Bartolomeo era uno de los mejores condottieri y el antiguo compañero de armas de Ezio. También era, a pesar de su estilo zafio y torpe y su tendencia alarmante al enfado y la depresión, un hombre con una integridad y una lealtad de hierro. Aquellas cualidades le convertían en uno de los pilares de la Hermandad, eso y su inquebrantable odio a la Secta de los Templarios.
Pero ¿cómo le encontraría Ezio ahora? Lo averiguaría pronto. Se había enterado de que Bartolomeo había vuelto al cuartel de su ejército personal, a las afueras de Roma. El cuartel estaba bastante aislado, en el campo, al noreste, pero no muy lejos de las torres de vigilancia fortificadas que los Borgia habían levantado en varias posiciones estratégicas dentro y fuera de la ciudad. Los Borgia sabían que no tenían que meterse con Bartolomeo. Al menos, no hasta que se sintieran lo bastante poderosos para aplastarlo como a una cucaracha, que era lo que ellos le consideraban. Y Ezio sabía que su poder crecía a diario.
Llegó a su destino poco después de la hora de pranzo. El sol ya había alcanzado su punto máximo y hacía demasiado calor, pero una brisa del oeste mitigaba aquella incomodidad. Al llegar a la enorme puerta en la alta empalizada que rodeaba el cuartel, llamó con el puño.
Se abrió la mirilla de la puerta y Ezio supo que un ojo le evaluaba. Luego se cerró y oyó una breve conversación amortiguada.
La mirilla volvió a abrirse. Entonces se oyó un grito barítono de júbilo y después de descorrer muchos pestillos, la puerta se abrió. Allí estaba un hombre grande, un poco más joven que Ezio, con su basta ropa del ejército menos desaliñada que de costumbre y los brazos abiertos.
— ¡Ezio Auditore, sinvergüenza! Entra. Entra. Te mataré si no lo haces.
—Bartolomeo.
Los dos viejos amigos se abrazaron afectuosamente, luego atravesaron el patio del cuartel hacia las dependencias de Bartolomeo.
—Vamos, vamos —dijo Bartolomeo con su habitual entusiasmo—. Hay alguien que quiero que conozcas.
—Entraron en una larga habitación, bien iluminada gracias a unas amplias ventanas que daban al patio interior. Era una habitación que sin duda le servía para vivir y para comer, espaciosa y aireada. Pero había algo muy distinto en Bartolomeo. Había persianas limpias en las ventanas; un mantel bordado, extendido sobre la mesa, donde todavía no se habían recogido los restos del almuerzo, y cuadros en las paredes. Incluso había una estantería. Bianca, la querida gran espada de Bartolomeo, no aparecía por ninguna parte. Sobre todo, aquel lugar estaba increíblemente ordenado.
—Espera aquí —dijo Bartolomeo y chasqueó los dedos a un ordenanza para pedirle vino, claramente entusiasmado—. Ahora adivina a quién quiero presentarte.
Ezio volvió a echar un vistazo a la habitación.
—Bueno, he conocido a Bianca...
Bartolomeo hizo un gesto de impaciencia.
—¡No, no! Ahora está en la sala de mapas. Allí es donde vive hoy en día. Prueba de nuevo.
—Bueno, ¿podría ser... tu esposa? —sugirió Ezio con picardía.
Bartolomeo se mostró tan consternado que Ezio casi se arrepintió de haber hecho una deducción tan precisa, aunque le había parecido bastante obvia. Pero el grandullón se animó enseguida y continuó:
—Es un tesoro. No te lo creerías. —Se dio la vuelta en dirección a las habitaciones interiores—. ¡Pantasilea! ¡Pantasilea! —El ordenanza volvió a aparecer con una bandeja con dulces, un decantador y unos vasos—. ¿Dónde está? —preguntó Bartolomeo.
—¿Has mirado debajo de la mesa? —dijo Ezio en tono irónico.
Justo entonces apareció Pantasilea, bajando una escalera que recorría la pared oeste de la habitación.
—¡Aquí está!
Ezio se levantó para saludarla e hizo una reverencia.
—Auditore, Ezio.
—Baglioni, Pantasilea, ahora Baglioni-d'Alviano.
Era joven aún, de unos veintitantos, calculó Ezio. Por su nombre era de familia noble, y su vestido, aunque modesto, era bonito y de buen gusto. Su rostro, ovalado, estaba enmarcado por una fina melena rubia; su nariz era respingona como una flor; sus labios, generosos y divertidos, así como sus inteligentes ojos, de un intenso color marrón oscuro, que eran muy amistosos cuando te miraba, y aun así parecía que se guardaba algo para sí misma. Era alta, le llegaba a Bartolomeo por el hombro, y esbelta, de espalda ancha y caderas estrechas; tenía los brazos largos y delgados, y las piernas, torneadas. Era evidente que Bartolomeo había encontrado un tesoro. Ezio confió en que su amigo se aferrase a ella.
—
Lieta di conoscervi
—estaba diciendo Pantasilea.
—
Altrettanto a lei
.
Miró a un hombre y después al otro.
—Tendremos tiempo de conocernos mejor en otra ocasión —le dijo a Ezio, no con el tono de una mujer que deja a los hombres con sus asuntos, sino de tener ella asuntos propios.
—Quédate un rato,
tesora mia
.
—No, Barto, sabes que tengo que ir a ver al administrativo. De un modo u otro, siempre consigue echar a perder las cuentas. Y algo pasa con el suministro de agua. También debo ocuparme de eso. —A Ezio le dijo—:
Ora, mi scusi, ma...
—
Con piacere
.
Sonrió a ambos, volvió a subir las escaleras y desapareció.
—¿Qué opinas? —preguntó Bartolomeo.
—Encantadora, desde luego.
Ezio era sincero. También advirtió cómo su amigo se contenía cuando estaba su mujer delante. Se imaginó que habría muy pocas palabrotas en presencia de Pantasilea. Por supuesto, se preguntó qué demonios había visto aquella mujer en su marido, pero lo cierto era que no la conocía en absoluto.
—Creo que haría cualquier cosa por mí.
—¿Dónde la conociste?
—Ya hablaremos de eso en otro momento. —Bartolomeo cogió el decantador y los dos vasos y rodeó los hombros de Ezio con el brazo que tenía libre—. Estoy muy contento de que hayas venido. Acabo de volver de luchar, como debes de saber, y en cuanto me enteré de que estabas en Roma, iba a enviar a unos hombres para que te localizaran. Sé que te gusta mantener en secreto dónde vives y no te culpo, sobre todo en este nido de víboras, pero por suerte te me has adelantado, estupendo porque quiero hablarte de la guerra. Vamos a la sala de mapas.
—Sé que Cesare está aliado con los franceses —dijo Ezio—. ¿Qué tal va la lucha contra ellos?
—
Bene
. Las compañías que he dejado allí, que estarán luchando bajo el mando de Fabio, se mantienen firmes. Y aquí tengo más hombres a los que entrenar.
Ezio se quedó reflexionando.
—Maquiavelo por lo visto creía que las cosas estaban... peor.
Bartolomeo se encogió de hombros.
—Bueno, ya conoces a Maquiavelo. Él...
Fueron interrumpidos por la llegada de uno de los sargentos de Bartolomeo. Pantasilea estaba a su lado. El hombre estaba aterrorizado mientras que ella estaba muy tranquila.
—Capitano —dijo el sargento con urgencia—. Necesitamos tu ayuda. Los Borgia han lanzado un ataque.
—¿Qué? No lo esperaba tan pronto. Perdona, Ezio. —Bartolomeo le gritó a Pantasilea—: Pásame a Bianca.
Ella enseguida le lanzó la gran espada desde el otro lado de la habitación, se la guardó y salió corriendo de la estancia, seguido de su sargento. Ezio hizo el ademán de seguirles, pero Pantasilea le retuvo, cogiéndole fuerte del brazo.
—¡Espera! —exclamó.
—¿Qué pasa?
Parecía muy preocupada.
—Ezio, deja que vaya directamente al grano. La lucha no va bien, ni aquí ni en. la Romaña. Nos han atacado por todos los flancos. Los Borgia están en un lado y los franceses bajo las órdenes del general Octavien en el otro. Pero has de saber que la posición de los Borgia es débil. Si los derrotamos, podremos concentrar nuestras fuerzas en el frente francés. Nos ayudará mucho tomar esta torre. Si alguien pudiera rodearla por detrás...
Ezio inclinó la cabeza.
—Creo que se me ocurre cómo ayudar. Tu información es inestimable.
Mille grazie, madonna d'Alviano
.
La chica sonrió.
—Es lo menos que puede hacer una esposa para ayudar a su marido.
Los Borgia habían lanzado un ataque sorpresa al cuartel y habían elegido la hora de la siesta para hacerlo. Los hombres de Bartolomeo les habían combatido usando armas tradicionales, pero mientras retrocedían hacia la torre, Ezio vio a los pistoleros de Cesare concentrándose en las almenas, armados con sus nuevas llaves de rueda, que apuntaban a la multitud de
condottieri
que había abajo.
Bordeó el tumulto para evitar cualquier confrontación con las tropas de los Borgia. Dio la vuelta y se dirigió a la parte trasera de la torre. Tal y como esperaba, todo el mundo tenía centrada la atención en la batalla que tenía lugar delante. Trepó por las paredes exteriores, donde encontró puntos de apoyo fáciles en la piedra tosca con la que se habían construido. Los hombres de Bartolomeo iban armados con arcos y algunos tenían mosquetes, para las distancias largas, pero no serían capaces de resistir el fuego mortal de las nuevas pistolas sofisticadas con llave de rueda.
Ezio llegó arriba, a unos doce metros del suelo, en menos de tres minutos. Se tiró sobre el parapeto de la parte de atrás, con los tendones tensos, y en silencio bajó hacia el tejado de la torre. Se ocultó detrás de los mosqueteros, avanzando paso a paso, sin hacer ruido, cada vez más cerca del enemigo. En silencio, desenfundó su puñal y sacó su hoja oculta. Se acercó sigilosamente a los hombres, y con un repentino frenesí por matar, despachó a cuatro pistoleros con las dos hojas. Fue entonces cuando los tiradores de primera de los Borgia se dieron cuenta de que el enemigo estaba entre ellos. Ezio vio que un hombre le apuntaba con su llave de rueda; todavía estaba a unos cuatro metros de distancia, así que Ezio se limitó a lanzar su puñal. Dio tres vueltas en el aire antes de incrustarse entre los ojos del hombre con un horrible ruido sordo. El hombre cayó, pero no antes de apretar el gatillo de su mosquete. Por suerte para Ezio, el cañón se había desviado, la bala salió hacia la derecha y le dio a su colega más cercano, atravesándole la nuez antes de clavarse en el hombro del pistolero que había detrás. Ambos murieron, lo que dejó a tan sólo tres soldados de Borgia en el tejado de la torre. Sin detenerse, Ezio saltó de lado y golpeó con la palma de la mano al hombre que tenía más cerca, con tanta fuerza que se cayó por las almenas. Ezio cogió su arma por el cañón cuando el hombre cayó y le dio en la cara con la culata al siguiente soldado. Fue detrás de su compañero, torre abajo, con un grito desesperado. El último hombre alzó las manos como señal de rendición, pero era demasiado tarde, la hoja oculta de Ezio ya le había atravesado las costillas.
Ezio cogió otro rifle y bajó saltando las escaleras al piso de abajo. Allí había cuatro hombres más, disparando por unas estrechas rendijas que había en los muros de piedra. Ezio apretó el gatillo mientras sujetaba el mosquete a la altura de la cintura. El que estaba más lejos cayó por el impacto del disparo y su pecho explotó, cubierto de sangre roja. Ezio dio dos pasos hacia delante, cogió la pistola como un garrote, con el cañón primero esta vez, y le dio a otro hombre en la rodilla, haciéndole perder el equilibrio. Uno de los hombres que quedaban se giró lo suficiente como para intentarlo. Ezio avanzó por instinto con una voltereta y notó el aire caliente cuando una bala le pasó rozando la mejilla y se incrustó en la pared de detrás. La velocidad de Ezio le hizo chocarse con el pistolero, el soldado se tambaleó hacia atrás y su cabeza se golpeó con la almena de gruesa piedra. El último hombre también se había dado la vuelta para enfrentarse a la inesperada amenaza. Bajó la vista cuando Ezio dio un salto en el suelo, pero sólo por un instante, mientras la hoja oculta se ensartaba en la mandíbula del enemigo.
El hombre con la rodilla destrozada se movió e intentó coger su puñal, pero Ezio le dio una patada en la sien y se volvió, impertérrito, para observar la batalla que se desarrollaba abajo. Estaba resultando una derrota aplastante. Al no disponer ya de los apabullantes disparos, los soldados de los Borgia retrocedieron rápidamente y no tardaron en poner pies en polvorosa para salir huyendo y dejar la torre a los
condottieri
.
Ezio bajó por la escalera hacia la puerta principal de la torre, donde se encontró a un puñado de guardias que opusieron una gran resistencia antes de sucumbir a su espada. Se aseguró de que en la torre ya no quedara ningún hombre de los Borgia y abrió la puerta para reunirse con Bartolomeo. La batalla había acabado y Pantasilea estaba con su marido.
—¡Ezio, bien hecho! Justo hemos enviado a esos luridi codardi corriendo a las montañas.
—Sí.
Ezio intercambió una sonrisa secreta, de complicidad, con Pantasilea. Gracias a su buen consejo habían ganado la lucha.
—Esas pistolas modernas... —dijo Bartolomeo—. Conseguimos coger unas cuantas, pero todavía estamos intentando averiguar cómo funcionan. —Sonrió abiertamente—. De todos modos, ahora que los perros del Papa han huido, podré poner a más hombres que luchen a tu lado. Pero antes, y sobre todo después de lo que ha ocurrido, quiero reforzar nuestro cuartel.
—Buena idea. Pero ¿quién va a hacerlo?
Bartolomeo negó con la cabeza.
—No se me dan muy bien estas cosas. Tú eres el que recibió una educación, ¿por qué no apruebas los planos?
—¿Tienes algo preparado?
—Sí. Contraté los servicios de un joven brillante. Un florentino como tú, que se llama Michelangelo Buonarotti.
—No he oído hablar de él, pero
va bene
. A cambio necesito saber cada movimiento de Cesare y Rodrigo. ¿Pueden seguirlos de cerca por mí algunos de tus hombres?
—Lo que no me faltarán dentro de poco son hombres. Al menos, tengo suficientes para proporcionarte un personal decente que reconstruya el edificio y un puñado de expertos exploradores que puedan cubrir a los Borgia.
—¡Excelente!
Ezio sabía que Maquiavelo tenía espías, pero tendía a ser muy reservado y Bartolomeo no. Maquiavelo era una habitación cerrada y Bartolomeo un cielo abierto. Y aunque Ezio no compartía las sospechas de La Volpe, que esperaba que ahora se hubiera disipado, no era malo contemplar la posibilidad.
Pasó el mes siguiente supervisando el fortalecimiento del cuartel, reparando el daño causado en el ataque, construyendo torres de vigilancia más altas y fuertes, y sustituyendo la empalizada por un muro de piedra. Cuando terminaron el trabajo, Bartolomeo y él inspeccionaron cómo había quedado.