—Dame la carta. ¡Rápido! —ordenó Maquiavelo.
—Pero yo no la tengo, la tiene él —gritó Vinicio y señaló al caballo que huía—. Me la quitaron.
—¡Ve a por ella! —le gritó Maquiavelo a Ezio —. Cueste lo que cueste, coge esa carta y llévamela a
Terme di Diocleziano
a medianoche. Estaré esperando.
Ezio salió cabalgando en su busca.
Fue más fácil que pillar al ladrón anterior. El caballo de Ezio era mejor que el del mensajero y el hombre al que perseguía no era un luchador. Ezio le bajó del caballo sin problemas. No quería matar al hombre, pero no podía permitir que se marchara y levantara la alarma.
—
Requiescat in pace
—dijo en voz baja al cortarle el cuello.
Guardó la carta cerrada en la bolsa de su cinturón y enganchó la brida del caballo al suyo para llevarse consigo el corcel del mensajero. Después se subió a su propia montura y se dirigió a las ruinas de las Termas de Diocleciano.
Estaba negro como la boca del lobo, salvo por donde alguna antorcha esporádica ardía con luz parpadeante en los apliques de la pared. Para llegar a las termas, Ezio tuvo que cruzar un tramo considerable de tierra baldía y a medio camino su caballo se encabritó y relinchó de miedo. El otro caballo hizo lo mismo y Ezio se ocupó de calmarlos. De repente oyó un sonido espeluznante, como el aullido de los lobos, pero diferente. Incluso peor. Sonaba más bien como unas voces humanas imitando a los animales. Dio la vuelta con el caballo en la oscuridad y soltó el corcel del mensajero. En cuanto quedó libre, salió al galope hacia la noche. Ezio esperó que regresara a casa entero.
No tuvo mucho tiempo de pensar en eso cuando llegó a las termas desérticas. Maquiavelo aún no había llegado. Sin duda, estaba otra vez en una de sus misteriosas misiones privadas en la ciudad. Pero entonces...
De entre los montículos y las matas de hierba que crecían sobre los restos de la antigua ciudad de Roma, aparecieron unas figuras que le rodearon. Eran unas personas de aspecto salvaje, apenas parecían humanas. Caminaban erguidas, pero tenían orejas largas, hocico, garras y cola, y estaban cubiertas de un pelo gris áspero. Sus ojos parecían tener un brillo de color rojo. Ezio exhaló un fuerte suspiro. ¿Qué demonios eran aquellas criaturas infernales? Miró enseguida hacia las ruinas que le circundaban y se dio cuenta de que estaba rodeado por al menos una docena de hombres lobo. Ezio desenvainó su espada una vez más. Aquél no iba a resultar uno de los mejores días de su vida.
Con gruñidos y aullidos semejantes a los lobos, las criaturas cayeron sobre él. Al acercarse, Ezio vio que en realidad sí eran hombres como él, sólo que parecían estar locos, como seres en alguna especie de trance sagrado. Sus armas eran unas largas garras afiladas de acero, cosidas firmemente a las puntas de unos guantes gruesos, con las que intentaban acuchillar sus piernas y las ijadas para derribarlo.
Fue capaz de mantenerlos a raya con la espada y, como sus disfraces no parecían tener cota de malla u otra protección bajo las pieles de lobo, pudo herirles con la punta afilada de su espada. A una de las criaturas le cortó el brazo por el codo y se escabulló, aullando de forma horrible, en la oscuridad. Aquellos extraños seres por lo visto eran más agresivos que hábiles, y sus armas no igualaban a la punta de la brillante hoja de Ezio. Continuó adelante, a otro le abrió el cráneo y a un tercero le atravesó el ojo izquierdo. Ambos hombres lobo cayeron al suelo, heridos de muerte por los golpes de Ezio. Para entonces los demás parecían haberse pensado mejor si seguir su ataque y desaparecieron en la oscuridad o en los huecos y las cuevas que se habían formado en las ruinas llenas de maleza, que rodeaban las termas. Ezio fue tras ellos y le abrió el muslo a uno de sus agresores en potencia, mientras que otro cayó bajo los cascos del caballo y acabó con la espalda rota. Ezio adelantó a un sexto, se inclinó y le abrió el estómago, haciendo que sus tripas se derramaran y el hombre cayera sobre ellas y muriera.
Finalmente todo quedó en silencio.
Ezio calmó al caballo, se puso sobre los estribos mientras trataba de ver en medio de la oscuridad y oír alguna señal que sus ojos no podían ver. En aquel momento, creyó distinguir el sonido de una respiración agitada no muy lejos, aunque no veía nada. Espoleó al caballo y, con cuidado, se dirigió hacia el lugar de procedencia de aquel ruido.
Parecía venir de la negrura de una cueva poco profunda, formada por el saliente de un arco caído y adornada con enredaderas y hierbajos. Desmontó, ató el caballo firmemente a un tocón, frotó la hoja de la espada con tierra para que no brillara y revelara su localización, y avanzó con cuidado. Por un breve instante creyó ver el parpadeo de una llama en las entrañas de la cueva.
Al acercarse lentamente, unos murciélagos bajaron en picado, pasaron sobre su cabeza y salieron hacia la noche. Aquel sitio apestaba a sus excrementos. Insectos que no se veían, y sin duda otras criaturas, hicieron un ruido tan fuerte como un trueno al escapar de él correteando y les maldijo, pero la emboscada —si es que había alguna— todavía no había aparecido.
Entonces volvió a ver la llama y oyó lo que habría jurado que era un débil gimoteo. Comprobó que la cueva era más profunda de lo que el arco caído sugería y el pasillo se curvaba ligeramente y se estrechaba para ir a parar a una oscuridad mayor. Al continuar la curva, el titileo de la llama que antes había alcanzado a ver resultó ser una pequeña hoguera junto a lo que parecía ser una figura encorvada.
El aire allí era un poco más fresco. Debía de haber algún respiradero en el techo que no podía verse. Sería la razón por la que el fuego se mantenía. Ezio se quedó quieto y observó.
La criatura gimoteó, extendió su flacucha mano izquierda, mugrienta y huesuda, y tiró de la punta de una barra de hierro, que estaba al fuego. Su otro extremo estaba al rojo vivo, y la criatura, temblando, lo retiró, se abrazó y se colocó ese extremo en el muñón sangriento de su otro brazo. Contuvo un alarido al hacerlo, en un intento de cauterizar la herida.
Era el hombre lobo al que Ezio había mutilado.
En el momento en el que la atención del hombre lobo estaba centrada en el dolor de la herida y el trabajo que tenía entre manos, Ezio avanzó. Casi fue demasiado tarde porque la criatura fue rápida y estuvo a punto de escapar, pero el puño de Ezio se cerró enseguida sobre su brazo bueno. Fue difícil, puesto que el miembro estaba resbaladizo por la grasa y el hedor que la criatura despedía al moverse era insoportable, pero Ezio le agarró con firmeza. Aguantó la respiración, alejó de una patada la barra de hierro y dijo:
—¿Qué coño eres tú?
—Urgh —fue la respuesta que obtuvo.
Ezio golpeó al hombre en la cabeza con su otra mano, que aún estaba cubierta con un guante de malla. La sangre salió a chorros cerca del ojo izquierdo y la criatura gimió de dolor.
—¿Qué eres? ¡Habla!
—Ergh.
Al abrir la boca, mostró unos dientes rotos y grisáceos, y el olor que salió de ella hizo que el aliento de una puta borracha pareciera dulce.
—¡Habla!
Ezio llevó la punta de su espada hacia el muñón y la giró. No tenía tiempo de entretenerse con aquella ruina de persona. Estaba preocupado por su caballo.
—¡Aargh! —Emitió otro grito de dolor y después una voz ronca casi incomprensible salió como un gruñido inarticulado en un buen italiano—. Soy un seguidor de la
Secta Luporum
.
—¿La Secta de los Lobos? ¿Qué demonios es eso?
—Ya lo averiguarás. Lo que has hecho esta noche...
—Oh, cállate.
Ezio le sujetó más fuerte y avivó el fuego para obtener más luz y observar a su alrededor. Vio que se hallaba en una cámara abovedada, que posiblemente habían vaciado. No había mucha cosa, salvo un par de sillas y una mesa basta con un puñado de papeles encima, sujetos con una piedra.
—Mis hermanos no tardarán en regresar y entonces...
Ezio lo arrastró hasta la mesa y señaló con su espada los papeles.
—¿Y esto? ¿Qué es esto?
El hombre le miró y escupió. Ezio colocó de nuevo la punta de su espada cerca del muñón sangriento.
—¡No! —gimió el hombre—. ¡Otra vez no!
—Pues dímelo.
Ezio miró los papeles. Llegaría el momento en que tendría que bajar la espada, aunque tan sólo un instante, para recogerlos. Había algo escrito en italiano, algo más en latín, pero había otros símbolos, que parecían escritura, pero no sabía descifrarlos.
Luego oyó un crujido que procedía de donde él había venido y los ojos del hombre lobo brillaron.
—Nuestros secretos —respondió.
En aquel preciso momento, dos criaturas más entraron en la habitación, rugiendo y dando zarpazos al aire con sus garras de acero. El prisionero de Ezio se liberó y se habría unido a ellos si Ezio no le hubiera separado la cabeza de los hombros para mandársela rodando a sus amigos. Se echó hacia el otro lado de la mesa, cogió los papeles y lanzó el mueble contra sus enemigos.
La lumbre se atenuó. Debía atizarse el fuego otra vez o añadirle más combustible. Ezio forzó la vista para distinguir a los dos hombres lobo que quedaban. Eran como sombras grises en la habitación. Retrocedió en la oscuridad, escondió los papeles en su túnica y esperó.
Puede que los hombres lobo tuvieran la fuerza de un loco, pero no eran muy hábiles, salvo en el arte, quizá, de darle un susto de muerte a alguien. Era evidente que no podían estar callados o moverse en silencio. Ezio usó más el oído que la vista y se las arregló para rodearles, pegado a la pared, hasta que supo que estaba detrás de ellos, mientras ellos creían que estaba aún en medio de la oscuridad donde le habían encontrado.
No había tiempo que perder. Enfundó su espada, soltó la hoja oculta, se acercó en silencio como un lobo de verdad, agarró a uno de ellos desde atrás, con firmeza, y le cortó el gaznate. Murió de inmediato y en silencio, y Ezio acompañó el cuerpo hasta el suelo, sin hacer ruido. Consideró capturar al otro, pero no había tiempo para interrogatorios. Puede que hubiera más de ellos y Ezio no estaba seguro de si tenía bastante fuerza para seguir luchando. Percibió el pánico del otro hombre, que se confirmó cuando dejó su imitación y, preocupado, llamó a su amigo en el silencio de la oscuridad.
—¿Sandro?
Fue entonces sencillo localizarle y de nuevo el cuello al descubierto fue el objetivo esperado de Ezio. Esta vez, sin embargo, el hombre se dio la vuelta, y arañó el aire con sus garras, desesperado. Pudo verle, pero entonces Ezio recordó que aquellas criaturas no llevaban malla bajo su disfraz. Retiró la hoja oculta y con su puñal, más largo y sutil, que tenía la ventaja de tener la hoja dentada, abrió el pecho del hombre. El corazón y los pulmones al descubierto brillaron bajo la lumbre mortecina cuando el último hombre lobo cayó, con la cara en el fuego. Un olor a carne y pelo quemados amenazó con superar a Ezio, pero saltó hacia atrás y salió de allí lo más rápidamente que pudo, venciendo el miedo, hacia el benévolo aire nocturno del exterior.
En cuanto estuvo fuera, vio que los hombres lobo no habían tocado su caballo. Tal vez estaban demasiado seguros de que lo atraparían y no se habían molestado en matarlo o ahuyentarlo. Lo desató y se dio cuenta de que temblaba demasiado para montar. Así que lo cogió de la brida y volvió a las Termas de Diocleciano. Más valía que Maquiavelo estuviera allí y que fuera bien armado. Por Dios, ojalá tuviera su pistola del Códice, o uno de aquellos artefactos que Leonardo había creado para su nuevo señor. Al menos Ezio tenía la satisfacción de saber que aún podía ganar peleas usando su ingenio y entrenamiento, dos cosas de las que no podían privarle hasta el día en que le cogieran y le torturaran hasta morir.
Se mantuvo totalmente alerta en el breve trayecto de vuelta a las termas, donde se sobresaltó ante alguna que otra sombra, algo que no le habría pasado siendo más joven. La idea de llegar sano y salvo no le consolaba. ¿Y si le esperaba otra emboscada? ¿Y si aquellas criaturas habían sorprendido a Maquiavelo? ¿Estaba el mismo Maquiavelo al tanto de la
Secta Luporum
?
¿Y cuáles eran las lealtades de Maquiavelo?
Buscó seguridad en las extensas y oscuras ruinas, un monumento a una época perdida, cuando Italia dominaba el mundo. No había señales de vida, pero entonces Maquiavelo apareció detrás de un olivo y le saludó con seriedad.
—¿Qué te ha retenido?
—He llegado aquí antes que tú. Pero luego me... distrajeron.
Ezio miró a su colega sin alterarse.
—¿A qué te refieres?
—Unos tipos disfrazados. ¿Te suenan?
Maquiavelo le miró con interés.
—¿Iban vestidos de lobos?
—Ah, entonces los conoces.
—Sí.
—¿Y por qué has sugerido que nos reunamos aquí?
—¿Estás diciendo que yo...?
—¿Qué otra cosa voy a pensar?
—Querido Ezio —Maquiavelo dio un paso adelante—, te aseguro, por la Santidad de nuestro Credo, que no tenía ni idea de que estarían aquí. —Hizo una pausa—. Pero tienes razón. Busqué un lugar lejos de los hombres, sin pensar en que ellos puede que también eligieran un sitio parecido.
—A menos que les hayan dado el chivatazo.
—Si estás poniendo en duda mi honor...
Ezio hizo un gesto de impaciencia.
—Oh, olvídalo —dijo—. Tenemos mucho que hacer como para ponernos a pelear. —La verdad era que Ezio sabía que de momento tendría que confiar en Maquiavelo. Y hasta ahora no tenía ningún motivo por el que no hacerlo. Aunque la próxima vez sería más reservado—. ¿Quiénes son? ¿Qué son?
—La Secta de los Lobos. A veces se hacen llamar los Discípulos de Rómulo.
—¿No deberíamos marcharnos de aquí? Logré llevarme unos papeles suyos y puede que vuelvan a recogerlos.
—Antes que nada, dime si has recuperado la carta y cuéntame deprisa qué más te ha pasado. Parece que vengas de la guerra —dijo Maquiavelo.
Después de que Ezio contestara a sus preguntas, su amigo sonrió.
—Dudo mucho que vuelvan esta noche. Los dos somos hombres armados y entrenados, y por lo visto les has dado una buena paliza. Aunque eso tan sólo habrá indignado a Cesare. Verás, no hay muchas pruebas todavía, pero creemos que estas criaturas están al servicio de los Borgia. Son un grupo de falsos paganos que llevan meses aterrorizando la ciudad.
—¿Con qué propósito?
Maquiavelo extendió las manos.