—Cuentas con buena gente —dijo Rainardo—. Yo mismo no lo hubiera hecho mejor. Lindos es bueno, si bien un poco engreído. Palladios será brillante. Merelos, asimismo, es inestimable. ¿Es de Vespera?
—Originalmente pertenece al clan Rozzini —dijo Valentino, agarrando el bastón del anciano y ayudándole a levantarse.
—No es de extrañar que se marchara —dijo Aesonia—. Siempre que tengo tratos con Correlio Rozzini necesito lavarme las manos después.
Correlio era un individuo brutal y corrupto. Valentino pensaba que se parecía bastante al otro aliado que tenían comprado, el príncipe de Sommur. Sin embargo, no podía hacer públicas estas opiniones. Iban a necesitar muy pronto la ayuda de ambos.
Rainardo bajó la mirada hacia el mapa extendido y sujeto sobre la mesa antigua que los canteni habían utilizado durante generaciones. Las paredes estaban repletas de cajas con mapas, cada uno de ellos etiquetado individualmente y envuelto en hule para protegerlo de la humedad. Valentino dudaba de que hubiera alguien, a no ser la Asociación Oceanográfica, que contara con unas mediciones cartográficas tan completas de Thetia y sus islas.
Valentino se dispuso a enrollarlo, pero Rainardo lo detuvo.
—No, no lo hagas, Berreno se enfadará si lo guardas mal. Por la forma en que los cuida, se podría pensar que estos mapas son suyos y no míos.
—¿Todavía es él tu cartógrafo jefe? —preguntó Valentino, recordando al individuo delgado y tímido que cuidaba y ampliaba la colección.
—Sí, aunque ya debe de tener sus años. Como yo. —Rainardo inició su retirada, acompañado del repiqueteo de su bastón, pero hizo un alto—. Qué desperdicio. Tantos muertos y por tan poco.
—Paramos a Ruthelo.
Rainardo le miró con furia.
—Nosotros tomamos la Thetia unida de Ruthelo, la rompimos en mil pedazos y la bañamos en sangre. Y durante cuarenta años hemos estado peleándonos sobre las ruinas como niños malcriados que se niegan a aceptar que tengan la culpa de algo.
—Reconstruimos el Imperio —dijo Aesonia, sorprendida.
—¿De verdad? —dijo Rainardo señalándola con una mano temblorosa—. Muéstrame el Palacio Imperial, enséñame los días de paz que nos prometiste cuando Thetia volviera a tener un emperador ungido.
—Rainardo, no sabes lo que estás diciendo.
—Me estoy muriendo —dijo Rainardo—.Y al irme a dormir cada noche, preguntándome si será la última, me sumerjo en un mar de almas perdidas, las de todos los hombres, mujeres y niños que maté durante la batalla y después, y me pregunto si durante setenta años de vida he hecho otra cosa que no sea matar y destruir.
—¿Hubieras preferido vivir en la República de Ruthelo? ¿Contemplar cómo se convertía en un tirano?
—Todos nosotros sabemos lo que él estaba haciendo. Déjate de mentiras, Aesonia. Tú querías la vuelta del Imperio y ya la tienes. Puedes estar agradecida. Y cuando te enfrentes a tu propia mortalidad, como yo, quizás lo entiendas.
—¡Me enfrentaré a mi propia mortalidad sabiendo que devolví a Thetia su alma! —dijo Aesonia, que ahora parecía preocupada. Rainardo había sido su aliado todo aquel tiempo y a veces se habían producido duras discusiones. Pero, que Valentino supiera, Rainardo nunca había cuestionado lo que habían hecho o por qué lo habían hecho.
—Entonces morirás engañada —dijo Rainardo—. Marchaos los dos. Val, dile a mi hombre que baje. Lo encontrarás arriba de todo.
* * *
Los líderes estarrin que estaban sobre la cubierta de popa fueron todos a sentarse cuando el
Manatí
llegó a la línea de boyas que señalizaba el borde de la zona de atraque para la manta. Rafael trató de echar un vistazo por la borda para ver los grandes buques que había por debajo de la superficie, pero el brillo del sol resultaba cegador sobre el agua.
Nadie sabía exactamente lo que había sido inicialmente el Cubo. En alguna parte central, había una estructura original, pero fuera lo que fuera en un principio, había desaparecido tras siglos de añadidos, hasta que se convirtió en una única y enorme estructura que cubría la totalidad de la Cabeza de Proteo, con la excepción del faro y el templo.
Todo estaba bien mantenido, pero no existía unidad en él; ningún plan había guiado todos aquellos siglos de añadidos, de edificios, galerías, muelles de equipamiento, oficinas, explanadas, una estructura caótica de casi un kilómetro que emergía espectacularmente del mar hasta perderse en edificios y
horrea
más allá del puerto del Espolón. Y al igual que pasa en un iceberg, ésta era su parte más pequeña. Era el centro neurálgico de las más de ciento cuarenta pasarelas del puerto submarino vesperano, el más antiguo y más grande de Aquasilva, que se extendía a lo largo de kilómetros más allá del espolón, a través de la bahía hasta la isla del Almirantazgo, mediante túneles sobre el lecho marino, hasta el mar del lado occidental, por un arrecife submarino a poca distancia de la costa. El mismo puerto del Espolón estaba ahora hueco, después de haberle sido extraída piedra para la construcción de almacenes en los que albergar los cargamentos de medio mundo.
El
Manatí
redujo la velocidad y viró ligeramente, acercándose hacia el acceso indicado sobre un carril de seguridad. Había barcos apiñándose alrededor del Cubo, remolcadores, embarcaciones de servicio y lanchas de pasajeros, no menos de tres plataformas para
vaporettos
, cada una de una compañía diferente y con rutas distintas. Sin embargo, el Manatí iba en misión oficial, de manera que fue desviado hacia un pontón especialmente despejado en la parte oriental del cubo.
¿Comprendían Valentino o Aesonia que éste era el verdadero corazón de Vespera, la clave de su identidad? ¿O acaso se sentían tan deslumbrados por la Casa del Océano y la magnificencia que rodeaba la Marmora que no conseguían ver la realidad?
Estaban ya muy cerca, desplazándose bajo el mismo Cubo, por debajo de lo que pudo haber sido una cúpula central antes de que se construyera un puente de observación a su alrededor lo suficientemente alto para vigilar las maniobras de las mantas por debajo del agua, por lo menos las que se hallaran en las proximidades del Cubo. Había torres que se alzaban a intervalos por el Espolón sobre los tejados, construidas expresamente como salvaguardia en caso de un mal funcionamiento de la increíblemente compleja red de comunicaciones de éter.
Lo que ocurría esporádicamente.
Finalmente, el
Manatí
se deslizó contra las defensas del pontón y los marineros hicieron revolucionar los motores. Dos hombres vestidos con el uniforme de los servicios portuarios aguardaban al lado de una multitud de asistentes. ¿Era una agradable distracción de sus rutinarios quehaceres o una tediosa pérdida de tiempo? Rafael no lo sabía.
Leonata fue la primera en desembarcar, seguida por sus consejeras principales. Rafael no oyó el saludo formal que intercambió con ellos, pero entonces Flavia tiró a Rafael del brazo situándolo en una posición un poco más retrasada, unos diez puestos por detrás de Leonata, en lo que parecía casi una procesión hacia las entrañas del edificio, seguida por los miembros de su clan, todos espléndidamente ataviados, pero causando un notable alboroto.
El vocerío se extinguió cuando entraron en el edificio principal por un pasillo sorprendentemente grandioso. Rafael pensó que atravesarían el atrio principal con sus elevadores y rampas mecánicos, el punto de entrada y salida de toda aquella sección del puerto submarino. Todos los oficiales de los clanes se encontraban presentes, los representantes de las grandes casas tanethanas y de otras industrias navales, oficiales consulares, mensajeros, familias que aguardaban. Rafael podía escuchar el barullo desde el otro extremo del pasillo.
Sin embargo, bajaron por una magnífica escalera, pasando por debajo del nivel del mar y dirigiéndose hacia un pasillo iluminado por luz solar filtrada por el agua, con una vista inigualable sobre el puerto submarino. La intricada red de pasarelas, algunas llenas de hombres y cargamento, otras vacías, esperando que las mantas atracaran allí o siendo asistidas por buceadores. Las rayas circulaban a gran velocidad entre los navíos más grandes.
Fueron las mantas lo que resultó más fascinante, las formas grandes e inquietantes visibles por todas partes, con sus aletas inmóviles mientras estaban fondeadas. Rafael alcanzó a ver una moviéndose, dirigiéndose hacia el lago y mar abierto para explorar el mundo entero como el animal marino con su mismo nombre.
Las aguas de la Estrella, como todas las aguas vesperanas, eran claras, más cristalinas de lo que lo hubieran sido naturalmente. Los sistemas de filtración y la magia eliminaban el limo que fluía hacia el interior de la Estrella por los ríos; las normativas draconianas y el sistema de aguas residuales de la ciudad garantizaban su pureza. El agua turbia o sucia dañaría a las mantas, estropearía los sensores, provocaría una gran confusión en el equipamiento y exigiría una enorme dedicación de los competentes ingenieros, que tendrían que dedicar constantemente su atención a la reparación de las pasarelas.
Rodearon el Cubo hasta llegar a su otro extremo y, después, se detuvieron en una sala frente a una pasarela vacía, donde los miembros del clan Estarrin se colocaron siguiendo algún reglamento tácito. Una vez más, Rafael siguió a Flavia y acabó colocándose de pie en un lado, con cuidado de no bloquear la vista con su altura a aquellos que tenía detrás.
Otros tres thalassarcas con sus escoltas ya estaban esperando: Bahram, dos notarios vestidos de blanco y dos exiliados con túnicas de azul oscuro cuya orden Rafael no supo identificar. La mayor parte de las fundaciones principales de Exilio pertenecían a una de cuatro o cinco órdenes, siendo la de Sarthes la más importante, pero había docenas de órdenes menores.
—Son contareans —le susurró Flavia—. Administran prioratos de rescate y guardacostas.
—Pensaba que Leonata solicitaría una orden más poderosa.
—A ella no le gusta ninguna lo suficiente. Los contareans no se inmiscuyen en asuntos políticos y su función es muy benéfica.
—Pero sus hijas, ¿no fueron educadas en Exilio?
Flavia le lanzó una mirada que dejó claro lo que pensaba de sus facultades intelectuales por haber formulado una pregunta así.
—Apenas ninguno de los clanes lo hace actualmente.
—¿Por qué?
—No tengo ni idea. Pregúntalo.
Antes de que terminaran las salutaciones formales y la conversación, Rafael aventuró otra pregunta.
—¿Por qué los thalassarcas y quién es el tercero?
—El tercero... oh, Shirin Rapai. Leonata invita a sus aliados más próximos; es una manera de decirles que confía en ellos como si fueran de su propio clan.
—¿Y Bahram?
—Es el banquero del clan. Y también un amigo. Ella...
Flavia se calló abruptamente y se hizo el completo silencio en la sala. El comité de honor, que estaba al frente, se dio la vuelta para ponerse de cara a la pasarela, una estructura alargada tubular hecha de pólipo. Estaba dividida horizontalmente por la mitad quedando la parte superior a su nivel, lo bastante alto para que pasara un hombre corpulento, y la parte inferior tenía vías para el transporte de mercancías.
Más allá, una manta había hecho su aparición emergiendo de la penumbra y parecía dirigirse hacia la pasarela. Una manta cuya piel, de azul oscuro por la parte superior y blanco grisáceo por la inferior, lucía impecable y sin las cicatrices propias de los años o la batalla, y con la cola y las aletas acabadas en puntas perfectas. Sus cuernos estaban cubiertos de paño blanco.
—Es preciosa —dijo Flavia, tan bajo que Rafael advirtió que no se lo estaba diciendo a él; los demás decían lo mismo, y con razón. Él nunca había visto antes una manta completamente nueva y para los estarrin era su propia nueva manta. Además, había sido construida por uno de los suyos. Casi uno de los suyos.
La manta se detuvo y Rafael escuchó el lejano impacto de los pernos de amarre, mientras la corona de agua blanca era expelida por el empalme.
El silencio disminuyó. Rafael pudo ver algunas personas desplazándose por el tubo, cada vez más cerca, y entonces se abrió la escotilla interior y aparecieron varias personas uniformadas con los colores distintivos naranja y verde marino, así como cuatro ingenieros estarrin. Uno de ellos portaba un pergamino con adornos, del tipo que aún se empleaba en las ocasiones ceremoniales.
—¿Está presente la gran thalassarca Leonata, del clan Estarrin? —preguntó la recién llegada que iba en el centro, una mujer de unos sesenta años, con blancos cabellos rizados. Era obviamente una pregunta formal, después de haber intercambiado reverencias.
—Yo soy —respondió Leonata.
—Tus ingenieros han garantizado que este buque se halla en condiciones de navegar y es apto para el servicio de tu clan. ¿Lo aceptas?
Leonata desvió la mirada hacia los ingenieros, que asintieron uno por uno. Un miembro del séquito aruwe desenrolló el pergamino y ella los demás observaron someramente el documento.
—Lo acepto, thalassarca Corsina —dijo Leonata, y el pergamino se mantuvo desplegado mientras un miembro de la comitiva estarrin derramó sobre él cuidadosamente un poco de cera y Leonata le estampó su gran sello.
—Así pues, entregamos este buque de manos del clan Aruwe al servicio del clan estarrin —dijo el líder aruwe. ¿Hacía esto el clan Aruwe con todos sus navíos o Leonata era especial? ¿Y quién era la hija? Nadie se parecía especialmente a Leonata y todos ellos eran aplicados profesionales. Uno era un hombre, otra era demasiado rubia para ser pariente de Leonata, otra era prácticamente una amazona. Quizá fuera la última, ¿con aquella melena larga, lisa y morena?—. Que os sirva bien y en prosperidad.
Los miembros del clan Aruwe se apartaron; aparentemente, había finalizado su intervención y los dos exiliados avanzaron.
—¿Deseas dedicar este navio a la protección de Thetis? —preguntó el más alto, un individuo de aspecto distinguido de la edad de Leonata.
—Sí, lo deseo —respondió Leonata.
—¿Por qué nombre será conocido?
Los miembros del clan Estarrin se acercaron sigilosamente y Rafael comprendió que no se lo habían comunicado a ellos. Una fugaz sonrisa revoloteó en la expresión de Leonata y, un instante después, también en la del exiliado, mientras ella alargaba el silencio que precedía a la respuesta.
—Será conocido como
Umbera
, en honor de la última dogaresa de la República y una auténtica heroína de Thetia —dijo, y la réplica del exiliado fue ahogada por los aplausos. Un sarthieno podría haberse sentido molesto, pero éste se limitó a volver a sonreír y aguardó a que el ruido se apagara.