Read Adicción Online

Authors: Claudia Gray

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

Adicción (29 page)

Las piernas me flaquearon cuando fuimos al sofá cogidos de la mano. Balthazar rebuscó en uno de los armarios y sacó un par de toallas oscuras. La pantalla del ordenador se había apagado, con lo que había más oscuridad en el aula, pero yo no encendí ninguna luz. Sería más fácil, pensé, si estábamos envueltos en sombras.

—Quizá quieras… No quiero estropearte la blusa —dijo Balthazar con voz tensa—. Él ya se estaba desabrochando los puños de la camisa.

—Oh, vale. —Por suerte, llevaba una camiseta debajo de mi blusa de encaje. Me di la vuelta mientras me la desabrochaba y la dejaba doblada en una silla cercana. Aunque la camiseta y la falda eran más recatadas que nada de lo que hubiera llevado a la playa, me sentí enormemente desnuda.

Cuando me volví, Balthazar se había quitado la camisa. Jamás le había visto el cuerpo hasta entonces, y el mero hecho de mirarlo —pecho ancho, hombros esculturales, cintura musculosa— despertó mi deseo de tocarlo. En mi nerviosismo, imaginé que era casi dos veces más ancho que yo, que podía cubrirme por completo.

No lo toqué; no hice nada. Balthazar extendió las toallas en el sofá.

—Ven. Túmbate. —Yo lo hice, colocando el cuello de tal modo que la sangre que pudiera derramarse cayera en las toallas, pero tuve la sensación de que me movía a cámara lenta. Entonces Balthazar se tendió a mi lado, colocando su cuerpo junto al mío. El corazón me latía tan violentamente que parecía que iba a estallarme.

Balthazar me pasó una mano por el pelo y sonrió dulcemente. Parecía más relajado cuando dijo:

—¿Estás nerviosa?

—Un poco —admití.

—No lo estés. Cuidaré bien de ti, te lo prometo.

—Cuanto más esperamos, más nerviosa me pongo.

—Chist. —Balthazar me besó en la frente. Luego, casi sin despegar los labios de mi cara, bajó hasta el hueco de mi cuello. Al notar el roce de su boca en mi piel, me puse tensa de arriba abajo. Él me acarició el brazo y no hizo nada. Advertí que estaba esperando a que yo me relajara y me habituara a tenerlo tan cerca.

Jamás me habituaría a aquello. El techo me pareció más bajo, como si todo se estuviera haciendo más pequeño a mi alrededor. Sabía que aquello no me transformaría en vampiro —solo beber sangre humana hasta que el humano muriera podía hacerlo—, pero, de todos modos, sabía que estaba cruzando una línea.

Obligué a mis músculos a que se relajaran. Balthazar respiró hondo y me mordió.

«Oh, oh, qué daño, ¡qué daño!». Lo agarré por los hombros, disponiéndome a apartarlo, pero entonces ya no me dolió tanto, y sentí una sacudida profundísima. Era la corriente de mi sangre fluyendo hacia él. Aunque mi cuerpo no se movía, tuve la sensación de estar meciéndome lentamente, relajada y mareada, y deseosa de más.

El mundo pareció desintegrarse debajo de mí. Fue como desmayarme, pero maravilloso en lugar de atemorizante. El cuerpo de Balthazar junto al mío era todo a lo que podía aferrarme, la única cosa que conocía.

Su lengua me lamió el cuello, la succión haciéndome cosquillas, hasta que se apartó.

—Bebe —me susurró—. Bianca, bebe mi sangre.

Yo lo atraje hacia mí, enterré mi cara en su hombro y sentí el familiar dolor en la mandíbula debido a mis colmillos. Balthazar olía bien y tenía la piel suave y, en una milésima de segundo, pasé de no saber si podría morderlo a saber que tenía que hacerlo. Le hinqué los colmillos.

La sangre me llenó la boca, tan caliente que quemaba, y, de inmediato, me inundó todo lo que Balthazar sentía, todo lo que veía. Balthazar sabía a nostalgia, a soledad y a una infinita necesidad de consuelo. Toda la parte de mi ser que conocía la soledad se inclinó hacia él, acoplándonos. Las imágenes que me cruzaron por la mente eran de mí —no, no de mí, sino de alguien tan parecida a mí que hasta yo podía confundirme—; era morena, y llevaba un vestido largo, y corría por el bosque otoñal, riéndose, girando sobre sí misma en la hojarasca.

Él la amaba y quería que yo fuera ella. Yo quería ser ella. Yo quería ser cualquier persona menos yo.

Y también percibí su deseo: necesidad física, contundente, en estado puro. La cabeza se me llenó de imágenes y sensaciones veladas, del conocimiento del sexo que él poseía y del que yo carecía, o había carecido hasta entonces. Mi cuerpo respondió a su deseo y noté que me mordía con más fuerza al percibir mi excitación. Eso aumentó mi deseo de él, y su deseo de mí, la sensación multiplicándose interminablemente hasta que ya no pude soportarlo ni un segundo más…

Balthazar se separó de mi cuello, lo suficiente para que también yo tuviera que dejar de morderlo. Entonces me besó, no una vez, sino media docena, cada beso frenético y con un agradable sabor a sangre. Yo también lo besé, respirando el aire a bocanadas cada vez que nuestros labios se separaban.

—Bianca, di que sí —jadeó él entre ardientes besos—. Di que sí, por favor, di que sí.

Yo quería decir sí. Iba a hacerlo.

Pero al mirarlo, exhalé entrecortadamente, y advertí que podía ver el vaho de mi respiración. Los dos sentimos el frío al mismo tiempo y Balthazar abrió desmesuradamente los ojos al darse cuenta de lo mismo que yo.

Las ventanas y el techo comenzaron a cubrirse de escarcha y el resplandor verde azulado inundó el aula de tanto brillo que apenas pude ver nada. Lo único que oía era el sonido del hielo crepitando. Pero nada era comparable a lo que sentía.

«Me odia —había dicho Raquel—. Me odia. Quiere hacerme daño». No había entendido a qué se refería hasta aquel momento.

Los fantasmas estaban enfadados y habían venido a por mí.

Capítulo diecinueve

—¡B
ianca, venga!

Balthazar me levantó del sofá de un tirón, agarrándome firmemente por el antebrazo. Yo lo seguí tropezándome, pero me volví para ver la alarmante transformación. La escarcha y el hielo habían dejado el aula completamente blanca y hacía más frío que en ningún lugar donde yo hubiera estado jamás, más incluso que en el Baile de Otoño. Estábamos resbalando en el hielo, a punto de caernos con cada paso que dábamos, y Balthazar se dio fuertemente de bruces contra una pared, manchándola con la sangre que le había dejado mi mordedura. Hizo una mueca de dolor, pero había que seguir: a cada segundo, aquello se volvía más extraño y peligroso.

Llegamos a la puerta y Balthazar intentó abrirla, pero no pudo. La cerradura estaba congelada y se había trabado. Tiró con fuerza, maldijo y luego embistió la puerta con el hombro. La madera crujió y, juntos, le dimos patadas hasta que comenzó a ceder. Se me clavaron numerosas astillas en piernas y manos mientras destrozábamos la puerta, mientras el aula se enfriaba cada vez más. A nuestro alrededor, se estaban formando cristales de hielo en el aire, espesándolo tanto que costaba respirar.

Y yo seguía notando aquella ira honda e implacable, arremolinándose a nuestro alrededor, tan real como el frío.

Por fin, Balthazar reventó la puerta. Tenía trozos de hielo en el pecho desnudo.

—¡Id a buscar a la señora Bethany! —gritó al pasillo mientras regresaba para sacarme—. ¡Que alguien nos ayude!

Yo saqué un pie del aula… y me quedé congelada.

Literalmente, quiero decir. El otro pie se me había congelado, quedándoseme pegado al suelo. Tiré para despegarlo, pero, mientras lo hacía, la capa de hielo se volvió más gruesa, cubriéndome el zapato. Me agaché, intentando despegarme, pero, de pronto, me costaba incluso moverme.

—¡Que alguien nos ayude! —gritó Balthazar. Estaba tirando de mi otro brazo con tanta fuerza que el hombro me dolía, pero yo no me movía ni un ápice. Ni siquiera oscilaba hacia atrás cuando él tiraba de mí. Estaba completamente paralizada, completamente atrapada. Por dentro, tenía la sensación de estar gritando, pero no habría podido emitir ni un solo sonido.

Dentro del aula de Tecnología Moderna, las leyes de la gravedad habían dejado de aplicarse. Mis cabellos flotaban a mi alrededor, como si estuviera bajo el agua, y todos los libros y pupitres se estaban desplazando lentamente, como si los arrastraran corrientes invisibles. Todo tenía la misma brillante tonalidad verde mar. Yo reconocía que hacía frío, pero estaba tan fría como el aula, con lo que ya no me dolía. Los gritos de Balthazar parecían venir de muy lejos.

Los relucientes copos de nieve que llenaban el aula se combinaron tomando forma. Para mi sorpresa, reconocí el rostro de la chica que se había aparecido en mi habitación. En vez de ser una persona de carne y hueso, solo era una imagen hecha de nieve.

«Tienes que quedarte». Era mi propia voz, dentro de mi cabeza, diciendo palabras que no eran mías. Aquello era lo que debías de sentir cuando te volvías loco, pero yo sabía que no estaba hablando sola: era ella, la fantasma, hablando a través de mí. «Corres peligro».

«¡Sí, contigo! —Al menos, podía seguir pensando—. ¡Déjame ir!».

Sus sobrenaturales ojos verde mar se agrandaron. «Pronto morirás congelada. Es la única forma de salvarte».

¿Iban a matarme para salvarme? ¿Se habían vuelto locos los fantasmas? ¿Era aquella su forma de pensar? Yo no podía pactar con ellos, no podía hacerles razonar. Estaba atrapada allí, con ella en mi cabeza.

La nieve se arremolinó a nuestro alrededor, formando manos de color verde azulado que me tocaron las mejillas. Todo su cuerpo se solidificó y se tornó tangible: sus uñas me arañaron ligeramente la piel. Yo no podía apartarme. Sus pensamientos volvieron a penetrarme la mente: «Esto fue lo prometido».

«¿Prometido? ¿Qué promesa?».

Instantáneamente, el aula cambió, crujiendo con el sonido del hielo resquebrajándose, parecido al metal partiéndose en dos. La chica gritó, un sonido agudo y metálico que pareció atravesar el aire. Los colores cambiaron, el verde mar transformándose súbitamente en añil, mientras la chica se agarraba el vientre, por el cual sobresalía un pincho de hierro. Se lo habían lanzado como un puñal de caza. En un instante, la chica se disolvió y desapareció. El pincho de hierro cayó al suelo.

—¡Bianca! —Balthazar me sacó del aula mientras el hielo crujía bajo mis pies. El sonido y la sensación retornaron y advertí que el pasillo estaba lleno de gente, incluidos alumnos, profesores y mis horrorizados padres. La señora Bethany estaba junto a mí, con la mano que había lanzado el pincho de hierro aún alzada, mirando con amarga satisfacción cómo el hielo del aula comenzaba a derretirse.

Mi madre corrió hasta mí y me abrazó con fuerza. Solo después de sentir su calor advertí cuán fría estaba yo, y empecé a tiritar.

—Usted lo sabía… es de hierro… el hierro los mata… po-por-que el hierro está en la sangre…

—Veo que sabe más del tema de lo que había dado a entender. Con suerte, esta noche también ha aprendido que no debe confiar en los fantasmas —dijo la señora Bethany arreglándose los almidonados puños de encaje de su blusa. Clavó su penetrante mirada en mi padre—. Adrian, basta de fingir. Tu hija no se puede quedar aquí durante mucho más tiempo.

—¿Qué pasa? —dijo una voz en el pasillo. Vi a Raquel mirándome entre el gentío, claramente aterrorizada. Era imposible que no viera que yo estaba medio congelada y tenía manchas de sangre en la garganta y en el brazo. Quise gritarle algo para tranquilizarla, aunque fuera una mentira, pero los dientes me castañeteaban tanto que me costaba hablar.

La señora Bethany dio una palmada.

—Ya es suficiente. Todo el mundo a su habitación.

Los alumnos obedecieron, aunque oí murmullos y susurros sobre «fantasmas» y «otra vez».

—¿Estás bien? —preguntó Balthazar.

—Está bien —dijo tajantemente mi padre. Por primera vez, advertí que Balthazar y yo seguíamos medio desnudos. Aunque mis padres habían sido tremendamente permisivos con los dos, y sin duda habían supuesto que aquello ya lo habíamos hecho hacía mucho tiempo, era evidente que a mi padre no le gustaba tener la prueba delante de sus narices—. Balthazar, gracias por tu ayuda, pero puedes irte.

—Tienen que irse todos —dijo la señora Bethany, evaluando el estado del laboratorio de Tecnología Moderna, que ahora estaba empapado de hielo derritiéndose—. Celia, Adrian, hablaremos de esto mañana. —Dicho aquello, se alejó con paso airado sin decir una palabra más.

—Cariño, ¿seguro que te encuentras bien? —dijo mi padre.

—Estoy bien —mascullé—. Solo quiero irme a mi habitación, ¿vale?

Balthazar me sonrió torciendo la boca. Tenía la piel del pecho enrojecida y cuarteada a causa del frío y advertí que no soltarme lo había lastimado.

—Puedes saltarte las clases de mañana, supongo. El ataque de un fantasma debería servir al menos para eso.

—Quiero ir a clase. Estaré bien. Solo quiero meterme en la cama.

Por fin me creyeron y dejaron que me marchara.

Cuando abrí la puerta de mi habitación, Raquel estaba paseándose de arriba abajo. Abrió la boca para empezar a hacerme preguntas, pero, al parecer, verme la cara le bastó para cambiar de opinión. En vez de hablar, fue a mi cómoda, sacó mi chándal y lo arrojó a mi cama.

Mi sudadera y mis pantalones de judo abrigaban, pero yo seguía congelada hasta los tuétanos. Raquel se metió en la cama conmigo y me abrazó por detrás.

—Duérmete —dijo—. Tú solo duérmete.

Pero fue ella la que primero se durmió. Yo me quedé mucho rato despierta, pensando en todo lo que había sucedido, no solo aquella tarde, o incluso durante aquel curso, sino en muchos otros aspectos a lo largo de toda mi vida. Y lo vi todo de un modo distinto a antes. Por primera vez, creí comprender la horrible verdad.

Al día siguiente, todo el mundo estuvo lanzándome miradas y susurrando a mis espaldas en las clases, pero nadie se atrevió a preguntarme directamente qué sucedía. Los obvié. Los pequeños contratiempos de la Academia Medianoche nunca me habían molestado menos. En las prácticas de coche, el señor Yee vaciló antes de dejarme sentarme al volante, pero me lo permitió; por primera vez aparqué en batería sin ningún problema.

—Bien hecho —dijo Balthazar mientras regresábamos al internado después de clase. Aquellas eran las primeras palabras que habíamos cruzado desde la noche anterior.

—Gracias. —Hasta aquel segundo de silencio se nos hizo largo y tenso. Nuestra incomodidad solo empeoraría si no abordábamos el tema—. Creo que tenemos que hablar.

—Sí.

Los alumnos habían ocupado prácticamente cada rincón de los jardines para disfrutar de la primavera. Hasta los vampiros que rehuían la luz del sol estaban tendidos a la sombra bajo los árboles reverdecidos. Para tener algo de intimidad, Balthazar y yo tuvimos que retirarnos a la biblioteca. Estaba casi desierta. Fuimos al rincón más apartado y nos sentamos juntos en el ancho alféizar de madera de una de las ventanas con vidrieras.

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