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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (15 page)

Nada había cambiado de sitio. Nada. Silvanos le adiestró para que no se le escapara detalle alguno y el recuerdo del último día que había visto aquella habitación, el día que zarpó hacia Sarthes, era claro como el agua. Fue una mañana. La casa estaba tan oscura como siempre, incluso durante el día, y en su intento de empaquetar bastantes libros para llevárselos, derribó varias estanterías.

Todavía estaban allí, sobre el suelo, cubiertas por catorce años de polvo. El papel y las plumas que había en la mesa estaban como los había dejado, el tapiz seguía un poco torcido en la pared. Recordaba haberlo tocado de refilón, pero no se había dado cuenta de que lo había estropeado.

Algo le rozó las piernas y a punto estuvo de dar un grito por el susto, pero ni siquiera necesitó mirar para saber que era uno de los gatos de Silvanos.

Cuando miró hacia el suelo vio a un gato atigrado de color plata que le observaba a su vez con ojos atentos y brillantes, la misma imagen de Emnon, que debía llevar muerto siete u ocho años. Dejar atrás a los gatos había sido lo más duro, sabiendo que nunca más iba a volver a verlos, pues eran, con mucho, los más humanos y amistosos habitantes de los dominios de Silvanos.

Rafael ya no pudo más. Cerró de un portazo y huyó por las escaleras, seguido por el gato. Tan sólo se detuvo al llegar al patio, donde las luces estaban ahora encendidas.

Silvanos estaba aguardando en la sombra de la columnata, donde ahora vio Rafael que estaban su chelo y su equipaje, que los mozos de la Armada habían traído. Había otro gato a su lado, una enorme silueta gris casi del tamaño de un jaguar con ojos dorados. Un gato pescador, uno de los legendarios catadores de venenos de Thetia. El símbolo de Silvanos.

—¿Qué es esto? —preguntó Rafael—. ¿Qué has hecho aquí?

—Preservarlo —dijo Silvanos, saliendo a la luz. El gato atigrado plateado subió de un salto a un lado de la fuente y tensó sus garras, observando al gato pescador avanzar hacia Rafael, detenerse y olisquear un instante su mano antes de frotar la cabeza contra él.

—¿
Hades
? —preguntó Rafael, arrodillándose para acariciarle el lomo al gato y sentir su viva calidez.

—Sí —respondió Silvanos—. Tienen una larga vida, ya lo sabes. Treinta o cuarenta años.

—¿No ha estado nadie arriba desde que me marché? —preguntó Rafael, notando su voz temblorosa, pero inerme en aquel lugar.

—Por supuesto que no. Nunca te gustó que nadie desordenara tu habitación.

—Estás loco. Este lugar es un mausoleo.

—Claro que lo es —dijo Silvanos—. Es un recordatorio de lo que sucede cuando bajamos la guardia, cuando creemos que estamos a salvo.

—¡Pero no puedes pasarte así toda la vida!

¿Por qué? ¿Por qué Silvanos, después de más de cuarenta años, seguía viviendo así?

Silvanos miró a su alrededor.

—Ésta no es mi vida —dijo—. Aquí es donde duermo. Y ni siquiera siempre. Tengo una habitación en el palacio Ulithi, en caso de que la necesite.

—Entonces, ¿por qué molestarse?

—Ya te lo he dicho. Los recuerdos. Algún día lo comprenderás.

—Yo tengo mi propia vida, y no es la que tú tenías prevista para mí.

Silvanos se acercó hasta la fuente y se puso el gato plateado en el hombro, acariciándole cariñosamente la barbilla. Rafael advirtió entonces que había otros dos o tres gatos más durmiendo en las sombras, aunque no tuvo el valor necesario para comprobar de qué otros queridos gatos de su infancia eran hijos.

—Vivo esta vida para que nadie más tenga que vivirla —dijo Silvanos—. Esto... todo esto... es para recordarme que jamás debo bajar la guardia, olvidando vigilar a aquellos que deberían ser vigilados. Para recordarme el significado de los sueños de los grandes hombres y mujeres.

—¿Revives la Anarquía una y otra vez para que nadie más tenga que hacerlo? ¿Puede alguien hacer eso?

—Yo sí puedo —dijo Silvanos. El atigrado comenzó a ronronear y una sonrisa empezó a dibujársele en la boca—. Si ése es el precio para que nunca más vuelva a suceder, yo lo pagaré.

Rafael se levantó, con gran disgusto de
Hades
, y se dirigió a la puerta.

—¿Adonde vas? —preguntó Silvanos dándose la vuelta, suavemente, para que el gato no se le cayera del hombro.

—A cualquier otro sitio. —Aún podría encontrar bares y cafés abiertos, donde encontrar música, vida y músicos. Sabía que no sería gran cosa, pero necesitaba sentirse vivo después de estar en aquel lugar.

—No te esperaba —dijo Silvanos, mientras Rafael alcanzaba el picaporte—. Tú sabes que yo no esperaba que Valentino te trajera. De lo contrario, habría hecho limpiar tus habitaciones.

—Pero ¿trataste de disuadirle? —aventuró Rafael.

—No quiero que estés en Vespera cuando todo esto estalle —dijo, por fin—. Yo te quería lejos, en algún sitio donde no tuvieras nada que ver con ello; en algún lugar del que pudieras regresar cuando todo esto acabe para empezar de nuevo. Para que pudieras tener la vida que yo nunca tuve.

Rafael volvió a dejar caer el brazo preguntándose si aquélla era la verdad realmente. Poco después pensó que sí debía de serlo, pues no era para nada el tipo de mentira que diría Silvanos. Podía significar muchas cosas pero, casi con seguridad, lo que Silvanos le había dicho era cierto.

—Tengo preparada la habitación de huéspedes, como siempre. Y el piano de cola. —Silvanos echó una ojeada al chelo en su caja, apoyado en un pilar en la esquina opuesta—. Puede que hayas interpretado duetos en Taneth, pero en esta casa no se ha escuchado un chelo en demasiado tiempo.

Una tregua, pues. Quizá hasta una oportunidad. Aunque eso era mucho pedir. Rafael asintió con la cabeza y entonces Silvanos, con bastante brusquedad, se dobló con una tos perruna que resultaba dolorosa sólo de oírla. Y Rafael se quedó paralizado, dándose cuenta de que su tío había permanecido extrañamente inmóvil durante algunos minutos como si hubiera tratado desesperadamente de conservar el control y la normalidad.

Olvidándose del chelo, Rafael corrió al lado de su tío mientras éste tosía de nuevo y advirtió que tenía sangre en la barbilla.

Rafael había tenido que enfrentarse a aquello solo muchas veces de pequeño, porque Silvanos no confiaba en nadie más excepto Plautius. Silvanos trató de enderezarse, pero casi se desplomó. Rafael sintió cómo se venía abajo y le sostuvo, poniendo el brazo de su tío sobre sus hombros y llevándole al interior de la casa.

Capítulo 5

No había silencio en Vespera, ni siquiera por la noche. Ya en la oscuridad previa al amanecer se escuchaba un murmullo, como el sonido del oleaje o de un bosque por la noche, un ruido constante que parecía no venir de ninguna parte y de todas, pese a que los gatos y los panaderos eran los únicos que estaban levantados. Podrían ser las miles de fuentes, pues había una en la esquina de cada calle, en cada plaza, en cada patio. Pero era algo más, como si los sueños de cientos de miles de personas fueran suficientemente fuertes para derramarse sobre el mundo de la vigilia.

Rafael nunca había escuchado un coro tan clamoroso al romper el alba como aquél de Vespera, ni siquiera en el corazón de un bosque. La ciudad entera estaba llena de pájaros que cantaban en los árboles y en las enredaderas de los patios ocultos, en los jardines pequeños y grandes que había por todas partes, metidos en callejones y alrededor de las fachadas de las casas, árboles que se alineaban en numerosas calles para ofrecer protección contra el sol del mediodía. Más que armonía, era una cacofonía, pero que encajaba bien con la ciudad.

Llegó a la Bolsa al amanecer, cuando de repente las calles vacías cobraban vida, se retiraban los porticones, se escuchaban voces desde las ventanas, y en cuestión de minutos, el murmullo ya había desaparecido, ahogado por una marea creciente de conversaciones. El laberinto de galerías y entradas empezaba a llenarse, los críos mensajeros ya estaban a la caza de algo que llevarse a la boca de las cestas de los vendedores en las proximidades antes de desaparecer por las entrañas de la Bolsa para iniciar su largo día. Eran trabajos valiosísimos para los niños con pocas relaciones, pues nadie se atrevía a intimidar a los mensajeros de la Bolsa, y más de un porvenir se había labrado sobre la experiencia que allí se obtenía.

Rafael caminó hacia el norte, a lo largo de los muelles, a través del corazón comercial de Vespera, la Bolsa y las callejuelas del mercado textil, con la ciudad elevándose por encima de él, con todas aquellas casas, palacios y talleres poniéndose en marcha poco a poco. Este era el tramo del paseo Procesional donde estaba el mercado de las flores y se entretuvo para respirar todos los fuertes aromas, mientras los vendedores lo examinaban e ignoraban. Ni iba de compras ni, obviamente, estaba enamorado y andaba buscando flores, así que ellos desviaron la atención a los sirvientes de los clanes y a las animadas enfermeras que llegaban en busca de flores para los palacios y casas más grandes.

Rafael atravesó el mercado textil por el lado orientado hacia tierra, debajo del acantilado Decaris, por callejuelas estrechas y serpenteantes, entre muros de arena dorada cubiertas de trepadoras, escuchando «¡Arriba, ya es hora de despertarse!» y los gritos de los niños que le llegaban desde patios que no estaban a la vista. Cuando llegó a los muelles, los tenderos salían de sus tiendas para abrir sus porticones de madera y extender los toldillos. Aún hacía algo de fresco, pero pronto el sol se alzaría sobre las montañas y empezaría a aumentar el calor.

Pero por el momento, aún podía contemplar Vespera en la sombra, apreciar matices y contrastes que se perderían en una o dos horas, cuando el sol ecuatorial empezara a aplastarlos.

Ya había ajetreo en los muelles y embarcaderos. Los marineros estaban lavando las cubiertas y vaciando los cubos en los sumideros del puerto. Los funcionarios municipales de la época de apogeo del Imperio redactaron tratados enteros sobre el alcantarillado y los acueductos de Vespera. A Rafael le gustaba aquello. Era una manera muy vesperana de pensar, aunque entonces Vespera tenía otro nombre.

A pesar de todo el poder y la gloria del Imperio, de todos los mares y las islas que dominaba, y de todas las campañas militares que había ganado, algunos de sus ciudadanos más prominentes creían que el suministro de agua de la capital había sido la conquista más grande del Imperio. Terminó con las plagas de los primeros tiempos de la República, permitió la expansión urbana, llevó agua corriente a cada uno de los edificios de Vespera, y había sido mantenido impecablemente durante setecientos años. Era impresionante.

Rafael oyó un ruido de martillazos procedente de los canales laterales que discurrían entre los almacenes, y se acercó para echar un vistazo a una pequeña fábrica donde siete u ocho operarios se afanaban con su maquinaria. ¿Qué era lo que estaban haciendo? Tardó unos instantes en ajustar su vista a la penumbra y ver las planchas de cobre apiladas a un lado y cañerías de agua amontonadas en otro.

El ruido era ensordecedor, como lo era el efecto de tanta gente acudiendo a sus puestos de trabajo, a las tiendas, a los puertos, a las docenas de pequeños bares y cafés para desayunar, a los puestos de los mercados, transportando cestas de frutas procedentes de las huertas de Ilanmar.

Y envolviéndolo todo, los ruidos de los navíos y los cargueros del puerto más grande del mundo. Sólo eran visibles los buques de superficie y, a pesar de las mantas, siempre más grandes, y de los navíos de superficie impulsados por combustible que cubrían cada vez más rutas, los ubicuos jabeques de los clanes todavía asumían casi todo el comercio entre las islas de Thetia y en los mares de alrededor.

Había millares de embarcaciones de superficie, transportando más cargamentos de los que nadie se hubiera molestado en contar, a pesar de que al menos la mitad de los artículos con los que se comerciaba en Vespera no procedían nunca de zonas cercanas a la ciudad. El café, los alimentos y las maderas nobles venían de las ciudades del mar de las Nubes; las especias y las hierbas de Imbria y el mar de las Lluvias; la cerámica y la maquinaria de los talleres de Gomarzo e Immuros alrededor del mar de las Ballenas; la piedra de las canteras de las islas del mar occidental de las Estrellas que, ocasionalmente, despedían cortinas de polvo, manchando los crepúsculos vesperanos de rojo sangre.

Rafael estaba allí. En el borde de Porta, el nombre enorme y expansivo para toda la mitad norte de Vespera, donde todavía atracaban los barcos. Era allí donde la ciudad entera parecía elevarse. En la parte inferior se había instalado todo un nivel de almacenes (
horrea
, como los llamaban allí). Después, se trasladaron escrupulosamente a la parte de arriba y ahora se ofrecían a la vista rodeados de una red de pasarelas y puentes sobre las calles hundidas. El nivel del mar se reservaba para el cargamento, un muelle más o menos continuo alrededor de todo el Averno; los niveles superiores, sostenidos por interminables
horrea
arqueados, eran para las personas. Se habían practicado canales a lo largo de todo el muelle, llegando tan lejos hacia el interior como fue posible, algunas veces describiendo giros para encontrarse unos con otros; las calles simplemente los atravesaban sobre puentes en un nivel superior, donde había instalados cañerías y conductos de energía por el interior de la mampostería. En ocasiones incluso se habían cerrado en forma de túnel y ofrecían un aspecto corriente de calle. Era un prodigio de ingeniería, especialmente por haberse desarrollado orgánicamente con el paso de los siglos.

Rafael se abrió paso a través del puerto hasta la primera dirección que su tío le había dado y encontró una pequeña botica escondida en una esquina que daba a uno de los canales. Abajo, en el agua, algunos barqueros estaban metiendo a pulso una barcaza en un espacio que parecía demasiado pequeño para ella, preparándose para descargar sacos y sacos de café en grano en uno de los
horrea
. Rafael observó distraídamente que llevaba los colores de Estarrin. Tenía pendiente hacer ciertas averiguaciones sobre ellos.

Sonó una campanilla al entrar en la tienda, protegida permanentemente de la luz solar por otras construcciones y sorprendentemente fresca. Las paredes estaban llenas de estanterías sobre las que había hileras y más hileras de soluciones etiquetadas pulcramente en frascos de variados colores.

—¿Puedo ayudarte en algo? —le preguntó la delgada y adusta boticaria. Al ver el rostro de Rafael, ya supo a qué venía—. Ah. Querrás lo de siempre.

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