—Un digno nombre —dijo él girándose hacia el mar. El resto hizo lo mismo y de algún sitio cercano se escuchó una campana.
Rafael esperaba que pronunciase una oración pero, en cambio, inició un canto, al que el otro individuo se unió un instante después, en perfecto unísono. Las palabras eran tan arcaicas que Rafael apenas podía seguirlas, y la música no tenía clave sino modo, un método de composición extinto desde hacía siglos.
El silencio era absoluto. Incluso los ruidos del Cubo parecieron amainar ligeramente mientras el canto reverberaba a través de los pasillos, un canto tan antiguo como Thetia, y Rafael sintió cómo se le erizaba la piel oyéndolo, escuchando ascender y descender la hipnótica melodía y las dulces palabras de antiguo alto thetiano envolviéndole.
A continuación, finalizaron la invocación y entonaron una breve bendición sobre la primera tripulación. Fuera, en el mar, unos buceadores se sumergieron y colocaron unas coronas de kelp estrellado sobre cada uno de los cuernos y, luego, retiraron los paños blancos quedando al descubierto los distintivos estarrin, en sus grabados nuevos y relumbrantes.
—Que Thetis te guarde a ti y a tu gente, gran thalassarca —finalizó el primer sacerdote, y entonces en su rostro se dibujó una amplia sonrisa—. ¡Estarrin! —gritó. Los ecos del canto fueron ahogados por los vítores que siguieron. Y junto a la escotilla, la amazona dio un paso al frente para levantar a Leonata con un abrazo con una expresión de júbilo en el rostro. ¿Era Anthemia?
La ceremonia se había acabado y los estarrin se abalanzaron sobre las ventanillas para mirar más de cerca la nave, mientras Anthemia cogía a su madre, y Corsina, los invitados y los consejeros más próximos avanzaban por la pasarela para hacer una visita al buque, seguidos por los exiliados. El legado Orando bloqueó el acceso a los demás.
—¡Podréis verla en un minuto! Dadle una oportunidad a la señora. ¿Cómo se supone que podrá ver algo, si estáis vosotros en medio?
Perdido en medio de tanta excitación, Rafael se recostó contra la pared para esperar y así se las arregló para mantenerse sin apenas ser visto cuando, menos de dos minutos después de que Leonata y los demás concluyeran su recorrido, Iolani Jharissa salió de la pasarela hacia un lado.
* * *
—Fallo en la Cámara de éter —dijo lentamente Aesonia, devolviendo el informe de los ingenieros a Silvanos. Sabotaje.
—No necesariamente —dijo Valentino—. En teoría es posible provocar un fallo catastrófico aplicando corriente en el interior del sistema. Una explosión concentrada de éter. Es el equivalente de una crecida súbita, demasiado en un tiempo insuficiente para que el sistema de protección pueda asumirlo.
Los otros le miraron con interés. Silvanos había despejado su oficina principal de agentes y secretarios para poder hablar con comodidad. Así que disponían para ellos solos de la sala superior del gran palacio, con sus paredes revestidas con paneles y el enorme mapa de la ciudad.
—Se aprenden muchas cosas en la Academia —dijo Valentino. La Academia Naval que fundara su padre en Azure era una creación nueva y muy inferior en prestaciones a la vieja, destruida por Ruthelo durante la Anarquía, aunque se basaba en los mismos principios. Los instructores enseñaban a sus pupilos a navegar con cualquier cosa, desde pequeñas embarcaciones hasta galeones, todas las responsabilidades posibles en una manta, y toda la parte técnica y de ingeniería a la que pudieran tener que enfrentarse. Era una dura prueba de tres años, pero los oficiales que salían de allí eran los mejores del mundo.
Valentino había odiado la parte técnica pero se empleó a fondo, sabiendo que ni su padre ni Rainardo tolerarían ningún descuido, y consciente de que él tenía que estar muy por encima de sus compañeros cadetes para merecer estar a su mando.
—Si Jharissa cuenta con un arma capaz de destruir un crucero de batalla con una subida de tensión, ¡necesitamos saberlo! —espetó Aesonia—. Mis magas pueden enfrentarse a ello, pero no si no lo esperan ni saben cómo funciona.
—Nuestra conocimientos técnicos sobre los jharissa son limitados —dijo Silvanos disculpándose—. No contamos con ningún agente infiltrado en el clan, de modo que no podemos subir a bordo de sus barcos.
—No —dijo Aesonia, acercándose al mapa—. Estoy harta de esto. No hacemos más que ir de puntillas a su alrededor desde que hemos llegado, Silvanos. Quiero prender a uno de ellos. Preferiblemente a alguien con autoridad. ¿A quién has estado siguiendo?
—Eso podría explotarnos en la cara —le advirtió Silvanos.
—Si tenemos a un miembro clave del clan, no importará —dijo Aesonia—, Podremos sonsacarle toda la información que necesitamos.
Valentino intentó disimular su disgusto. Sabía que aquellos métodos eran necesarios pero, como había dicho Rainardo, no formaban parte de las obligaciones de un oficial de la Marina.
Excepto que él era ahora el emperador y tales cosas se habían convertido, últimamente, en su responsabilidad. Si con ellas iban a salvarse vidas inocentes; si iban a evitar que cientos de soldados perecieran a manos de aquellos cobardes, de aquellos asesinos que se escondían tras una capa de respetabilidad, él daría instrucciones para que se llevaran a cabo.
—¿Y si es capaz de ofrecer resistencia? —preguntó Valentino. El que su rehén tuviera la fortaleza necesaria y fuera lo suficientemente fanático para morir sin hablar era algo a tener en cuenta.
—No será necesario —dijo Aesonia—. Utilizaré a mis magas para obtener la información más directamente. Silvanos, ¿has localizado todas las casas de los tratantes árticos?
Valentino miró el mapa. Era un potente ejemplo de las informaciones que había recabado Silvanos; estaba cubierto de alfileres, fichas y símbolos con comprimidas abreviaturas señalizando los palacios, los principales edificios y rutas de todos los clanes. Un verdadero compendio, en suma, de la red de espionaje que Silvanos había tejido por toda la ciudad. O la parte de esa red que él hacía pública.
—La mayoría de los tratantes árticos viven a lo largo del lado norte del Averno, aquí —dijo Silvanos, deslizando su puntero por la parte superior del mapa—. Cerca del palacio jharissa en su mayor parte, aunque hay algunos que, por las razones que sea, han preferido irse a vivir a esta otra parte, a las cascadas del Averno.
—¿Qué significa ese nudo en el Alto Averno? —preguntó Valentino. Señalaba un corte en lo que ahora sabía que eran los hogares de los tratantes árticos, señalizados con muchos puntos a lo largo del Averno.
—Ahí es donde viven los ralentian —respondió—. Según nuestros informes más fiables, no son aliados de las almas perdidas.
—Aun así, son norteños —dijo Aesonia fríamente.
—Sólo de la misma manera que nosotros y los monsferratanos somos ambos pueblos ecuatoriales —dijo Silvanos con serenidad—. Ellos no están tan desesperados ni son tan pobres ni tan vengativos como el resto de gentes del norte.
—Y no se mezclan —terció Valentino estudiando la distribución de los alfileres—. Los tratantes árticos al este de los ralentian están aislados.
La mirada de Valentino se encontró con los ojos negros de Silvanos que, de alguna manera, revelaban cierta preocupación que el emperador no acertaba a definir. Silvanos estaba preocupado por las consecuencias en el caso de ser capturados y el emperador se inclinaba a estar de acuerdo con él. Esta operación debería llevarse a cabo a la perfección, o ellos perderían una parte considerable del apoyo que se habían granjeado en los últimos días.
—¿Hay algún tratante ártico con responsabilidad que viva en esta zona? —preguntó Aesonia.
Silvanos alcanzó un trozo de papel en una estantería debajo del mapa.
—Sí —contestó después de un momento—. Nuestro amigo, el capitán Glaucio, de la
Allecto
.
—Pues, le cogeremos a él —dijo Aesonia.
—Sólo si podemos negar cualquier responsabilidad —añadió Valentino.
—Tengo a los hombres adecuados —dijo Aesonia—. Si sale mal, no habrá ninguna conexión con nosotros. Y ahora, esto es lo que tenemos...
* * *
—Leonata, mis felicitaciones —dijo Iolani, llegándose hasta ella con tres pasos ágiles y una sonrisa poco habitual impresa en el rostro—. ¡Son tan hermosos cuando son nuevos!
A Leonata le cogió desprevenida, pero se recuperó en un segundo. Tal muestra de amistad por parte de Iolani era rara y ella no quería estropearla.
—No sabía que estuvieras aquí; de lo contrario, te habría invitado a que nos acompañaras.
—Es un honor para tus aliados —dijo Iolani—. Tenía asuntos pendientes con el capitán de puerto; y ya me iba cuando vi todo el turquesa.
Iolani se volvió a contemplar la
Umbera
, apoyando un puño en la cadera.
—Veo que los aruwe y sus persuasivos armadores te han seducido para incorporar todo tipo de cambios.
—¿Cómo puedes saberlo desde aquí? —preguntó asombrada Leonata. Por supuesto no podía, aunque le era posible advertir ciertos cambios que se habían hecho aquí y allá, como los lanzadores de torpedo traseros.
—No olvides que ellos me han construido nueve buques; sé cómo son.
—Somos los mejores —dijo Anthemia, aún irradiando orgullo.
Y pensar que su hija había contribuido a crear éste, pensaba Leonata. Anthemia había soñado durante años con el día en que le ofrecería su propio buque a su madre. Ella no era la responsable última de la
Umbera
, pero el próximo navio fabricado expresamente para Estarrin, cuya entrega estaba prevista en unos dos años, estaba siendo construido enteramente bajo su supervisión.
—Claro que sí —dijo Iolani, que parecía casi relajada, como si por un momento hubiera bajado ligeramente la guardia. Leonata deseaba mientras tanto que Rafael tuviera el buen juicio de esfumarse; las cosas podían torcerse de verdad si Iolani lo veía y se ponía nerviosa.
—¿Has venido a darnos la lata con el del doble casco? —dijo Corsina.
—No, me reservo eso para más tarde. Tan sólo quería ver vuestra última creación en su esplendor virginal.
Corsina enarcó sus cejas por toda respuesta.
—Un nombre interesante, Leonata —continuó Iolani, astutamente—. Una heroína de la República. ¿No bautizaste al último con el nombre de
Lavinia
?
Así había sido, en efecto. Pero Iolani era la única que lo comentaba fuera de su propio círculo. Leonata no iba a admitir ante Iolani que ella idolatraba a Umbera siendo niña y que nunca perdió su admiración por la última dogaresa de la República, quien había tratado de mantenerla unida durante veinte años y que la había salvado en dos ocasiones, sólo para verla caer al final por la traición de su propio hermano.
El hermano que había de convertirse en Aetius el fundador, el primer emperador. Habían sido seis los emperadores que se llamaron Aetius, y tres de ellos se contaban entre los más famosos de toda la historia de Thetia. Normalmente por malas razones, pero aun así impresionantes.
Lavinia quizá fue una elección más clara para mostrar el culto a una heroína, ya que había muerto en su lecho y había recibido honores como Lavinia la Grande, con una reputación que ni siquiera los primeros emperadores se atrevieron a empañar. Por el contrario, ellos la consideraron ejemplo de las virtudes de la República que querían rescatar y de las que, supuestamente, la República careció al final. Pero Lavinia nunca fue de verdad puesta a prueba, nunca tuvo que superar ninguna crisis ni por asomo tan severa como aquéllas a las que Umbera se había tenido que enfrentar.
Extraña opinión la que a Leonata le merecía la República, ignorando aquélla en la que vivió y proclamada con tan relumbrante esperanza el día que Ruthelo depuso a Palatina II. Lo que la Leonata de catorce años pensaba de aquello permanecería siempre encerrado en su cabeza.
—La verdad es que lamento que robaras esos nombres; en otro caso yo los podría haber usado —confesó Iolani—. Son nombres de la ciudad; eso es bueno. Compensan los de todos esos almirantes y legados con los que el Imperio insiste en bautizar a sus navíos.
¿Estaba Iolani tratando de engatusarla? Santo cielo, Leonata aborreció aquella súbita sospecha, la cual parecía envolver todo su mundo. Hasta hacía algunos días Iolani había sido una colega enigmática; ahora podía ser la amenaza más mortífera de Thetia desde Ruthelo Azrian. Petroz Salassa había pasado de ser un sólido amigo a convertirse en un sospechoso asesino. Rafael... si al menos pudiera saber a quién le recordaba y por qué ese parecido se le antojaba un mal presentimiento.
—No sabía que fueras estudiante de historia —dijo Leonata en un impulso que en seguida dio sus frutos.
—Conocer el pasado es importante. Evita que cometas errores innecesarios. Pero sólo si te has asegurado de que lo que sabes se corresponde estrictamente con la verdad.
—¿No es para eso para lo que están los historiadores? —contraatacó Leonata.
—Entonces, hazte historiadora —dijo Iolani—. De nuevo, mis felicitaciones.
Ella volvió a hacer una reverencia, se dio la vuelta y se marchó regresando a los pasillos laberínticos del Cubo. La líder Jharissa había venido a entregar un mensaje y ahora Leonata tenía que descubrir su significado.
«Entonces, hazte historiadora.»
* * *
Rafael se aseguró de que Iolani hubiera desaparecido antes de salir de entre las lilas del clan estarrin, cuyos miembros se dirigían ahora hacia el acceso del tubo. De manera que los aruwe construían también naves para los jharissa, ¿no es así?
—Ah, ahí estás —dijo Leonata. Obviamente se alegraba porque Rafael hubiera permanecido escondido, aunque él se las había arreglado para escuchar la mayor parte de tan interesante conversación con Iolani, interesante por lo que reveló de ambas mujeres.
—¿Tienen los clanes armadores palacios como los de todo los demás? —preguntó él con aparente inocencia, mirando hacia donde Corsina estaba conferenciando con sus armadores... ¿quizá sobre los jharissa?
—Por supuesto que sí —dijo Leonata—. Y escaños en el Consejo si lo desean. Pero en ese caso, los thalassarcas tendrían que pasar la mayoría de su tiempo aquí.
—¿Y no lo hacen?
—¿Cuál sería el motivo? Ellos no son mercaderes, son maestros armadores.
—Por eso Corsina no está aquí muy a menudo.
—Ella tiene que venir por asuntos de negocios y para firmar nuevos contratos —dijo Leonata, dándose cuenta de que no se trataba de inocente curiosidad, después de todo. Su hija Anthemia, también los estaba observando.