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Authors: Horace McCoy

Tags: #Drama

¿Acaso no matan a los caballos? (4 page)

»Y no olviden, damas y caballeros —dijo Rocky—, que aquí cerca, al final del vestíbulo, está el Palm Garden, donde pueden tomar toda clase de bebidas refrescantes, todo tipo de cervezas y bocadillos. Visiten el Palm Garden, damas y caballeros... Venga —dijo; se volvió hacia la radio, giró el botón y llenó el local de ruido una vez más.

Gloria y yo nos acercamos a Pedro y Lillian. Pedro cojeaba de una pierna. Durante su estancia en México, un toro bravo le había corneado en una plaza de toros. Lillian era morena También ella estaba intentando entrar en el negocio cinematográfico cuando se enteró de la celebración del campeonato de resistencia de baile.

—Enhorabuena —les dije.

—Esto demuestra que alguien ha reparado en nosotros —dijo Pedro.

—Ya que no pudo ser la Metro-Goldwyn-Mayer, por lo menos que sea un garaje —dijo Lillian— Por más que resulte un poco ridículo que un garaje me compre ropa interior.

—¿De dónde has sacado ese cuento de la ropa interior? —dijo Gloria—. No confíes en que te den ropa interior. Te darán una chaqueta de punto con el nombre de la firma en la espalda y gracias.

—También me darán ropa interior —dijo Lillian, convencida.

—¡Eh Lillian! —dijo Rollo, el juez de pista—, la señora del Garaje Oceanie desea hablarle.

—¿Cómo...? —preguntó Lillian.

—Su patrocinadora, la señora Yeargan...

—Esto es lo último que faltaba —dijo Lillian—. Pedro, me parece que serás tú el que tendrá ropa interior.

Gloria y yo nos encaminamos hacia el tablado del maestro de ceremonias. Era un lugar muy agradable durante aquella hora de la tarde. Los rayos del sol que se colaban por la doble ventana del bar de Palm Garden formaban un gran triángulo. Duraba apenas diez minutos, pero los aprovechaba moviéndome lentamente dentro de los límites de la reducida superficie soleada (tenía que moverme si no quería que me descalificaran), dejando que los rayos me acariciaran la piel. Por primera vez en mi vida daba valor al sol. «Cuando este concurso termine —me dije—, pasaré el tiempo que me quede de vida comando el sol. No tendré que esperar a trasladarme al desierto del Sáhara para hacer una película». «Por supuesto, ahora no sucederá nada de esto».

Observaba cómo el triángulo iba reduciéndose poco a poco.

Finalmente se cerró y comenzó a subir por mis piernas como si fuera algo dotado de vida propia. Cuando ascendió hasta mi barbilla me puse de puntillas y erguí la cabeza para beneficiarme de los rayos del sol todo el tiempo que podía. No cerraba los ojos. Por el contrario, los mantenía bien abiertos, mirando directamente al astro. No me deslumhraba. Luego, súbitamente, se marchó.

Busqué a Gloria con la mirada. Estaba sobre el tablado, contoneándose mientras hablaba con Rocky. Rocky se balanceaba a su vez. (Todos los empleados —el médico, las enfermeras, los jueces de pista, el maestro de ceremonias, y hasta los muchachos que vendían gaseosas— recibieron órdenes de mantenerse en movimiento siempre que hablaran con uno de los concursantes. La dirección era muy estricta sobre la rígida observancia de este apartado del reglamento).

—Estabas la mar de gracioso allí encaramado en la punta de los pies —dijo Gloria—, parecías un bailarín de ballet.

—Si practicas eso, te permitiré hacer un número solo —dijo riéndose Rocky.

—Sí —dijo Gloria—, ¿cómo calentaba hoy el sol?

—No te dejes engañar —dijo Mack Aston, de la pareja número cinco, al pasar.

—¡Rocky! —chilló una voz. Era Socks Donald. Rocky descendió del tablado y fue a su encuentro.

—No me hace ninguna gracia que me estés pinchando a cada instante —dije a Gloria—. Yo nunca lo hago.

—Ni falta que hace —dijo—. Ya me pincha un experto. Dios me pincha... ¿Quieres saber qué quiere decirle Socks Donald a Rocky? ¿Quieres información de primera mano?

—¿Qué? —pregunté.

—¿Conoces a la pareja número seis... Freddy y esa chica llamada Manski? Su madre presentará una denuncia contra Freddy y Socks. La chica se fugó de su casa.

—No creo que saque nada en limpio con la denuncia —dije.

—Esa chiquilla es carne de presidio —dijo Gloria—. Tiene apenas quince años, diantre, con tantas chicas como andan sueltas por el mundo, este sujeto habría podido elegir mejor.

—¿Por qué culpar a Freddy? Puede que él no sea culpable.

—Según la ley sí lo es —dijo Gloria—, y eso es lo que cuenta.

Dirigí a Gloria hacia atrás, donde se encontraban Socks y Rocky, e intenté escuchar su conversación; pero charlaban en voz muy baja Aunque más bien era Socks quien hablaba. Rocky se limitaba a escuchar, asintiendo con la cabeza.

—Ahora mismo —oí que Socks decía, y Rocky hizo señas con la cabeza dando a entender que había comprendido y atravesó la pista, guiñando discretamente un ojo a Gloria al pasar junto a nosotros.

Fue hacia Rollo Peters y lo llevo a un lado, susurrando algo atropelladamente durante unos segundos. Luego Rollo se apartó, mirando alrededor, como si tratara de localizar a alguien, y Rocky regresó al tablado.

—Faltan escasos minutos para que nuestros valerosos concursantes disfruten del descanso tan merecidamente ganado —anunció Rocky por el micrófono—. Mientras dejan la pista libre, damas y caballeros, pintaremos un gran óvalo en la pista para la gran carrera de esta noche. Esta noche habrá una carrera, damas y caballeros, no lo olviden. Seguro que es lo más emocionante que hayan presenciado jamás. Correcto, muchachos, faltan sólo dos minutos para retirarse. Una pequeña carrera, muchachos, mostrad a nuestros distinguidos espectadores que estáis en excelente forma física... También ustedes, damas y caballeros, pueden animar calurosamente a nuestros concursantes...

Aumentó el volumen de los altavoces y comenzó a palmotear y a taconear al ritmo de la música, invitando al auditorio a unirse al jolgorio. Todos los concursantes aceleramos un poco el paso, lo que contribuyó a dar un poco de animación al espectáculo, pero no lo hicimos a causa del entusiasmo que pudieran inspirarnos las palabras de Rocky, sino porque sabíamos que dentro de un minuto tendríamos un descanso seguido de la distribución de comida.

Gloria me dio un codazo y, alzando la vista, alcancé a ver a Rollo Peters andando entre Freddy y la chica, Manski. Me pareció que la muchacha estaba llorando, pero antes de que Gloria y yo pudiéramos fijarnos mejor sonó la sirena y todo el mundo se precipitó corriendo hacia los vestuarios.

Freddy, sentado en el camastro, introducía un par de zapatos en una bolsa de cremallera.

—Estoy enterado —dije—; y lo lamento de veras.

—¡Que se le va a hacer! —dijo—, Pero ha sido ella la que se ha fugado..., todo irá bien si puedo salir de la ciudad antes de que me detenga la policía. Tuvimos suerte de que avisaran a Socks.

—¿Hacia dónde te diriges? —pregunté

—Me parece que me dirigiré al sur. Siempre deseé conocer México. Hasta otra...

—Hasta otra.

Antes de que nadie se diera cuenta ya se había marchado. Cuando salió por la puerta trasera, percibí el resplandor del sol sobre el mar. Por un momento quedé tan absorto que no atiné a moverme. No sabía qué me había causado más sorpresa, si ver el sol por primera vez después de casi tres semanas o descubrir la existencia de una puerta de escape. Fui hacia allí, temiendo que el sol desapareciera al llegar yo a la puerta. «Un anhelo semejante solamente lo había experimentado otra vez en toda mi vida. Y fue durante unas Navidades, cuando era todavía un niño. Aquel año era, no obstante, mayorcito para comprender realmente el significado de la Navidad, y cuando entré en la habitación de delante, vi el árbol completamente iluminado».

Abrí la puerta. A lo lejos, hacia el fin del mundo, el sol se sumergía en el océano. Era tan rojo, brillante y ardiente que me pregunté por qué no salía vapor del mar. «Una vez vi vapor surgiendo del mar. En la carretera contigua a la playa unos hombres trabajaban con dinamita. Estalló de pronto, y los hombres ardieron. Corrieron enloquecidos y se arrojaron al océano. Fue entonces cuando vi el vapor».

El resplandor alcanzó un puñado de nubes pequeñas, tiñéndolas de rojo. Y el sol se iba hundiendo en el océano, que estaba en calma, tanto que no parecía un océano. Era tan maravilloso. El muelle estaba repleto de pescadores que no prestaban la menor atención a la puesta del sol. ¡Serán imbéciles! Os hace más falta esta puesta del sol que toda la pesca que podáis recoger, les dije para mis adentros.

La puerta resbaló de mis manos y se cerró con gran estrépito, como un cañonazo.

—¿Estás sordo o qué te pasa? —me espetó una voz en los oídos. Era uno de los preparadores—. ¡Mantén esta puerta cerrada! ¿Acaso pretendes que te descalifiquen?

—Contemplaba solamente la puesta del sol —dije.

—¿Serás idiota? Deberías estar durmiendo. Necesitas dormir —dijo.

—No necesito dormir —dije—, me encuentro perfectamente. Nunca en mi vida me sentí mejor que ahora

—De todos modos necesitas reposo —dijo—, te quedan sólo pocos minutos. Échate y procura descansar los pies.

Me acompañó hasta mi camastro. Me di cuenca entonces de que los vestuarios olían mal. Soy muy sensible a los malos olores y me preguntaba por qué no había notado antes ese olor, producido por la congregación de demasiados hombres en una misma habitación. De un puntapié me desprendí de los zapatos y me tendí de espaldas sobre el camastro.

—¿Quieres que te haga masaje en las piernas? —me preguntó el entrenador.

—No es necesario —le dije—. Mis piernas están perfectamente.

Murmuró algo para sí y se marchó. Me quedé allí tendido, pensando en la puesta del sol y pugnando por recordar de qué color era Además del encarnado pretendía recordar todos los matices. En una o dos ocasiones estuve a punto de conseguirlo; pero me ocurría como cuando intentas evocar a una persona que una vez conociste pero que ahora has olvidado, y de la que apenas si recuerdas su estatura, las palabras que solía pronunciar, su tono de voz, pero todo aisladamente, sin la posibilidad de encajarlo en un conjunto armónico.

A través de las patas de mi camastro notaba el océano estremeciéndose contra los soportes del edificio. El océano subía y bajaba continuamente, alejándose y acercándose sin descanso.

Cuando la sirena nos anunció que era hora de regresar a la pista, arrancándonos de nuestro sopor, me sentí dichoso.

... Y al que corresponde la pena

Los pintores ya habían acabado. Habían trazado una gruesa raya blanca en forma de óvalo alrededor de la pista. Aquél era el recorrido de la carrera.

—Freddy se ha marchado —le dije a Gloria mientras nos dirigíamos a la mesa donde estaban preparados los bocadillos y el café. (Le llamaban a aquello almuerzo ligero. La comida fuerte la hacíamos a las diez de la noche).

—También Manski —dijo Gloria—. Dos trabajadores con aspecto saludable vinieron a buscarla. Apuesto cualquier cosa a que su madre le va a dejar un pandero bien caliente.

—Me sabe mal decirlo —dije—, pero la partida de Freddy ha supuesto un momento feliz de mi vida.

—¿Qué ha sucedido? —me preguntó.

—¡Ah! Nada. Pero si no se hubiera marchado, no habría visto la puesta de sol.

—¡Dios mío! —dijo Gloria—, ¿es que no hay otra cosa en el mundo que jamón?

—Para ti lo mismo da que sea pollo —dijo Mack Aston, sentado en la fila de atrás, dispuesto siempre a bromear.

—Aquí tiene ternera —dijo la enfermera—. ¿Tal vez prefieran un bocadillo de ternera?

Gloria tomó el bocadillo de ternera, aunque sin renunciar al de jamón.

—Échame cuatro terrones en mi taza —dijo a Rollo, que servía el café—, y mucha nata.

—Esta chica come como un caballo —dijo Mack Aston.

—Café solo —dije a Rollo.

Gloria, con sus bocadillos, se dirigió al tablado del maestro de ceremonias, donde los músicos afinaban sus instrumentos. Cuando Rocky Gravo la vio, saltó del tablado y comenzó a charlar con ella. Como no había sitio allí para mí, me marché al lado opuesto.

—¡Hola! —dijo una joven. Llevaba en la espalda el número siete. Tenía los ojos y el cabello negros y era bonita. Yo no sabía su nombre.

—¡Hola! —miré a su alrededor para averiguar quién era su pareja. Su compañero se encontraba delante de un palco hablando con un par de señoras.

—¿Cómo va todo? —preguntó la número siete. Su voz parecía la de una chica con estudios.

«¿Qué debe de hacer aquí?», me pregunte.

—Supongo que bien —contesté—. Sólo espero que cuando todo haya terminado yo sea el ganador.

—Y si ganas ¿qué harás con el premio? —preguntó ella riendo.

—Una película.

—Con mil dólares no puedes hacer una película, ¿no es cierto? —me preguntó mientras daba un mordisco a su bocadillo.

—¡Oh!, no me refiero a una gran película, sino a un cortometraje.

—Me gustas —me dijo—, hace ya un par de semanas que vengo observándote.

—¿Ah, sí? —dije, sorprendido.

—Sí, te he visto cada tarde buscando el sol que entra por la ventana del bar y he leído cien expresiones distintas en tu rostro. Alguna vez he pensado que debías de estar asustado.

—Estás equivocada —dije—, ¿por qué iba a tener miedo?

—Escuché por casualidad lo que le dijiste a tu pareja sobre la puesta de sol de esta tarde —me dijo con una sonrisa.

—Eso no significa nada —dije.

—Quizá tengas razón... —dijo, echando un vistazo alrededor. Miró el reloj con el entrecejo fruncido—. Disponemos todavía de cuatro minutos. ¿Te gustaría hacer algo por mí?

—Bueno... claro que sí —le contesté.

Me hizo una seña con la cabeza y la seguí hasta la parte de atrás del tablado del maestro de ceremonias. Tendría algo más de un metro de altura, y estaba cubierto por unas colgaduras pintadas que llegaban hasta el suelo. Estábamos de pie, solos, en una especie de escondrijo entre la parte posterior del tablado y un puñado de rótulos. Si no hubiera sido por el ruido, nos habríamos sentido los únicos habitantes de la Tierra en aquellos momentos. Ambos estábamos algo excitados.

—¡Ven! —me dijo, agachándose y alzando el extremo de una colgadura mientras se introducía debajo del tablado. El corazón estaba a punto de estallarme y noté que la sangre había abandonado mi cabeza. Por debajo de los pies podía sentir el océano chocando contra los soportes—. ¡Ven! —susurró, agarrándome por el tobillo. Súbitamente comprendí lo que quería. «Nunca hubo una experiencia nueva en mi vida. Algunas veces os suceden cosas que pensáis que nunca os han ocurrido, estáis convencidos de que es una experiencia nueva, y os equivocáis. Sólo hará falta ver, sentir u oler una determinada cosa para descubrir entonces que aquella experiencia que pensasteis era nueva ya la habíais vivido antes. Cuando me agarró por el tobillo para hacerme entrar debajo del tablado, recordé la vez en que otra chica me había hecho lo mismo. Aunque en lugar de invitarme a meterme bajo un tablado había sido bajo un pórtico. Yo tenía trece o catorce años y la chica debía de tener más o menos la misma edad. Se llamaba Mabel y era una vecina; vivía al lado de mi casa. Al salir de la escuela solíamos jugar en el pórtico, imaginándonos que aquello era una cueva y que nosotros éramos ladrones y prisioneros. Más tarde, cuando jugamos a papás y a mamás, simulábamos que aquello era nuestra casa. Pero aquel día yo estaba de pie delante del pórtico sin pensar en Mabel ni en los juegos cuando noté que alguien me agarraba por el tobillo. Miré hacia abajo y vi a Mabel. “¡Ven!”, me dijo».

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