Se giró con rapidez, preguntándose cómo, en el nombre del cielo, alguien había conseguido acercársele tanto sin que él lo oyera. Se quedó inmóvil, sintiéndose incluso más alterado de lo que lo había estado un instante antes.
—¿Te conozco? —preguntó Rafael. Había algo que le resultaba muy familiar en la sacerdotisa que había allí, vestida con su túnica verde marino. Algo en su rostro, en la caída de su cabello cobrizo, clásicamente de exiliada. A menudo las niñas pelirrojas eran consagradas a Thetis, nadie sabía exactamente por qué.
—Pensé que eras una autoridad de los servicios de inteligencia —dijo ella con una grave sonrisa—. Confiaba en que tú en especial tuvieras mejor memoria.
—¿Thais? —Por todos los Elementos, era ella. Su sonrisa era la misma y también su sentido del humor, que él recordaba después de tantos años. Una de las pocas exiliadas que había conocido en su vida que tenía sentido del humor.
—Después de todo, me recuerdas —dijo ella—. Temía que me hubieras olvidado.
—Fue hace mucho tiempo —dijo él repentinamente. Demasiados malos recuerdos de su época en Sarthes se agolpaban en su cabeza. La disciplina, la rigidez, la aceptación incuestionable de la manera de entender el mundo de los instructores, y que no se limitaba sólo a la religión. Silvanos le había enseñado a cuestionar las cosas, a enfrentarse a ellas, y Sarthes intentaba silenciar esa confrontación.
—No has cambiado —dijo Thais, mientras sus ojos verdes se clavaron en él durante un momento—. Todavía eres una mente de metal y engranajes, todavía eres aquel que se sentaba en las escaleras del templo tratando de descifrar lo que es realmente la magia. ¿Lo conseguiste?
—He tenido otras cosas en las que pensar.
Habían transcurrido catorce años desde que huyó de Sarthes, lo que no fue una tarea difícil, puesto que las exiliadas nunca pensaron que alguna de sus pupilas fuera a darse a la fuga; al menos, no si deseaban labrarse un porvenir en el Imperio. ¿En qué se había convertido ella, en su orden de exiliados? Llevaba la misma túnica verde marino que las acolitas de Aesonia, no el azul marino de Sarthes.
—¿Nunca encontraste un lugar en el que ser feliz? —le preguntó ella.
—Durante un tiempo.
—No tienes por qué temerme, Rafael —le dijo ella—. ¿Quieres que te enseñe la galería inferior?
—¿Galería inferior? —dijo él sin pensar, por segunda vez el mismo día—. ¿Por debajo de esto?
Thais asintió con la cabeza.
—Por debajo del agua.
Rafael se dio la vuelta, volvió a mirar el estanque y se dio cuenta, poco después, de que lo que él había tomado por un reflejo ligeramente distorsionado en la columnata era, de hecho, una segunda columnata que se abría en círculo por debajo del nivel del agua.
—Guarda silencio. —Thais se tocó los labios con el dedo, aún sonriendo.
Ella le llevó fuera de la columnata principal y atravesaron el límite del santuario abovedado hasta un ancho tramo de escaleras en espiral. Mientras descendían, la blanca luz solar filtrada de azul se hizo azul completamente y entonces fueron a dar a una columnata incluso más inquietantemente hermosa que la de arriba, iluminada completamente a través del mar. Allí había tres o cuatro personas más mirando atentamente el agua límpida con su suelo ondulado y arenoso.
Rafael no tenía ni idea de cuánto tiempo pasó allí, al lado de Thais, contemplando el agua y siguiendo las líneas de los arcos, el intrincado dibujo formado por la intersección de las mismas dos líneas una y otra vez. Una red arquitectónica por encima y debajo de cada arco. Las otras personas se marcharon y llegaron más y, finalmente, Thais le dio un golpecito en el hombro, pareciendo lamentarlo, y le indicó que tenían que irse.
—No hay nada en todo el mundo como esto —dijo Thais, al volver a salir al Santuario principal que, pese a toda la gracia de sus arcos y cúpulas más convencionales, y el suelo rizado como un mar en calma, no podía compararse al otro.
Rafael debió de haberle preguntado si Aesonia la había enviado, pero no quiso romper la mágica escena mencionando a la emperatriz, lo que le habría sumergido nuevamente en todas las preocupaciones que se habían disipado en la paz de la columnata y que sólo ahora volvían a aflorar. Thais despejó sus dudas en seguida.
—Aesonia está ocupada en este momento, pero pronto podrá recibirte. Estoy aquí para acompañarte en tu espera, así que podríamos aprovechar la ocasión para charlar, a menos que yo suponga una amenaza para ti. Entonces, naturalmente, no deberías tener trato conmigo.
Aún estaba allí el sentido del humor, contenida la risa en su rostro y en sus ojos verdes. Se parecía tanto a la muchacha que conoció en Sarthes, la que había intentado (y fracasado, finalmente) perforar la coraza de piedra que Rafael se había construido como protección contra Silvanos. Sin embargo, Thais debía de haber cambiado tras todos aquellos años de preparación como exiliada.
—Todo el mundo es una amenaza potencial —le contestó con su misma moneda.
—¿No arruina eso la alegría de la vida? No deberías estar hablando conmigo si soy una amenaza potencial.
Thais estaba peligrosamente cerca, demasiado para que su amable tono socarrón resultara cómodo, por muy buenas que fueran sus intenciones.
—Estoy empezando a sonar como una cortesana de cabeza hueca —dijo Thais antes de que Rafael pudiera replicar—. No quería que te sintieras incómodo.
Su disculpa proporcionó a Rafael la oportunidad que necesitaba, a la vez que captaba que, al cambiar ella de postura, al apartarse, se tensaba ligeramente.
—No se supone que los agentes tengamos que sentirnos cómodos —dijo Rafael, con más frialdad de la que quiso.
—Ahí ha hablado tu tío —dijo Thais, manteniéndose firme.
—Quizá, pero él habla con sensatez. ¿Tienen tus votos el propósito de hacerte sentir cómoda? ¿O feliz, o incluso relajada? —Esta vez, el golpe fue deliberado.
—Su propósito no es eliminar tales sentimientos —dijo Thais—. ¿Cómo puede alguien servir a la diosa sin sentir alegría por la vida?
—¿Cómo puede alguien servir al Imperio dejándose llevar por cada impulso pasajero?
—Venir a ver la galería inferior fue un
impulso pasajero
, como dices tú desdeñosamente. ¿No deberías haber estado buscando traidores que pudieran reunirse allí? ¿Acaso no te sentías demasiado a gusto para hacerlo? —dijo Thais, enfadada, pero manteniendo bajo el tono de voz, pues aún estaban en el Santuario—. Imagínate que yo fuera una traidora que tratara de atentar contra a ti y el Imperio. ¿Quién de nosotros tendría ahora ventaja?
De manera completamente inadvertida, ella le había atrapado, encerrándole entre el reconocimiento de que el nivel de control de Rafael pudiera ser excesivo o de que, al servicio del emperador, no podía darse ni siquiera el lujo de pararse a admirar la arquitectura. Ella había logrado arrinconarle sin que él se diera cuenta, pero Thais no se habría apercibido.
Rafael la miró fijamente con una fría furia durante un momento muy largo, sabiendo muy bien cuál era la respuesta. Admitirlo sería más de lo que podía soportar su orgullo.
—No quiero que respondas —dijo Thais—. Sólo que lo pienses, ya que parece que esto es todo lo que aceptarás de mí. Vamos, la emperatriz estará esperándote.
* * *
La suite de Aesonia, que daba más allá del santuario, hacia la Casa del Océano, podía haber formado parte de Sarthes, excepto por la gran bóveda y la bulliciosa Estrella Profunda, visible a través de las ventanas exteriores. Cortinas con filigranas cubiertas de gasa, un taburete para las oraciones en una esquina, el ruido del agua derramándose desde algún lugar próximo, unas vistas sobre un jardín contemplativo en el interior. Era más el aposento de una exiliada que el de una emperatriz.
—Bienvenido al santuario, Rafael —dijo Aesonia, volviéndose hacia ellos cuando entraron. Su expresión era más cálida de lo que nunca había visto en ella y sus maneras más relajadas, como si tuviera más autoridad que nunca—. Entra. Thais, en seguida me reuniré contigo en el jardín.
Thais asintió con la cabeza y se marchó, cerrando las puertas tras ella.
—Vengo a explicar mis acciones de la noche pasada, majestad —dijo él, pero Aesonia se limitó a sonreír.
—He oído lo que ocurrió. Hiciste lo que debías, dada la situación. No quiero que nuestra visita se estropee con una revuelta.
Se esperaba una reprimenda, así que Rafael trató de ocultar su sorpresa. ¿Por qué era tan amable, si él le había privado de una oportunidad para probar la culpabilidad de Iolani?
Un sirviente entró con bebidas sobre una bandeja. Rafael tomó una, estremeciéndose por el frío, a pesar de que ya se había preparado. Nunca tuvo ningún problema en el norte con Odeinath, pero entonces tuvo tiempo de acostumbrarse al frío durante el largo viaje a Ralentis.
—¿Cómo está la maga?
La expresión de Aesonia se oscureció.
—Hemos tenido que aplicarle supresores mágicos y mantenerla en trance. Mis sanadores están haciendo todo lo que pueden, pero no sé si se recuperará.
—¿Han encontrado tus magos alguna prueba?
—Ni siquiera con la ayuda de los vigías. Cualquier indicio que pudiera haber, ha desaparecido. —La alta sacerdotisa dio un sorbo a su bebida y Rafael siguió su ejemplo. Era un fuerte vino azul thetiano, intenso y muy oscuro, la verdad—. Lo que puedo decirte es que para drogar a la maga se usó una hierba llamada silfio, restringiendo sus poderes mágicos. Es muy rara, y muy, muy desagradable para los magos. Está prohibida en todos los dominios del Imperio.
—¿Pero no en Vespera?
—Cualquier cosa se puede comprar aquí pagando lo suficiente —dijo ella—. ¿Por qué otro motivo si no iban a prosperar los jharissa?
—No han hecho nada en contra de los intereses de Vespera.
—¡Ellos tratan de destruir el Imperio! —le espetó Aesonia—. Sólo un idiota no acertaría a darse cuenta de ello. ¿Has oído el informe de Plautius sobre lo ocurrido en el almacén?
Rafael hizo un gesto afirmativo. Matteozzo y sus hombres habían escapado ilesos, sin la más mínima prueba, tan sólo el relato de lo que habían visto. Armas, extraños aparatos, generadores de escudos de éter, una sección entera de
horrea
clausurada y custodiada por tratantes árticos incluso en plena noche.
—Majestad —dijo Rafael—, ¿sería posible que alguien más estuviera intentando provocar una guerra abierta con los jharissa, en perjuicio del Imperio?
—Las almas perdidas quieren una guerra abierta contra nosotros. —¿Estaba haciendo suyas las ideas de Silvanos o lo sabía con certeza?
—Pero ¿por qué? ¿Por qué, si ellos aún están haciéndose fuertes, iban a querer matar a tu marido?
—¡Porque son unos traidores, unos renegados sin honor! No has luchado contra ellos, Rafael. Ni siquiera los conoces.
—Sé que no son tan fuertes como parecen —dijo él, encontrándose con la mirada furiosa de la emperatriz y maldiciéndose por su descaro—. Ellos tienen tanto miedo de ti como tú de ellos.
—Nos odian —dijo Aesonia—. Eso es todo. Nos han odiado desde el principio, porque todo lo que buscan es destrucción.
—Y entonces, ¿por qué no esperan a hacerse más poderosos, hasta que puedan concentrar sus fuerzas y eliminarnos como hicimos nosotros con ellos?
—Ellos merecían lo que les hicimos —dijo Aesonia, con gélida serenidad—. Nos traicionaron y luego trataron de destruir todo lo que Thetia es, o fue; reducir a polvo nuestro futuro y nuestro pasado. Lo has leído en los libros.
Efectivamente y, a diferencia de Aesonia, Rafael también había visto las ruinas tuonetares. Incluso era capaz de hablar su lengua o, al menos, como se había preservado en Ralentis. Ellos fueron aliados de la República, enemigos del Imperio cuando se expandió hacia el norte. Pero al final, se convirtieron en algo muy diferente: una tiranía que pretendía esclavizar a las almas mismas de su pueblo, haciendo que la amaran y se postraran ante ella, porque eso era lo único que importaba.
En Thetia, las hechiceras de la noche habían sido una secuela, la creación del desequilibrado emperador Orosius en un esfuerzo por someter las mentes de sus súbditos. Sin embargo, fracasaron. A los tuonetares les faltó muy poco para lograrlo.
—Eso fue hace dos siglos y medio —objetó Rafael.
—No lo han olvidado —dijo ella—. El odio es lo único que conocen. Y ahora, por primera vez, tienen una oportunidad de asestarnos un golpe. Y lo harán.
—Pero ¿por qué ahora?
—Porque si esperan otros veinte años, nosotros seremos más fuertes. —Aesonia se puso en pie bruscamente y le hizo señas para que se asomara por la ventana con la vista de la cúpula sobre la Casa del Océano, el brillo caótico de Vespera más allá extendiéndose a lo largo de kilómetros en ambas direcciones. El corazón del mundo—. Porque nosotros seremos los dueños de Vespera y no habrá lugar para ellos aquí. No hay lugar para que ellos escondan su maldad en el corazón mismo de Thetia. No hay lugar para ellos en ninguna parte de estos mares a los que nunca pertenecieron. No hay lugar para los traidores, no hay lugar para los tuonetares.
A Rafael le recorrió un escalofrío, pese al viento cálido. El fanatismo de Fergho era simplemente agresividad e ignorancia mezcladas con propaganda, pero el odio de la emperatriz era algo mucho más personal. Pero ¿por qué se mostraba tan abierta con alguien a quien apenas conocía.
Y entonces, de pronto, se dio cuenta de qué estaba hablando, cuando la voz del hermano de la emperatriz resonó en su cabeza.
«¿Príncipe de un fragmento de una Thetia dividida, librando una guerra civil durante cuarenta años?»
Los jharissa se alzaron para deshacer todo lo que ella había construido, para aplastarlo desde dentro, de la misma manera que el orgullo de Ruthelo y su traición final habían malogrado su juventud convirtiendo la promesa del reino de Palatina en cenizas que se llevó el viento.
—Tú no lo viviste —dijo Aesonia un momento después, con más calma y confirmando las sospechas de Rafael—. Ruthelo depuso al emperador ungido de Thetis para fundar una república que pudiera controlar él mismo y, cuando descubrió que eso no era tan fácil, levantó un ejército clandestino para derrocarlo. Si no hubiéramos actuado cuando lo hicimos, Ruthelo se habría hecho demasiado poderoso para nosotros. Para todos nosotros juntos.
—Puede que los jharissa no tengan el mismo plan —dijo imprudentemente Rafael.