—Vuelve a tu cuartel.
—¿Qué?
—Diles a tus hombres que vuelvan al cuartel. Te lo explicaré allí. ¡Venga!
—Más vale que sea algo bueno —dijo Bartolomeo y dio la orden a sus hombres—. ¡Replegaos!
Era de noche cuando llegaron. Una vez que guardaron en las cuadras a los caballos y los hombres se retiraron, Ezio y Bartolomeo se reunieron en la sala de mapas.
—Bueno, ¿y cuál es tu plan?
Ezio desenrolló un mapa, que mostraba en detalle la Castra Praetoria y sus alrededores. Señaló el interior de la fortaleza.
—En cuanto entremos, tus hombres podrán con las patrullas del campamento, ¿no?
—Sí, pero...
—Sobre todo si les cogemos totalmente por sorpresa.
—
Ma certo
. El elemento sorpresa siempre es...
—Entonces tenemos que conseguir muchos uniformes franceses. Y sus armaduras. Rápido. Entraremos al amanecer, con todo el morro del mundo; pero no hay tiempo que perder.
El rostro de facciones duras que tenía Bartolomeo reflejó comprensión. Comprensión y esperanza.
—¡Ja! ¡Zorro sinvergüenza! Ezio Auditore, así me gustan a mí los hombres. Piensas como la misma Pantasilea. ¡Magnífico!
—Dame unos cuantos hombres. Ahora iré a su torre, entraré y cogeré lo que necesitamos.
—Te daré todos los hombres que te hagan falta. Ellos pueden quitarle los uniformes a los cadáveres de las tropas francesas.
—Bien.
—Y Ezio.
—¿Sí?
—Asegúrate de matarlos de forma tan limpia como sea posible. No queremos uniformes manchados de sangre.
—No se enterarán —contestó Ezio—. Confía en mí.
Mientras Bartolomeo destacaba a los hombres para el trabajo que tenían entre manos, Ezio fue a su alforja y escogió la daga venenosa.
Se acercaron en silencio a la Torre Borgia, que ahora estaba bajo el mando francés, con el sonido de los cascos de sus caballos amortiguados por sacos. Ezio, que desmontó a poca distancia, les pidió a sus hombres que esperaran mientras escalaba la pared exterior con la destreza de un habitante de los lejanos Alpes y la gracia y la astucia de un gato. Un rasguño de la daga venenosa bastaba para matar y los franceses, demasiado confiados, no habían puesto muchos guardias. Cogió totalmente desprevenidos a los que estaban y murieron antes de que fueran conscientes de lo que les había pasado. En cuanto se deshizo de los guardias, Ezio abrió la puerta principal, que chirrió por las bisagras e hizo que a Ezio le fuera el corazón a toda velocidad. Se detuvo a escuchar, pero la plaza de armas dormía. Sin hacer ruido, sus hombres fueron corriendo hacia la torre, entraron en la plaza y redujeron a sus ocupantes sin apenas esfuerzo. Recoger los uniformes les costó un poco más, pero al cabo de una hora ya estaban de vuelta en el cuartel, con su misión cumplida.
—Hay un poco de sangre en éste —protestó Bartolomeo, que estaba cribando el botín.
—Fue la excepción. Era el único que estaba alerta y tuve que acabar con él del modo tradicional, con la espada —comentó Ezio, mientras los hombres a los que les habían asignado aquella operación se ponían los uniformes franceses.
Bartolomeo dijo:
—Bueno, más vale que me traigas a mí también una de esas armaduras perversas.
—Tú no te vas a poner una —respondió Ezio, mientras se vestía con el uniforme de un teniente francés.
—¿Qué?
—¡Pues claro que no! El plan es que te entregues. Nosotros somos una patrulla francesa que te lleva al general duque de Valois.
—Por supuesto. —Bartolomeo se quedó pensando—. ¿Y luego qué?
—Barto, no has estado prestando atención. Luego tus hombres atacarán a mi señal.
—
Bene!
—Bartolomeo sonrió abiertamente—. Daos prisa —les dijo a los hombres que no habían acabado de vestirse—. Ya huelo el amanecer y estamos lejos.
Los hombres cabalgaron rápidamente en la noche, pero dejaron sus caballos a cierta distancia del cuartel general francés, a cargo de sus escuderos. Antes de marcharse, Ezio comprobó la pequeña pistola del Códice que le había dado Leonardo —el diseño se había mejorado para que pudiera disparar más de una vez antes de recargar— y se la ató discretamente al brazo. Entonces él y su grupo de soldados «franceses» avanzaron a pie en dirección a Castra Praetoria.
—De Valois cree que Cesare permitirá que los franceses gobiernen Italia —explicó Bartolomeo mientras marchaba al lado de Ezio, que representaba el papel de un oficial superior de la patrulla y le entregaría a los franceses—. ¡Qué tonto! Está tan cegado por las gotas de realeza que hay en su sangre que no se da cuenta del plan del campo de batalla. ¡Maldito mequetrefe endogámico! —Hizo una pausa—. Pero yo sé y tú también que, piensen lo que piensen los franceses, Cesare tiene la intención de ser el primer rey de una Italia unificada.
—A menos que le detengamos.
—Sí. —Bartolomeo reflexionó—. ¿Sabes? A pesar de lo brillante que es tu plan, personalmente no me gusta usar este tipo de trucos. Creo en la pelea limpia y que el mejor hombre gane.
—Cesare y de Valois puede que tengan estilos diferentes, Barto, pero ambos juegan sucio, así que no nos queda otra opción salvo pagarles con la misma moneda.
—¡Hmm! «Llegará un día en el que los hombres no hagan trampas. Y ese día veremos de lo que de verdad es capaz la humanidad» —citó.
—He oído eso antes.
—¡Deberías haberlo oído! Es algo que escribió tu padre.
—¡Psst!
Se habían acercado al campamento francés y Ezio vio que ante ellos se movían unas figuras, los guardias franceses que rodeaban la fortificación.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Bartolomeo, sotto voce.
—Los mataré, no son tantos, pero podemos hacerlo en silencio, sin armar escándalo.
—¿Te queda suficiente veneno en ese aparato tuyo?
—Están alerta y bastante separados unos de otros. Si mato a uno y me descubren, tal vez no pueda impedir que algunos retrocedan y den la alarma.
—¿Y por qué tenemos que matarlos? Vamos vestidos con uniformes franceses. Bueno, al menos vosotros.
—Nos harán preguntas. Si te llevamos encadenado...
—¡¿Encadenado?!
—¡Shh! Si entramos, le hará tanta ilusión a de Valois, que no se le ocurrirá preguntarnos de dónde hemos salido. Al menos, eso espero.
—¿Ese cerebro de mosquito? ¡No te preocupes! Pero ¿cómo vamos a deshacernos de ellos? No podemos dispararles. Los disparos serían como una fanfarria.
—Les voy a disparar con esto —dijo Ezio y sacó la compacta ballesta de carga rápida de Leonardo—. Los he contado. Hay cinco y tengo seis flechas. Aún no hay mucha luz para que pueda apuntar bien desde aquí, así que tendré que acercarme un poco más. Tú espera aquí con el resto.
Ezio avanzó sin que lo vieran hasta que estuvo a unos veinte pasos del centinela francés más próximo. Echó hacia atrás la cuerda, colocó la primera flecha en la ranura, apoyó la cureña en su hombro, apuntó enseguida al pecho de un hombre y disparó. Se oyó un chasquido sordo y un silbido, y el hombre cayó al suelo al instante, como una marioneta a la que hubieran cortado las cuerdas. Ezio ya estaba de camino por los helechos hacia su próxima víctima y la cuerda de la ballesta apenas se oyó. La pequeña flecha alcanzó el cuello del hombre, que hizo un sonido como si lo estuvieran estrangulando antes de caer de rodillas. Cinco minutos más tarde, todo había acabado. Ezio había utilizado las seis flechas, puesto que falló el primer tiro al último hombre, lo que le hizo perder su determinación por un momento, pero recargó y disparó con éxito antes de que el soldado tuviera tiempo de reaccionar al extraño ruido amortiguado que había oído.
No tenía más munición para el arco, pero le dio las gracias en silencio a Leonardo. Sabía que aquella arma resultaría útil en más de una ocasión. Ezio llevó a los soldados franceses hacia unos matorrales, con la esperanza de que allí apartados nadie que, por casualidad, pasara por allí, pudiera verles. Mientras lo hacía, retiró las flechas para otro momento —al recordar el consejo de Leonardo—, guardó la ballesta y volvió con Bartolomeo.
—¿Ya está? —le preguntó el grandullón.
—Ya está.
—Valois será el siguiente —juró Bartolomeo—. Le haré chillar como a un cerdo.
El cielo se estaba aclarando y el amanecer, cubierto por un manto rojizo, caminaba sobre el rocío de las lejanas colinas del este.
—Será mejor que nos marchemos —dijo Bartolomeo.
—Vamos, entonces —contestó Ezio, que le cerró los grilletes en las muñecas antes de que pudiera protestar—. No te preocupes, son unas falsas con un resorte. Si aprietas el puño de golpe, se abrirán. Pero por el amor de Dios, espera a mi señal. Y por cierto, el «guardia» a tu izquierda se quedará cerca de ti. Tiene a Bianca debajo de la capa. Lo único que tienes que hacer es extender el brazo y... —La voz de Ezio adoptó un tono de advertencia—. Pero sólo a mi señal.
—¡Sí, señor!
Bartolomeo sonrió.
Al frente de sus hombres, Bartolomeo dos pasos detrás de él con una escolta especial de cuatro soldados, Ezio marchaba sin temor en dirección a la puerta principal del cuartel de los franceses. El sol naciente resplandecía en su cota de malla y en el peto de la armadura.
—
Halte-là!
—ordenó un sargento comandante en la puerta, que estaba respaldado por una docena de centinelas armados de arriba abajo. Sus ojos ya se habían fijado en los uniformes de sus compañeros soldados, así que ordenó—:
Déclarez-vous!
—
Je suis le lieutenant Guillemot, et j'emméne le général d'Alviano ici présent á Son Excellence le duc-général monsieur de Valois. Le général d'Alviano s'est rendu, seul et sans armes, selon les exigences de monsieur le duc
—respondió Ezio con fluidez, lo que hizo que Bartolomeo alzara una ceja.
—Bien, teniente Guillemot, el general estará encantado de ver que el general d'Alviano ha entrado en razón —dijo el capitán de la guardia, que se había apresurado a hacerse cargo—. Pero hay algo, un deje en tu acento que no acabo de identificar. Dime, ¿de qué parte de Francia eres?
Ezio respiró.
—De Montreal —contestó con firmeza.
—Abre las puertas —le dijo el capitán de la guardia a su sargento.
—¡Abrid las puertas! —gritó el sargento.
En cuestión de segundos, Ezio dirigía a sus hombres hacia el corazón del cuartel general francés. Retrocedió un paso para tener al lado a Bartolomeo y a la escolta del «prisionero».
—Los mataré a todos —murmuró Bartolomeo— y me comeré sus riñones fritos para desayunar. Por cierto, no sabía que hablabas francés.
—Lo aprendí sobre la marcha en Florencia —contestó Ezio con naturalidad—. Me lo enseñaron unas chicas que conocía allí.
Se alegraba bastante de que su acento no se hubiera colado.
—¡Qué bribón! Aun así, dicen que es el mejor sitio donde aprender un idioma.
—¿Dónde, en Florencia?
—No, tonto... ¡En la cama!
—Cállate.
—¿Estás seguro de que estos grilletes son falsos?
—Todavía no, Barto. Ten paciencia, ¡y cállate!
—Se me está acabando la paciencia. ¿Qué están diciendo?
—Te lo contaré más tarde.
El francés de Bartolomeo se limitaba a unas pocas palabras, pensó Ezio, mientras escuchaba cómo se burlaban de su amigo.
—
Chien d'italien
, perro italiano.
Prosterne-toi devant tes supérieurs
, inclínate ante tus superiores.
Regarde-le, comme il a honte de ce qu'il est devenu!
¡Mira lo avergonzado que está de sí mismo y de su perdición!
Cuando llegaron al pie de una ancha escalera que llevaba hacia la entrada a las dependencias del general francés, aquella dura prueba pronto terminó. El mismísimo de Valois estaba al frente de un grupo de oficiales, con su prisionera Pantasilea al lado. Tenía las manos atadas a la espalda y llevaba unos holgados grilletes en los tobillos, que le permitían caminar, pero tan sólo a pasos cortos. Al verla, Bartolomeo no pudo contener un gruñido de enfado y Ezio le dio una patada.
De Valois levantó la mano.
—No es necesaria la violencia, teniente, aunque te felicito por tu entusiasmo. —Volvió su atención a Bartolomeo—. Mi querido general, al parecer has visto la luz.
—¡Ya me he hartado de tus tonterías! —soltó Bartolomeo—. Suelta a mi mujer y quítame estos grilletes.
—Oh, querido —dijo de Valois—, ¡cuánta prepotencia para alguien que no nació con nada más que su nombre!
Ezio estaba a punto de dar la señal, cuando Bartolomeo le contestó a Valois, levantando la voz:
— ¡Mi nombre tiene su valor a diferencia del tuyo, que es falso!
Las tropas que les rodeaban se quedaron en silencio.
—¿Cómo te atreves? —dijo de Valois, pálido de rabia.
—¿Crees que estar al mando de un ejército te concede estatus y nobleza? La auténtica nobleza de espíritu viene al luchar al lado de tus hombres, no al secuestrar una mujer para escapar de una batalla.
—Vosotros los salvajes nunca aprenderéis —dijo de Valois malévolamente. Sacó una pistola, la amartilló y apuntó con ella a la cabeza de Pantasilea.
Ezio sabía que tenía que actuar con rapidez, así que sacó una pistola y disparó un tiro al aire. Al mismo tiempo, Bartolomeo, que se moría de ganas por que llegara aquel momento, cerró los puños y los grilletes salieron volando.
A continuación reinó el caos. Los
condottieri
disfrazados que acompañaban a Ezio atacaron de inmediato a los asustados soldados franceses, y Bartolomeo cogió a Bianca del «guardia» que aún tenía a su izquierda y subió por la escalera. Aunque de Valois fue demasiado rápido para él. Agarró bien fuerte a Pantasilea, retrocedió hacia sus dependencias y cerró la puerta de golpe.
—¡Ezio! —imploró Bartolomeo—. Tienes que salvar a mi esposa. Sólo tú puedes hacerlo. Este lugar está construido como una caja fuerte.
Ezio asintió y forzó una sonrisa que imprimiese confianza en su amigo. Observó el edificio desde el lugar en el que se encontraban. No era grande, pero era una estructura nueva y fuerte, construida por arquitectos militares franceses y diseñada para ser impenetrable. No le quedaba más remedio que intentar entrar por los tejados, donde nadie esperaría un asalto y donde, por lo tanto, podían estar los puntos débiles.
Ezio saltó hacia las escaleras y, aprovechándose del tumulto que había abajo, que desviaba la atención de todos, buscó un sitio por donde escalar. De pronto, una docena de franceses salió detrás de él, con sus afiladas espadas destellando a la luz del sol de primera hora de la mañana, pero en un instante Bartolomeo se interpuso entre ellos, blandiendo Bianca de forma amenazadora.