo, piensa como si fuera una semilla que plantar. Deja alguna pista de dónde se encuentra para que pueda encontrarse. Las futuras generaciones, tal vez de Asesinos, puede que necesiten el poder de la Manzana algún día, y la usen para el bien.
—¿Y si cae en manos de otro Cesare?
—Y dale con Cesare. Escucha, ¿por qué no dejas de sufrir ya y ves si la Manzana puede ofrecerte orientación?
Ezio luchó consigo mismo unos instantes más y luego dijo:
—Muy bien. Estoy de acuerdo.
Desapareció un momento y luego volvió con una caja cuadrada, cubierta de plomo, con una enorme cerradura. Del interior de su túnica, sacó una llave en una cadena de plata que llevaba alrededor del cuello, y abrió la caja. Allí, sobre una base de terciopelo verde, estaba la Manzana. Parecía gris, como siempre que estaba inerte, y tenía el tamaño de un melón pequeño, con una textura curiosamente suave y flexible, como la piel humana.
—Pregúntale —le apremió Leonardo, con los ojos llenos de entusiasmo al volver a ver la Manzana.
Ezio sabía que su amigo estaba reprimiendo el deseo de cogerla y salir corriendo, y comprendía la gran tentación que era para aquel erudito, cuya sed de conocimiento a veces amenazaba con abrumarle y nunca dejarle descansar.
Ezio alzó la Manzana y cerró los ojos para concentrarse mientras formulaba las preguntas. La Manzana empezó a brillar casi enseguida y luego comenzó a proyectar imágenes en la pared.
Aparecieron fuertes y rápidas, no duraron mucho tiempo, pero Ezio —y sólo Ezio— vio cómo Cesare escapaba de la prisión y de Roma. Eso fue todo, hasta que las imágenes incipientes de la pared se fusionaron para mostrar un puerto concurrido, donde el agua brillaba y relucía bajo un sol del sur, y se distinguía una flota. La visión se desvaneció y entonces se vio un castillo en la distancia o tal vez una población fortificada sobre una colina, que Ezio de algún modo sabía que estaba lejos. Por el paisaje y el calor del sol, era evidente que no se encontraba en los Estados Papales de Italia. La arquitectura también parecía extranjera, pero ni Ezio ni Leonardo supieron ubicarla. Entonces Ezio vio la ciudadela de Mario en Monteriggioni y la imagen se movió y cambió, le llevó al estudio secreto de Mario —el Santuario—, donde se habían recopilado las páginas del Códice. La puerta oculta estaba cerrada y al otro lado Ezio pudo ver unas figuras arcanas y unas letras escritas. A continuación lo vio todo como si fuera un águila volando sobre las ruinas de la antigua fortaleza de los Asesinos. Entonces, de repente, la Manzana se apagó y la única luz en la habitación fue de nuevo la que otorgaba la tranquila luz del sol.
— ¡Va a escaparse! ¡Tengo que irme!
Ezio volvió a guardar la Manzana en la caja y se levantó con tanta brusquedad que volcó su silla.
—¿Y tus amigos?
—La Hermandad seguirá, conmigo o sin mí. Así es como la he hecho. —Cogió otra vez la caja y metió la Manzana en su bolsa de cuero—. Perdóname, Leo, pero no tengo tiempo que perder.
Ya tenía colocadas la hoja oculta y la muñequera, y se guardó la pistola y algo de munición en la cartera de su cinturón.
—Detente. Tienes que pensar. Debes tener un plan.
—Mi plan es acabar con Cesare. Debería haberlo hecho hace mucho tiempo.
Leonardo extendió las manos.
—Veo que no puedo detenerte. Pero no tengo intención de marcharme de Roma y ya sabes dónde está mi estudio.
—Tengo un regalo para ti —dijo Ezio. Había una caja fuerte en la mesa que los separaba. Ezio colocó una mano sobre ella—. Ten.
Leonardo se puso de pie.
—Si esto es un adiós, guárdate tu dinero. No lo quiero.
Ezio sonrió.
—Por supuesto que no es un adiós y claro que lo quieres. Lo necesitas para tu trabajo. Cógelo. Piensa en mí como tu patrón, si quieres, hasta que encuentres uno mejor.
Los hombres se abrazaron.
—Volveremos a vernos —dijo Ezio—. Tienes mi palabra. Buona fortuna, mi más viejo amigo.
Lo que había predicho la Manzana no podía corregirse, puesto que mostraba el futuro tal y como sería, y ninguna mujer ni ningún hombre podían modificar eso, así como no se podía cambiar el pasado.
Al acercarse Ezio al Castel Sant'Angelo, vio a los nuevos guardias papales, que llevaban la librea de Julio II y salían de la antigua fortaleza para dispersarse en grupos organizados por el río y las calles de los alrededores. Las campanas y las trompetas tocaron un aviso. Ezio supo lo que había pasado, incluso antes de que un capitán jadeante al que detuvo le dijera: