—Aesonia le encargó el Aetius y apostaría a que también lo financió. Mi experiencia me dice —dijo Leonata— que Aesonia no hace nada sin un propósito. —Leonata sabía que Flavia estaría vigilándolos, con el ojo bien atento sobre todo aquel que tratara de escuchar la conversación.
—Tengo la misma impresión —dijo Rafael, apoyándose sobre la balaustrada—. Entonces, ¿es Tiziano un mero fanático o también está reflejando los sentimientos de Aesonia?
—Ante todo,
Aetius
habla de la gloria del imperio. De un emperador guerrero.
—Sí, pero Aesonia quiere que Tiziano escriba una ópera y se lo pide en más de una ocasión. Y la ópera que quiere que él escriba es sobre la traición y la maldad de los habitantes de Tuonetar. Los que, en lo que a Tiziano y sus amigos respecta, se han reencarnado en el clan Jharissa. Y todo esto, varios años antes de la muerte de Catilina.
Leonata trataba de seguir las disquisiciones de Rafael, pero éstas le estaban llevando a oscuros lugares. ¿Qué estaba sugiriendo? Había tantas implicaciones. Además, ella no estaba segura de qué grado de libertad de prejuicios tenía él. Por todo lo que Rafael sabía, ella podía ser una confederada de los Jharissa metida en esto. No obstante, Leonata confiaba en que Rafael tuviera el sentido común de descartar tal posibilidad.
Aunque las pruebas pudieran apuntar en el sentido contrario.
—Estamos bastante seguros de que fue el Imperio quien inició esta lucha y no los Jharissa —aclaró ella, preguntándose si era oportuno seguir por ahí. A ella no le gustaba la música de Tiziano más de lo que le gustaba Tiziano, pero estaba claro que a Rafael le encantaba, y sería una pena arruinar ese placer por el tipo que había detrás.
—Ya lo supongo —dijo él con irritación—. Pero ¿por qué? ¿Qué razón hay en encargar y financiar una ópera dirigida aparentemente contra los Jharissa? Esto no es una lucha territorial ni por rutas comerciales.
No, lo que había ahí era odio; y odio engendrando más odio. ¿Se estaría preguntando Rafael si había una justificación para la hostilidad de los Jharissa? Después de lo que había ocurrido en Zafiro, le vendría bien ver que la historia podía tener dos caras. Pero, por vida de Leonata, que ella no tenía ni idea de cuál podía ser esa historia.
Se había representado una reposición del
Aetius
de Matharanos hacía tres o cuatro años, aproximadamente en la época en la que Aesonia debió de haberle hecho el encargo a Tiziano.
—Me pregunto si ella ha hecho alguna otra cosa.
Rafael enarcó una ceja, un gesto que le hacía parecer exactamente su tío. ¿Se daba cuenta de ello o no era consciente?
—La ópera no llegará a todo el mundo —dijo ella lentamente—. Pero también está el teatro, las representaciones callejeras, las canciones, los periódicos y los panfletos, una gran cantidad de vías para llegar a la gente. Si estás en lo cierto, también deberíamos encontrar ahí algo sospechoso.
—Tú tienes recursos para enterarte.
Para ella sería fácil, con sus contactos y los recursos de un gran clan, pero debía ser muy discreta al respecto, y tenía que confiarle el trabajo a alguien que fuera inteligente a la vez que astuto. Flavia podría ser la persona idónea.
—Dame un día o dos —dijo ella—. ¿Vas a volver adentro?
—No, creo que ya he tenido bastante por esta noche —dijo Rafael—. Además, ni siquiera sé dónde voy a pasar la noche.
Tu tío tiene una casa en Naiad, ¿verdad? Pensé que era tu hogar.
—Yo huí, ¿recuerdas? Según creo, él quemó todo lo que era mío. Rafael lo dijo con absoluta naturalidad, volviendo a cerrar su caparazón. Buenas noches.
Antes de que Leonata pudiera decirle nada, Rafael se marchó a paso ligero y se convirtió en una figura sombría entre los parranderos de la calle de Chantries. Ella aguardó hasta asegurarse de que la gente a la que había encomendado que le siguiera estuviera ya sobre sus pasos, y después se volvió hacia Flavia.
—¿Cuántos hay vigilándole?
—Cuatro que yo vea —dijo su asistente. Flavia se había criado en las calles polvorientas y laberínticas de los Portanis y ya tenía un gran potencial cuando Leonata la escogió para ser entrenada por los servicios de inteligencia de Estarrin—. Quizá uno más, pero no se ha movido. Creo que está siguiendo a Petroz. Es sólo uno de los habituales.
—Petroz está buscando una ocasión para decirme algo —dijo Leonata—. Si ves la oportunidad, mantén apartados a los demás un rato, ¿de acuerdo? Si no, dile que mañana por la mañana estaré disponible.
—Para entonces es posible que haya cambiado de opinión respecto a lo de decirte algo —dijo Flavia.
—No lo creo. —Petroz sabía que podía confiar en Leonata como no podría hacerlo en nadie más una vez estuviera de regreso en Imbria— Mi nuevo cuarteto va a empezar pronto. Quiero ver cómo lo hacen.
* * *
Rafael se encontró las calles repletas a su regreso. Los vesperanos dormían por la tarde, cuando hacía demasiado calor para hacer cualquier otra cosa, y lo compensaban quedándose despiertos hasta altas horas y levantándose temprano. Especialmente la noche de una celebración improvisada. El nombre de Valentino parecía estar en boca de todos.
Las luces resplandecían desde las ventanas de los palacios de los clanes que había un poco más allá, circundando la ensenada del mar conocida como la Marmora. En su mayor parte, eran los palacios de los clanes vesperanos más antiguos, los que podían remontar sus orígenes un millar de años hasta los primeros días de la República original, y cuyos nombres resonaban a través de la historia thetiana: Decaris, Salassa, Scartaris. Los dos últimos ya no eran siquiera clanes, puesto que sus líderes se habían autoproclamado príncipes durante la Anarquía y se habían apoderado de vastas extensiones de territorios. Decaris y Canteni, en cambio, aún seguían siendo clanes.
Los guerreros canteni, así se habían llamado siempre ellos mismos, y estaban orgullosos de serlo. Rafael se enteró con retraso de que el anciano del Consejo de los Mares era Rainardo Canteni, un hombre con poco más que una fina piel cubriéndole los huesos. Sólo tenía unos años más que Petroz y Gian, pero el ardor le había abandonado y parecía estar al borde de la muerte.
Rafael desterró el recuerdo del hombre corpulento y brioso que Rainardo había sido, y se alegró cuando dejó la zona de los palacios y se adentró en calles más pobladas, salpicadas de restaurantes y cafeterías llenos de gente sentada en el exterior, tomando café o vino bajo el oscuro cielo vesperano. Grupos de amigos disfrutaban de la compañía mutua. Sus risas desafiaban cualquier sombra que pudiera cernirse sobre la ciudad. En otro café la gente bailaba, en un estilo que muchos calificarían de decadente y tratarían de proscribir aunque lo observaran con fascinación horrorizada. No en Vespera.
Al aproximarse a los muelles, Rafael pudo oír las notas de un cuarteto de Andrieli que llevaba el viento desde la terraza de un restaurante, y en su pensamiento emergieron los recuerdos de sus años pasados en Taneth, el gran rival de Vespera en el lejano extremo del mundo. El último lugar en el que se había sentido como en casa; pronto encontró su sitio entre los cosmopolitas lores mercantes y los círculos musicales. La amistad de los músicos, eruditos y aventureros atraídos por la dorada Taneth y su Gran Biblioteca como mariposas alrededor de la luz. Madrigales y cuartetos en sus espaciosas dependencias en la isla de Thepsis, a los que a menudo solían seguir noches en compañía de alguna de las intérpretes.
Taneth era prácticamente la hermana gemela de Vespera, tan parecidas en política y ambiente. Pero en el fondo no eran lo mismo. Vespera era el corazón del mundo, una ciudad como no había otra igual en Aquasilva, con la energía no sólo del presente, sino de más de un millar de años de poder e historia, de oradores, poetas, inventores y arquitectos. De todos los músicos que habían nacido o trabajado allí: Damazo, Arelli, Verision, Kodalar, Andrieli y tantos otros. Tantos que se perdían en la noche de los tiempos.
A su lado pasaron tambaleándose tres soldados de un clan, de camino a los Portanis, un tanto ebrios pero aún en pie, saludando a los viandantes con exagerada solemnidad. Una pareja que se los cruzó les devolvió el saludo, para delirio de los soldados. Entonces se detuvieron, dieron algunas vueltas y se apoyaron en el muro, reanudando lo que era, aparentemente, una discusión acerca de la indivisibilidad de los Elementos. Por lo que parecía, el fermento religioso provocado por el fracaso de la Cruzada y las religiones alternativas que se habían extendido había llegado hasta Vespera y adoptado su propia forma.
El resto del mundo no pensaría que los vesperanos discutieran sobre estos asuntos. Les parecería un tanto inverosímil, a todos con excepción de los tanethanos. Éstos eran, con mucho, más sensatos que los vesperanos y su religión era muy diferente. Sin embargo, Rafael había escuchado una vez a un par de tanethanos borrachos discutir acaloradamente acerca de las posiciones teológicas de dos candidatos a la primacía hasta que uno de ellos se cayó al puerto.
Los vesperanos llevaban las discusiones hasta los extremos. Era el placer de la discusión por sí mismo, y el asunto sobre el que litigar (ya fuera los méritos de una embarcación rival en la competición de regatas o la doctrina de la Voluntad Dividida) en realidad no era relevante.
Rafael se alejó de nuevo de la gente y se dirigió cuesta arriba, dándose de vez en cuando la vuelta para mirar la Estrella por debajo de él, el anillo deslumbrante de luces que era Vespera. Finalmente, llegó a una diminuta plaza cerca de la cima y, por primera vez en catorce años, contempló la casa escondida, más allá de la lejana esquina, confundiéndose con la colina en su lado sur. Como otras miles en Vespera, era una casa con patio, con una columnata interior y una fuente y algunas ventanas que daban al mar.
Estaba apartada de todas las casas de alrededor de la placita y no había ninguna luz brillando en sus ventanas, ni siquiera a través de una rendija en las contraventanas. Las puertas estaban sumidas en la oscuridad y el emblema desfigurado sobre ellas quedaba oculto por las sombras. La luna cerúlea aún no se había alzado sobre las montañas, mientras que las otras dos no podían verse por el momento.
Se metió la mano en el bolsillo de la túnica y sacó el anillo de llaves que había conservado durante todos aquellos años. Se preguntaba si aún servirían y si la casa estaba tan vacía como parecía. Silvanos tenía sirvientes cuando Rafael se marchó, una pareja taciturna y silenciosa que se ajustaba muy bien a su propio silencio y melancolía, pero Rafael no tenía ni idea de si continuarían allí.
El sonido del metal contra el metal, al introducir la llave en la cerradura, resultó exasperadamente estridente. Rafael la hizo girar y la puerta cedió, chirriante, abriéndose hacia el patio. Por supuesto que chirriaba. Silvanos las había afinado todas y había prohibido a los sirvientes engrasarlas para así poder oír y reconocer cada puerta de la casa si era abierta.
El patio estaba vacío, silencioso excepto por el blando salpicar de la fuente. Las ventanas estaban tan oscuras como se veían desde la calle. No tendría por qué haber sido una casa siniestra: estaba ventilada y era luminosa y alguna vez debió de estar llena de música y las risas de invitados, de riñas y del confortable caos que las casas debían tener. No un lugar de silencio e inmovilidad sepulcrales, un monumento a lo que fuera que iba matando a Silvanos por dentro durante todos aquellos años. Eso, si es que alguna vez había sido diferente. Rafael empezaba a preguntarse, según iban pasando los años, si Silvanos no habría nacido ya con aquel carácter. Desde luego, no había nadie vivo que lo recordara de otra manera.
Las ventanas que daban al patio no estaban cerradas con los postigos, las flores que crecían a su alrededor estaban bien atendidas, y la fuente, limpia. Las plantas parecían idénticas a las que habían estado allí tanto tiempo atrás. Incluso algunas habían sido podadas para evitar que crecieran demasiado.
Rafael tuvo que desbloquear las puertas principales para entrar en la casa, y volvió a llamar en el oscurecido atrio antes de encontrar las luces, controladas por una almohadilla de éter con tapa, justo detrás de la puerta. Parpadearon hasta encenderse, arrojando una débil luz amarillenta sobre la escalera de piedra.
Y sobre el emblema que había encima del arco de la entrada, un blasón desfigurado para eliminar el nombre y la memoria de la familia que una vez vivió allí y optó por el bando equivocado durante la Anarquía. En cierto sentido, todo encajaba: un hombre sin pasado que vivía en una casa sin pasado. Silvanos había sido un huérfano de la Anarquía como tantos otros. Regresó a Vespera cerca ya de los veinte años, con poco dinero y sin contacto alguno para iniciar su rápido ascenso hacia el poder. Al servicio del nuevo imperio, curiosamente, aunque eso explicaba su éxito. El imperio estaba entonces más preocupado por la supervivencia y, cuando Silvanos les propuso diseñar para ellos una red de espionaje a cambio de un salario digno para él y algunos otros, agarraron la oferta al vuelo. Y les compensó con creces aquella inversión.
Rafael llegó a Vespera a los tres años, debilitado por la enfermedad que acabó con la vida de sus padres y que a punto estuvo de costarle la suya a Silvanos. Inmediatamente fue entregado al cuidado de sirvientes y tutores, hasta que Silvanos creyó que su sobrino era lo suficientemente mayor para cuidar de sí mismo.
Rafael volvió a sentirse como un niño aterrorizado en aquellas habitaciones oscuras llenas de eco, pero echar a correr no iba a hacerle ningún bien. Subió las escaleras con lentitud, navegando por la memoria tanto como por lo que se le ofrecía a la vista, se detuvo y llamó otra vez al llegar al rellano del primer piso, aun a sabiendas de que Silvanos no estaba allí, y después reanudó el paso por las escaleras hasta el pequeño grupo de habitaciones en el extremo superior que habían sido suyas.
Se detuvo en el último escalón, mirando al frente, a la puerta estrecha con su arco ojival, antes de reunir el coraje necesario para encender las luces del interior y girar la manecilla de hierro. Por un segundo pensó que no se movería, y entonces cedió con un quejido agonizante, abriéndose hacia afuera para permitirle entrar en las dos largas y estrechas habitaciones que tenía ante sí.
Empezó a toser al venírsele encima un remolino de polvo. Resolló hasta que se le resintieron los pulmones y cogió su pañuelo negro. Las secuelas de aquella enfermedad pulmonar sin identificar nunca le abandonaron.