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Authors: Anton Gill

Tags: #Histórico, Aventuras

Assassin's Creed. La Hermandad (18 page)

—Bienvenido a La Rosa in Fiore —dijo.

—Y que lo digas.

No sonrió.

—Como puedes ver, es el burdel más popular de Roma.

—La corrupción continúa siendo corrupción, aunque se vista de seda.

Su hermana se mordió el labio.

—Lo hemos hecho bien. No olvides por qué existe este lugar.

—Sí —contestó—. El dinero de la Hermandad parece que se ha invertido bien.

—Eso no es todo. Ven a mi despacho.

Para sorpresa de Ezio, se encontró allí a María, haciendo algo de papeleo con un contable. Madre e hijo se saludaron cautelosamente.

—Quiero enseñarte esto —dijo Claudia mientras sacaba un libro—. Aquí guardo una lista de todas las habilidades que les he enseñado a mis chicas.

—¿Tus chicas? —Ezio no pudo evitar el sarcasmo en su voz. Su hermana parecía nadar como pez en el agua.

—¿Por qué no? Echa un vistazo.

Su propia actitud se había vuelto más rígida.

Ezio hojeó el libro que le habían ofrecido.

—No les estás enseñando mucho.

—¿Crees que podrías hacerlo mejor? —respondió con sorna.


Nessun problema
—dijo Ezio de forma desagradable.

Al notar el conflicto, María dejó a su contable y se acercó a ellos.

—Ezio —dijo—, los Borgia se lo han puesto muy difícil a las chicas de Claudia. No se han metido en líos, pero cuesta mucho no levantar sospechas. Hay varias cosas que podrías hacer para ayudarlas...

—Lo tendré en cuenta. Luego me lo apunto. —Ezio volvió su atención a Claudia—. ¿Algo más?

—No. —Hizo una pausa y luego añadió—: ¿Ezio?

—¿Qué?

—Nada.

Ezio se dio la vuelta para marcharse y después dijo:

—¿Has encontrado a Caterina?

—Estamos trabajando en ello —respondió con frialdad.

—Me alegro de saberlo. Bene. Ven a verme a la isola Tiberina en cuanto averigües exactamente dónde la retienen. —Inclinó la cabeza hacia las risas que venían del salón central—. Con todo lo que tenéis aquí para exprimir, no debería resultaros tan difícil.

Se marchó.

Fuera, en la calle, se sintió culpable por cómo se había comportado. Parecían estar haciendo un trabajo magnífico. Pero ¿sería capaz Claudia de defenderse?

Se encogió de hombros por dentro. Tuvo que reconocer una vez más que la verdadera fuente de su enfado residía en su propia preocupación por su capacidad para proteger a aquellos que más quería. Sabía que los necesitaba, pero era consciente de que el miedo por su seguridad le hacía vulnerable.

Capítulo 22

La reunión con Maquiavelo que Ezio esperaba hacía tanto tiempo por fin tuvo lugar en la isla Tiberina poco después del encuentro en el burdel. Ezio estuvo reservado al principio —no le gustaba que nadie de la Hermandad desapareciera sin que él supiera dónde habían ido—, pero en el fondo de su corazón admitió que por Maquiavelo haría una excepción. La Hermandad en sí misma era una asociación de almas librepensadoras y de espíritus libres que actuaban juntos no por coerción u obediencia, sino por una preocupación y un interés comunes. No era dueño de ellos, ni tampoco tenía ningún derecho a controlarlos.

Serio y decidido, le estrechó la mano a su compañero, puesto que Maquiavelo evitaba el afecto de un abrazo.

—Tenemos que hablar —dijo.

—Sin duda. —Maquiavelo le miró—. Tengo entendido que conoces mi pequeño acuerdo con Pantasilea.

—Sí.

—Bien. Esa mujer tiene más estrategias en su meñique que su marido en todo el cuerpo. Y con ello no pretendo insinuar que no sea el mejor en lo suyo. —Hizo una pausa—. He podido conseguir algo de gran valor de uno de mis contactos. Ahora tenemos los nombres de nuevos agentes Templarios importantes que Cesare ha reclutado para aterrorizar Roma.

—Dime cómo puedo encontrarlos.

Maquiavelo lo consideró.

—Te sugiero que busques señales de sufrimiento en cualquier zona de la ciudad. Visita a sus habitantes. Quizá descubras personas que puedan indicarte la dirección correcta.

—¿Has obtenido esta información de un oficial de Borgia?

—Sí —contestó Maquiavelo con cuidado, tras una pausa—. ¿Cómo lo sabes?

Ezio, al pensar en el encuentro que había presenciado con La Volpe en la plaza del mercado, se preguntó si aquél no sería el contacto inicial. Maquiavelo debía de estar siguiéndole desde el principio.

—Lo he acertado por pura casualidad —respondió—. Grazie.

—Mira, Claudia, Bartolomeo y La Volpe te están esperando en la habitación interior que hay ahí. —Hizo una pausa—. Eso sí que ha sido pura casualidad.


Virtú
, querido Nicolás, eso es todo —dijo Ezio, a la cabeza.

«¿Virtud?», se dijo Maquiavelo para sus adentros mientras le seguía.

Sus compañeros de la Hermandad se levantaron cuando entró en la guarida santuario. Tenían las caras tristes.


Buona sera
—saludó Ezio y fue directo al grano—. ¿Qué habéis descubierto?

Bartolomeo habló primero.

—Hemos verificado que ese bastardo de Cesare está ahora en el Castel Sant'Angelo con el Papa.

La Volpe añadió:

—Y mis espías han confirmado que es cierto que le han dado la Manzana a alguien para que la estudie en secreto. Estoy tratando de averiguar su identidad.

—¿Tenemos alguna suposición?

—Las conjeturas no son buenas. Debemos saberlo con seguridad.

—Tengo noticias de Caterina Sforza —intervino Claudia—. La semana que viene la trasladarán a la prisión que hay dentro del castillo. El jueves al anochecer.

A Ezio le dio un vuelco el corazón al oír aquello, pero todo eran buenas noticias.


Bene
—dijo Maquiavelo—. Pues iremos al castillo. Roma se curará en cuanto Cesare y Rodrigo ya no estén.

Ezio levantó una mano.

—Tan sólo si surge la oportunidad perfecta para asesinarlos, la aprovecharé.

Maquiavelo parecía molesto.

—No repitas el mismo error que en la cripta. Ahora tendrás que matarlos.

—Estoy de acuerdo con Nicolás —dijo Bartolomeo—. No deberíamos esperar.

—Bartolomeo tiene razón —afirmó La Volpe.

—Deben pagar por la muerte de Mario —terció Claudia. Ezio los calmó.

—No os preocupéis, amigos míos; morirán. Tenéis mi palabra.

Capítulo 23

El día señalado para el traslado de Caterina al Castel Sant'Angelo, Ezio y Maquiavelo se unieron a la muchedumbre que se había congregado delante de un magnífico carruaje con las persianas de las ventanas cerradas y cuyas puertas llevaban el emblema de los Borgia. Los guardias que rodeaban el carruaje alejaban a la gente y no era de extrañar, porque el humor de la multitud no era unánimemente entusiasta. Uno de los cocheros saltó de su cabina, dio la vuelta, se apresuró a abrir la puerta del lado derecho, sacó la escalera y se dispuso a ayudar a bajar a los ocupantes del carruaje.

Al cabo de un rato, salió la primera figura, que llevaba un vestido azul oscuro con un corpiño blanco. Ezio reconoció enseguida a la hermosa rubia con labios crueles. La última vez que la había visto de cerca había sido durante el saqueo de Monteriggioni, pero era un rostro que jamás podría olvidar. Lucrezia Borgia. Bajó al suelo con toda dignidad, pero se perdió al regresar al carruaje para coger algo —o a alguien— de lo que estiró con fuerza.

Sacó a Caterina Sforza por el pelo y la tiró al suelo ante ella. Despeinada y encadenada, con un vestido ordinario de color marrón, Caterina, derrotada, aún tenía mayor presencia y temple de los que jamás conocería su captora. Maquiavelo tuvo que contener a Ezio agarrándole por el brazo cuando empezó a caminar automáticamente. Ezio había visto ya bastantes seres queridos maltratados, pero ahora tenía que reprimirse. Un intento de rescate en aquel momento estaría condenado al fracaso.

Lucrezia, con un pie en su víctima postrada, empezó a hablar:


Salve, cittadini de Roma
. Salve, ciudadanos de Roma. Contemplad qué vista más espléndida. ¡Cateriza Sforza, la puta de Forli!

Mucho tiempo lleva ya desafiándonos. Ahora por fin la hemos hecho entrar en vereda.

Apenas hubo reacción por parte de la muchedumbre al oír sus palabras y en el silencio, Caterina alzó la cabeza y gritó:

—¡Ja! Nadie llega tan bajo como Lucrezia Borgia. ¿Quién te ha hecho hacer esto? ¿Ha sido tu hermano? ¿O tu padre? ¿Tal vez los dos? Al mismo tiempo, ¿eh? Al fin y al cabo, todos estáis en la misma pocilga.


Chiudi la bocca!
¡Cállate! —gritó Lucrezia y le dio una patada—. Nadie habla mal de los Borgia. —Se agachó, puso a Caterina de rodillas y la abofeteó tan fuerte que volvió a caer en el barro. Alzó la cabeza, con orgullo—. Lo mismo le ocurrirá a cualquiera, y digo a cualquiera, que se atreva a desafiarnos.

Le hizo unas señas a los guardias, que cogieron a la desafortunada Caterina, la pusieron de pie y la movieron a pulso hacia las puertas del castillo. Aun así, Caterina logró chillar:

—Buena gente de Roma, sed fuertes. Llegará vuestro momento. Se os librará de este yugo, lo juro.

Mientras desaparecía y Lucrezia volvía a su carruaje para continuar, Maquiavelo se volvió hacia Ezio.

—Bueno, la contessa no ha perdido su temperamento.

Ezio se sentía agotado.

—Van a torturarla.

—Es mala suerte que Forli haya caído. Pero la recuperaremos y también a Caterina. Pero tenemos que concentrarnos. Ahora estás aquí por Cesare y Rodrigo.

—Caterina es una aliada poderosa, es una de los nuestros. Si la ayudamos ahora, mientras está débil, nos devolverá el favor.

—Tal vez. Pero primero mata a Cesare y Rodrigo.

La muchedumbre estaba empezando a dispersarse y, excepto los centinelas de la puerta, los guardias de los Borgia se retiraron al castillo. Pronto no quedaron más que Ezio y Maquiavelo, de pie entre las sombras.

—Déjame, Nicolás —dijo Ezio cuando las sombras se alargaron—. Tengo trabajo que hacer.

Miró los escarpados muros de la antigua estructura circular del Mausoleo del emperador Adriano, construido hacía más de mil años, y que ahora era una fortaleza inexpugnable. Sus pocas ventanas eran altas y sus muros empinados. Conectado con la Basílica de San Pedro por un pasillo de piedra fortificado, había sido una gran fortaleza papal durante casi doscientos años.

Ezio estudió las paredes. Nada era totalmente impenetrable. Por la luz de las antorchas que parpadeaban en sus apliques, mientras caía la noche, sus ojos comenzaron a trazar los ligeros resaltos, las fisuras y las imperfecciones que, aunque pequeñas, le permitirían escalar. Una vez que planificó su ruta, saltó como un gato al primer lugar donde asirse con manos y pies. Hundió los dedos, estabilizó su respiración y después, empezó a escalar la pared tranquila y lentamente, evitando la luz que proyectaban las antorchas.

A medio camino se encontró con una abertura, una ventana sin cristales en un marco de piedra, bajo la que había, en la parte interior de la pared, un pasillo para los guardias. Miró a ambos lados, pero estaba desierto. En silencio, se colgó y miró hacia abajo, hacia el otro extremo del pasillo, por encima de la barandilla, y enseguida vio los establos. Había cuatro hombres caminando a los que reconoció de inmediato. Cesare estaba celebrando algún tipo de reunión con tres de sus tenientes principales: el general francés, Octavien de Valois; el banquero personal de Cesare y su socio cercano, Juan de Borgia Lanzol de Romaní; y un hombre delgado, vestido de negro, con una cara cruel y llena de cicatrices Micheletto da Corella, la mano derecha de Cesare y su asesino de mayor confianza.

—Olvídate del Papa —estaba diciendo Cesare—, responde sólo ante mí. Roma es el pilar que levanta toda nuestra empresa. No puede tambalearse. Lo que significa que vosotros tampoco.

—¿Y qué hay del Vaticano? —preguntó Octavien.

—¿Qué? ¿Ese club de ancianos cansados?—respondió Cesare con desprecio—. De momento, utilizamos a los cardenales, pero pronto ya no les necesitaremos.

Al acabar aquella frase, atravesó una puerta para salir del patio de los establos y dejar a los otros tres solos.

—Bueno, por lo visto nos deja Roma a nosotros —dijo Juan después de una pausa.

—Entonces la ciudad estará en buenas manos —dijo Micheletto sin alterarse.

Ezio les escuchó un rato más, pero no dijeron nada que él no supiera ya, así que continuó trepando por la pared, en busca de Caterina. Vio que salía luz de otra ventana, con cristales esta vez, pero abierta al aire de la noche, y con un alféizar exterior, sobre el que podía en parte apoyarse. Al hacerlo, se asomó con cautela hacia el pasillo iluminado con velas y de paredes lisas de madera. Lucrezia estaba allí, sentada en un banco tapizado, escribiendo en su cuaderno, pero de vez en cuando levantaba la vista, como si estuviera esperando a alguien.

Unos minutos más tarde, Cesare apareció por una puerta al otro lado del pasillo y se acercó corriendo a su hermana.

—Lucrezia —dijo y la besó de manera muy poco fraternal.

Tras saludarse, se quitó las manos de su hermana del cuello, y aún sujetándolas y mirándola a los ojos, le dijo:

—Espero que estés tratando a nuestra invitada con amabilidad.

Lucrezia hizo una mueca.

—Esa boca que tiene... ¡Cuánto me gustaría coserla para cerrársela!

Cesare sonrió.

—Yo la prefiero abierta.

—¿Ah, sí?

Ignoró su malicia y continuó:

—¿Has hablado con nuestro padre sobre los fondos que le ha pedido mi banquero?

—El Papa ahora mismo está en el Vaticano, pero puede que cuando vuelva necesite más convencimiento. Así como su banquero. Ya sabes lo cauto que es Agostino Chigi.

Cesare se rio brevemente.

—Bueno, está claro que no se hizo rico siendo un imprudente. —Hizo una pausa—. Pero eso no debería ser un problema, ¿no?

Lucrezia abrazó a su hermano por el cuello y se acurrucó contra él.

—No, pero... a veces estoy muy sola aquí sin ti. Últimamente no pasamos mucho tiempo juntos, tan ocupado como estás con tus otras conquistas.

Cesare la sostuvo contra él.

—No te preocupes, gatita. Pronto, en cuanto me asegure el trono de Italia, serás mi reina, y tu soledad será cosa del pasado.

Se retiró un poco para mirarle a los ojos.

—No puedo esperar.

Cesare le pasó la mano por sus finos cabellos rubios.

—Compórtate mientras estoy fuera.

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