—¿Por qué de repente has cambiado de idea, Nicolás?
Maquiavelo sonrió.
—¿Que he cambiado de idea? Siempre he estado de tu parte. Siempre he sido fiel a la causa. Mi defecto es que me guardo mis pensamientos. Eso es lo que causó las dudas en tu mente y en la de Gilberto. Ahora ya nos hemos librado de esa situación desagradable. Yo nunca quise ser el líder. Soy... más bien un observador. Bueno, hagamos el salto de fe juntos, ¡como amigos y compañeros guerreros del Credo!
Maquiavelo extendió su mano y, sonriendo, Ezio la cogió con firmeza. Entonces saltaron juntos del tejado del
campanile
.
Apenas habían aterrizado y se habían reunido con sus compañeros, cuando un mensajero se acercó cabalgando. Sin aliento, anunció:
—Maestro Maquiavelo, Cesare ha regresado a Roma solo de su última incursión en la Romaña. Se dirige al Castel Sant'Angelo.
—Grazie, Alberto —dijo Maquiavelo, mientras el mensajero daba la vuelta con su caballo y se marchaba al galope por donde había venido.
—¿Y bien? —le preguntó Ezio. Maquiavelo le mostró sus palmas.
—La decisión es tuya, no mía.
—Nicolás, será mejor que no dejes de decirme lo que piensas. Ahora busco la opinión del consejero en el que más confío.
Maquiavelo sonrió.
—En tal caso ya sabes lo que opino. No he cambiado de idea. Los Borgia deben eliminarse. Ve a matarlos,
mentore
. Termina el trabajo que has empezado.
—Buen consejo.
—Lo sé.
Maquiavelo le miró con ojos inquisidores.
—¿Qué pasa? —preguntó Ezio.
—He pensado en escribir un libro sobre los métodos de Cesare. Ahora creo que tal vez me dedique a examinarte a ti.
—Si escribes un libro sobre mí—dijo Ezio—, ¡será mejor que sea uno corto!
Ezio llegó al Castel Sant'Angelo y se encontró con que una multitud se había reunido en la otra orilla del Tíber. Se mezcló entre el montón de gente y al abrirse camino, vio que entre las tropas francesas que vigilaban el puente que iba a dar al Castel, y en el mismo castillo, reinaba el caos. Algunos soldados estaban recogiendo su equipo, mientras los oficiales y los tenientes se movían, desesperados, entre ellos, dando órdenes de que deshicieran su equipaje. Algunas órdenes eran contradictorias y, como consecuencia, habían empezado a pelearse aquí y allá. La muchedumbre italiana seguía observando y Ezio advirtió que disfrutaban bastante. Aunque llevaba su propia ropa colgada al hombro en una cartera, Ezio había tenido la precaución una vez más de ponerse el uniforme francés que había llevado en el ataque a Castra Praetoria, y ahora se había quitado la capa que lo cubría y caminaba deprisa hacia el puente. Nadie le prestó atención, pero cuando pasó entre las tropas francesas, oyó algunos trozos de conversación útiles.
—¿Cuándo esperamos el ataque de d'Alviano y sus mercenarios?
—Dicen que ya está de camino.
—Entonces, ¿por qué estamos recogiendo? ¿Nos retiramos?
—¡Eso espero!
Tout cela, c'est rien qu'un tas de merde
.
Un soldado raso vio a Ezio.
—¡Señor! ¡Señor! ¿Qué debemos hacer?
—Voy a averiguarlo —contestó Ezio.
—¡Señor!
—¿Qué pasa?
—¿Quién está ahora al mando, señor, ahora que el general de Valois está muerto?
—No dudes de que el rey enviará a un sustituto.
—¿Es cierto, señor, que murió como un valiente en la batalla?
Ezio sonrió para sus adentros.
—Por supuesto que es cierto. Al frente de sus hombres.
Continuó avanzando hacia el castillo.
Una vez dentro, encontró el camino hacia los baluartes, y desde su posición estratégica, bajó la vista al patio donde vio a Cesare hablando con un capitán de la guardia papal que estaba en la puerta de la ciudadela interior.
—¡Tengo que ver al Papa! —apremió Cesare—. ¡Tengo que ver a mi padre ahora!
—Por supuesto, Su Gracia. Encontrará a Su Santidad en sus dependencias privadas en lo más alto del castillo.
—¡Pues quítate de mi camino, estúpido!
Cesare pasó empujando al desafortunado capitán mientras éste ordenaba enseguida que abrieran una portezuela de la puerta principal para dejarle entrar. Ezio observó unos instantes y luego rodeó la circunferencia del Castel hasta que llegó a donde estaba situada la puerta secreta. Se tiró al suelo y entró con la llave de Pietro.
Una vez dentro, echó un vistazo con cautela y entonces, al no ver a nadie, bajó por una escalera en dirección a las celdas de las que había rescatado a Caterina Sforza. Encontró un lugar tranquilo, se quitó rápidamente el uniforme de teniente francés y se puso su propia ropa, que estaba diseñada para el trabajo que tenía que hacer. Revisó deprisa sus armas, se colocó la muñequera, preparó la daga venenosa y comprobó que tenía unos cuantos dardos venenosos, guardados a buen recaudo en su cinturón. Luego, pegado a la pared, se dirigió hacia la escalera que subía a la parte más elevada del castillo. El camino estaba vigilado y tuvo que enviar a tres soldados con su Creador antes de que pudiera continuar.
Al final llegó al jardín donde había visto a Lucrezia y a su amante en su cita. A la luz del día pudo ver que sus dependencias eran parte de un complejo. Más allá había unas más grandes e incluso más espléndidas y dedujo que serían las del Papa. Pero al salir corriendo en aquella dirección, fue interrumpido por una conversación que provenía de los aposentos de Lucrezia. Se acercó a hurtadillas a la ventana abierta, de donde venían las voces, y escuchó. Vio a Lucrezia, que no parecía estar afectada tras la terrible experiencia en las celdas, hablando con el mismo sirviente al que le había confiado la información sobre su aventura con Pietro, que le había pasado a su celoso hermano, con un éxito evidente a juzgar por el rápido regreso de Cesare a Roma.
—No lo entiendo —estaba diciendo Lucrezia, irritada—. Ayer por la noche pedí un nuevo lote de cantarella. Toffana tenía que habérmelo entregado a mí personalmente a mediodía. ¿La has visto? ¿Qué está pasando?
—Lo siento muchísimo,
mia signora
, pero he oído que el Papa ha interceptado la entrega. Se la ha quedado toda para él.
—¡Viejo cabrón! ¿Dónde está?
—En sus aposentos.
Madonna
, hay una reunión...
—¿Una reunión? ¿Con quién?
El sirviente vaciló.
—Con Cesare,
madonna
.
Lucrezia asimiló lo que acababa de escuchar y luego dijo, en parte para sus adentros:
—Qué extraño. Mi padre no me ha dicho que Cesare había vuelto.
Absorta en sus pensamientos, abandonó la habitación.
Al quedarse solo, el sirviente empezó a recoger, recolocó las mesas y las sillas, y se quedó mascullando.
Ezio esperó otro rato a ver si se divulgaba más información útil, pero lo único que dijo el sirviente fue:
—Esta mujer me da muchos problemas... ¿Por qué no me quedé en los establos, donde estaba muy bien? ¿Llama a esto ascenso? Me juego el cuello por ella cada vez que le hago un recado. Y tengo que probar su maldita comida cada vez que se sienta a la mesa. —Se calló un momento y luego añadió—: ¡Menuda familia!
Ezio se marchó antes de oír aquellas últimas palabras. Se escabulló por el jardín hacia las dependencias del Papa y, puesto que la única entrada estaba muy vigilada y no quería llamar la atención —no tardarían mucho en descubrir los cadáveres de los guardias que había matado en las escaleras de abajo—, encontró un sitio por el que trepar discretamente a una de las ventanas principales del edificio. Resultó acertar con el presentimiento de que sería una ventana directa a la cámara del Papa y además tenía un ancho alféizar donde podía posarse en un extremo, mientras permanecía fuera de la vista. Con la hoja de su cuchillo fue capaz de abrirla un poco para oír lo que decían dentro.
Rodrigo, el Papa Alejandro VI, estaba solo en la habitación, junto a una mesa en la que había un bol grande de plata con manzanas rojas y amarillas, cuya posición corrigió, nervioso, al abrirse la puerta y entrar Cesare, sin previo aviso. Era evidente que estaba enfadado y, sin preámbulo, lanzó una amarga diatriba.
—¿Qué coño pasa? —empezó.
—No sé a qué te refieres —contestó su padre con reservas.
—Oh, sí que lo sabes. Me han cortado los fondos y mis tropas están dispersas.
—Ah. Bueno, ya sabes, después del trágico... fallecimiento de tu banquero, Agostino Chigi tomó el mando de todos sus asuntos...
Cesare se rio con amargura.
—¡Tu banquero! Tenía que haberlo sabido. ¿Y mis hombres?
—Todos tenemos penurias económicas de vez en cuando, hijo mío, incluso los que tenemos ejércitos y una desmesurada ambición.
—¿Vas a hacer que Chigi me dé dinero o no?
—No.
—¡Ya lo veremos!
Furioso, Cesare cogió una manzana del bol. Ezio vio que el Papa observaba a su hijo con detenimiento.
—Chigi no te ayudará —dijo el Papa desapasionadamente—. Y él es demasiado poderoso como para que lo sometas a tu voluntad.
—En ese caso —dijo Cesare con aire despectivo—, utilizaré el Fragmento del Edén para conseguir lo que quiero. Haré que tu ayuda me resulte innecesaria.
Mordió la manzana con una sonrisa maliciosa.
—Eso ya me había quedado más que claro —dijo el Papa secamente—. Por cierto, supongo que sabes que el general de Valois está muerto, ¿no?
La sonrisa de Cesare desapareció al instante.
—No. Acabo de volver de Roma. —Su tono se puso amenazante—. ¿Le has...?
El Papa extendió las manos.
—¿Qué motivo iba a tener yo para matarlo? ¿O estaba conspirando en mi contra, tal vez, con mi querido, brillante y traidor capitán general?
Cesare le dio otro mordisco a la manzana.
—¡No tengo que aguantar esto! —gruñó mientras masticaba.
—Los Asesinos le mataron, por si te interesa saberlo.
Cesare tragó, con los ojos muy abiertos. Entonces la cara se le oscureció por la furia.
—¿Por qué no los detuviste?
—Como si pudiera. Fue decisión tuya atacar Monteriggioni, no mía. Ya va siendo hora de que te responsabilices de tus propias fechorías, si no es demasiado tarde.
—Querrás decir mis acciones —replicó Cesare con orgullo—. A pesar de la constante intromisión de fracasos como tú.
El hombre más joven se dio la vuelta para marcharse, pero el Papa dio rápido la vuelta a la mesa para bloquearle el paso en la puerta.
—Tú no vas a ningún sitio —gruñó Rodrigo—. Y estás equivocado. Yo soy el que tengo el Fragmento del Edén.
—Mentiroso. Quítate de en medio, viejo estúpido.
El Papa negó con la cabeza tristemente.
—Te he dado siempre todo lo que he podido y aun así no ha sido suficiente.
En aquel instante, Ezio vio que Lucrezia irrumpía en la habitación con ojos de loca.
—¡Cesare! —gritó—. ¡Ten cuidado! ¡Intenta envenenarte!
Cesare se quedó helado. Miró la manzana que tenía en la mano, escupió el trozo que acababa de morder y su cara se convirtió en una máscara. La propia expresión de Rodrigo también cambió y pasó de reflejar triunfo a miedo. Se apartó de su hijo y colocó la mesa entre ambos.
—¿Me has envenenado? —exclamó Cesare con los ojos clavados en los de su padre.
—No ibas a... entrar en razón —tartamudeó el Papa.
Cesare sonrió mientras avanzaba muy pausadamente hacia Rodrigo y decía:
—Padre. Querido padre. ¿No lo ves? Yo lo controlo todo. Todo. Si quiero vivir, a pesar de tus esfuerzos, viviré. Y si hay algo, cualquier cosa, que quiera, lo tendré. —Se acercó más al Papa y le cogió por el cuello al tiempo que alzaba la manzana envenenada en su mano—. Por ejemplo, si quiero que mueras, ¡te mueres!
Tiró de su padre y empujó la manzana en su boca abierta antes de que le diera tiempo a cerrarla y, cogiéndole de la cabeza y de la mandíbula, hizo que se le cerraran los labios. Rodrigo se resistió y al no poder respirar, se ahogó con la manzana. Cayó al suelo, agonizando, y sus dos hijos contemplaron fríamente cómo se moría.
Cesare no perdió el tiempo, se arrodilló y buscó entre la túnica de su padre muerto. No había nada. Se levantó y empujó a su hermana, que se apartó de él.
—Tú... deberías buscar ayuda. Tienes el veneno dentro —gritó.
—No hay suficiente —espetó con voz quebrada—. ¿De verdad crees que soy tan tonto como para no haber tomado un antídoto profiláctico antes de venir aquí? Nuestro padre era un viejo zorro detestable y sabía cómo reaccionaría si pensaba por un momento que el poder se estaba escapando en mi dirección. Bueno, me ha dicho que tiene el Fragmento del Edén.
—Te... te ha dicho la verdad.
Cesare le dio una bofetada.
—¿Por qué no se me ha informado?
—Estabas fuera..., la trasladó..., temía que los Asesinos pudieran...
Cesare volvió a abofetearla.
—¡Estabas compinchada con él!
—¡No! ¡No! Creía que había enviado a unos mensajeros para que lo contaran.
—¡Mentirosa!
—Digo la verdad. En serio, creía que lo sabías o que al menos te habían informado de lo que había hecho.
Cesare volvió a pegarle, esta vez más fuerte, haciendo que perdiera el equilibrio y se cayera.
—Cesare —dijo mientras se esforzaba por respirar, con los ojos llenos de pánico y miedo—, ¿estás loco? Soy Lucrezia. Tu hermana. Tu amante. Tu reina.
Se levantó y, con timidez, le puso las manos en las mejillas para acariciarlas. Pero la reacción de Cesare fue agarrarla por el cuello y sacudirla, como un terrier a un hurón.
—No eres más que una zorra. —Acercó su cara a la suya y la empujó con agresividad—. Ahora dime —continuó con una voz peligrosamente baja—, ¿dónde está?
La incredulidad se reflejó en su voz cuando contestó, atragantándose mientras se esforzaba por hablar.
—¿Nunca... me has querido?
Su respuesta fue soltarla del cuello y volver a golpearla, esta vez cerca del ojo, con el puño cerrado.
—¿Dónde está la Manzana? ¡LA MANZANA! —gritó—. ¡Dímelo!
Ella le escupió en la cara y él la cogió del brazo y la tiró al suelo, donde empezó a darle patadas mientras repetía su pregunta una y otra vez. Ezio se puso tenso y tuvo que contenerse para no intervenir —al fin y al cabo, tenía que averiguar la respuesta—, pero le horrorizaba lo que estaba presenciando.
—Muy bien. Muy bien —dijo al final con la voz quebrada.