Authors: Charles Portis
Cada golpe que daba me producía un lacerante dolor en el brazo, y ya pueden imaginar ustedes que los golpes no eran lo bastante fuertes para matar a las serpientes. No era ese mi propósito. Lo que intentaba era evitar que se me acercasen e impedir que se pusieran a mi espalda. El radio de acción de mi brazo, de izquierda a derecha, era algo menos que 180 grados y yo sabía que si los reptiles se ponían detrás de mí, me encontraría por completo a su merced.
Oí ruidos arriba. Por el agujero cayó una lluvia de arena y guijarros.
—¡Socorro! —grité—. ¡Estoy aquí abajo! ¡Necesito ayuda!
Mi pensamiento fue: «Gracias a Dios». Ha llegado alguien. Pronto estaré fuera de este infernal lugar. Vi que frente a mí, sobre una roca caían unas gotas de algo. Era sangre.
—¡Deprisa! —grité—. ¡Aquí abajo hay serpientes y esqueletos!
Una voz de hombre sonó arriba diciendo:
—¡Te garantizo que antes de la primavera habrá otro esqueleto! ¡Uno muy menudo!
¡Era la voz de Tom Chaney! ¡Tampoco en la última ocasión había logrado matarlo! Supuse que había asomado la cabeza por la grieta y que la sangre goteaba de su herida.
—¿Cómo te encuentras? —me hostigó.
—¡Échame una cuerda, Tom! ¡No puedes ser tan malnacido para dejarme aquí!
—¿Dices que te encuentras mal?
Entonces oí un grito, ruido de forcejeo y un estremecedor crujido: el que produjo la culata del rifle de Rooster Cogburn al aplastar la herida cabeza de Tom Chaney. Luego cayó sobre mí una furiosa lluvia de piedras y polvo.
Desapareció la luz y distinguí un gran objeto que se precipitaba hacia mí. Era el cuerpo de Tom Chaney. Me eché hacia atrás todo lo que pude para evitar que me cayese encima. Faltó muy poco para que así fuera.
Se desplomó directamente sobre el esqueleto, fracturando los huesos, llenándome los ojos de polvo y diseminando por todas partes a las desconcertadas serpientes. Ahora todas estaban en torno a mí, y yo comencé a golpearlas con tal energía que mi cuerpo se deslizó del todo por el agujero. ¡Estaba acabada!
¡No! ¡Por un pelo! Me encontraba suspendida en el espacio por el hueso que tenía de mi axila. Una serie de murciélagos pasaron rozándome el rostro, y los de abajo se arremolinaban como gorriones a la puesta del sol. Ahora solo mi cabeza y el hombro izquierdo permanecían por encima del agujero. Estaba colgada en un ángulo forzadísimo. El hueso se dobló bajo mi peso y yo recé por que aguantara. Mi brazo izquierdo estaba entumecido y por completo ocupado en agarrarse al hueso, y no podía utilizar la mano para defenderme de las serpientes.
—¡Socorro! —grité—. ¡Necesito ayuda!
Sonó la resonante voz de Rooster, preguntando:
—¿Estás bien?
—¡No! ¡Estoy muy mal! ¡Deprisa!
—¡Te voy a echar una cuerda! ¡Pásatela por debajo de los sobacos y átala con un buen nudo!
—¡No puedo manejar una cuerda! ¡Tendrá usted que bajar a ayudarme! ¡Deprisa, me estoy cayendo! ¡Tengo toda la cabeza rodeada de serpientes!
—¡Aguanta! ¡Aguanta! —dijo otra voz. Era la de LaBoeuf.
El texano había sobrevivido al golpe. Ambos hombres se encontraban a salvo.
Observé cómo dos de los reptiles hundían sus agudos dientes en el rostro y cuello de Tom Chaney. El cuerpo, que estaba sin vida, no protestó. Mi pensamiento fue: «¡Estas víboras pueden morder en diciembre, y ahí está la prueba palpable!». Una de las serpientes más pequeñas se acercó a mi mano y frotó el hocico contra ella. Retiré un poco la mano, y la víbora volvió a acercarse y a rozar su hocico contra la carne. Se adelantó un poco más y comenzó a frotar la parte inferior de la mandíbula contra mi mano.
Con el rabillo del ojo vi otra serpiente sobre mi hombro izquierdo. Estaba inmóvil y flaccida. No me era posible saber si estaba dormida o muerta. En cualquier caso, no la quería allí y comencé a balancear suavemente mi cuerpo de lado a lado sobre el óseo soporte. El movimiento hizo que la serpiente quedase tripa arriba. Sacudí el hombro y la víbora cayó a la insondable negrura de abajo.
Sentí un aguijonazo y vi cómo la serpiente pequeña retiraba la cabeza de mi mano, con una ambarina gota de veneno en su boca. Me había mordido. La mano ya estaba muy entumecida por la posición y apenas noté dolor. Fue algo así como el picotazo de un tábano. Me dije que había sido una suerte que la serpiente fuese pequeña, tan exiguos eran mis conocimientos de ciencias naturales. Personas que entienden me han dicho que las serpientes jóvenes son las que tienen el veneno más potente, y que este se debilita con la edad. Lo creo.
Rooster, con una cuerda en torno a la cintura y apoyando los pies contra las paredes de la sima, bajaba hacia mí, descendiendo con saltos largos y violentos y produciendo una nueva lluvia de piedras y polvo. Llegó al fondo con un resonante golpe de pies y luego pareció que lo hacía todo a la vez. Me agarró por el cuello del chaquetón y la camisa y me sacó del agujero con una sola mano, al mismo tiempo que pateaba a las serpientes y las mataba con el revólver de su pistolera. El ruido era ensordecedor e hizo que me doliera la cabeza.
Tenía las piernas temblorosas. Apenas podía sostenerme en pie. Rooster preguntó:
—¿Te puedes agarrar a mi cuello?
—Sí, lo intentaré. —En la cara de Rooster había dos agujeros rojo oscuro con secos regueros de sangre por debajo. Allí era donde le habían alcanzado los perdigones.
Se inclinó y yo le pasé el brazo derecho en torno al cuello y me apoyé contra su espalda. Rooster intentó subir a mano por la cuerda, apoyándose con los pies en las paredes de la sima, pero apenas había logrado escalar un metro cuando tuvo que descender de nuevo. Nuestros pesos unidos eran demasiado para él. Además, tenía herido el hombro derecho, aunque eso yo lo ignoraba en aquellos momentos.
—¡Quédate detrás de mí! —dijo, pateando y pisando las serpientes mientras recargaba su arma. Una gran serpiente se enrolló en torno a la bota de Rooster y por su atrevimiento recibió un fulminante balazo en la cabeza.
—¿Crees que puedes subir por la cuerda? —me preguntó Rooster.
—Tengo el brazo roto —repliqué—. Y una mordedura de serpiente en la mano.
Me examinó la mano y luego sacó su gran cuchillo y sajó el lugar de la herida. Luego apretó para que saliera sangre, sacó tabaco y lo masticó rápidamente hasta convertirlo en una masa con la que frotó la herida para absorber el veneno.
Después sujetó la cuerda fuertemente por debajo de mis brazos y gritó al texano:
—¡Coge la cuerda, LaBoeuf! ¡Mattie está herida! ¡Quiero que la subas poco a poco! ¿Me oyes?
—¡Haré lo que pueda! —replicó LaBoeuf.
La cuerda se puso tirante y me levantó ligeramente el cuerpo.
—¡Tira! —gritó Rooster—. ¡A la chica la ha mordido una serpiente! ¡Tira!
Pero LaBoeuf no logró hacerlo, debilitado como estaba por su brazo herido y por el golpe de la cabeza.
—¡Es inútil! —dijo—. ¡Probaré con el caballo!
En cuestión de minutos ató la cuerda a un poni.
—¡Listo! —nos gritó el texano—. ¡Sujetaos bien!
—¡Adelante! —dijo Rooster.
Se había enrollado la cuerda en torno a las caderas y con la otra mano me sostenía a mí. Nos vimos levantados en vilo. ¡Ahora sí que había fuerza en el otro extremo! Ascendimos a saltos. Con los pies, Rooster nos mantenía alejados de las aristas de las rocas. Recibimos unos cuantos rasponazos.
¡Sol y cielo azul! Me encontraba tan débil que permanecí inmóvil en tierra, incapaz de hablar. Entorné los párpados para acostumbrarlos a la brillante luz y vi que LaBoeuf estaba sentado, con la ensangrentada cabeza entre las manos y jadeando por los esfuerzos realizados al conducir el caballo. Entonces vi el caballo. ¡Era Negrillo! ¡El poni «de segunda» nos había salvado! Mi pensamiento fue: «La piedra que los constructores desecharon llegó a ser la piedra angular».
Rooster sujetó la masa de tabaco sobre mi mano con ayuda de un trapo y preguntó:
—¿Puedes caminar?
—Sí, creo que sí —contesté.
Él me condujo hacia el caballo, y cuando no había dado más que unos pasos, me vi dominada por el mareo y caí de rodillas. Cuando se me pararon las náuseas, Rooster me ayudó a andar y me colocó en la silla, a horcajadas sobre Negrillo. Me ató los pies a los estribos y, con otra cuerda, me sujetó la cintura a la silla, delante y atrás. Luego montó detrás de mí.
Rooster dijo a LaBoeuf:
—Te enviaré ayuda en cuanto pueda. No te muevas de aquí.
—No, no podemos dejarlo —dije. Rooster replicó:
—Hija, si no te llevo a un doctor pronto, esta no la cuentas. —Luego, como si se le hubiera ocurrido de repente, dijo a LaBoeuf—: Estoy en deuda contigo por aquel disparo, camarada.
El texano no contestó y lo dejamos allí, sujetándose la cabeza. Supongo que se encontraba muy mal. Rooster espoleó a Negrillo, y el fiel caballo bajó con vacilante paso la empinada ladera por la que los jinetes prudentes llevaban a sus monturas de las riendas. El descenso era peligroso, particularmente con una carga tan pesada como la que llevaba Negrillo. No podían esquivarse todas las ramas. Rooster perdió su sombrero y ni siquiera volvió la cabeza.
Cruzamos a galope el prado donde había tenido lugar el sangriento duelo. Mis ojos estaban congestionados por las náuseas y a través de un velo de lágrimas pude ver los cadáveres de los caballos y de los bandidos. El dolor del brazo se hizo muy intenso. Comencé a llorar y las lágrimas me corrieron a raudales por mis mejillas. Una vez dejadas atrás las montañas, tomamos dirección norte, por lo que supuse que nos dirigíamos a Fort Smith. Pese a la carga, Negrillo mantenía la cabeza alta y corría como el viento, advirtiendo quizá la urgencia de su misión. Rooster lo espoleaba y fustigaba sin tregua. Yo no tardé en desvanecerme.
Cuando recuperé el conocimiento, me di cuenta de que nuestra marcha era menos rápida. Jadeante y sudoroso, Negrillo seguía galopando con todas sus fuerzas. No puedo decir cuántos kilómetros habíamos recorrido. ¡Pobre animalito! Rooster continuaba fustigándolo.
—¡Alto! —dije—. ¡Debemos detenernos! ¡Negrillo está reventado!
Rooster no me prestó atención. Negrillo ya no podía más y se detuvo temblando. Entonces Rooster sacó su cuchillo y administró al poni un brutal corte en la cruz.
—¡Basta! ¡Basta! —grité.
Negrillo lanzó un relincho y, estimulado por el dolor, emprendió de nuevo el galope. Yo intenté hacerme con las riendas, pero Rooster me apartó las manos. Yo iba gritando y llorando. Cuando Negrillo volvió a aminorar su marcha, Rooster sacó de su bolsillo un puñado de sal y frotó con ella la herida, consiguiendo que el poni reemprendiese la carrera. Afortunadamente, aquella tortura llegó a su misericordioso fin pocos minutos después. Negrillo se derrumbó en la tierra y murió con el corazón reventado, dejándome a mí con el mío roto. Nunca ha existido caballo más noble.
Apenas nos habíamos caído y ya estaba Rooster soltando mis ataduras. Me ordenó que me montase en su espalda. Yo me agarré a su cuello con el brazo derecho y él me sujetó las piernas con sus brazos. Ahora fue el mismo Rooster quien comenzó a correr, o mejor dicho a trotar, debido a la carga que llevaba, y su respiración se hizo jadeante. Perdí de nuevo el sentido y, cuando volví a recuperarlo, iba en sus brazos, y gotas de sudor procedentes de su frente y bigote caían sobre mi cuello.
No recuerdo la parada en el río Poteau, donde Rooster, a punta de revólver, se adueñó de una carreta y de una recua de muías pertenecientes a una partida de cazadores. No quiero decir con esto que los cazadores no estuvieran dispuestos a prestar su carreta en una emergencia semejante, pero Rooster no se entretuvo en dar explicaciones y se limitó a apoderarse de ella. Más adelante llamamos a casa de un acaudalado granjero indio que se llamaba Cullen. El hombre nos prestó una calesa y un par de caballos rápidos y, además, envió a uno de sus hijos para que, montado en un poni blanco, fuera por delante de nosotros.
Cuando llegamos a Fort Smith, la noche había caído ya. Entramos en la ciudad en medio de una fría llovizna. Recuerdo cuándo me metieron en casa del doctor J. R. Medill y cómo el doctor Medill sostenía su sombrero sobre un quinqué de petróleo para que la lluvia no mojase la mecha.
Pasé varios días sumida en un estado de estupor. Me arreglaron la fractura y me entablillaron. La mano se me hinchó y se puso negra, y luego la muñeca. Al tercer día, el doctor Medill me suministró una considerable dosis de morfina y, con una pequeña sierra quirúrgica, me amputó el brazo por encima del codo. Durante la operación, mi madre y el abogado Daggett estuvieron junto a mí. Admiré mucho a mi madre por esto, pues era una mujer de temperamento delicado y aguantó la prueba sin flaquear. Sostuvo mi mano derecha y se pasó la operación llorando.
Permanecí en casa del doctor durante algo más de una semana después de la operación. Rooster fue a visitarme un par de veces, pero yo estaba tan enferma y drogada que mi conversación nada tenía de amena. Rooster llevaba unos esparadrapos en la cara, allí donde el doctor Medill le había extraído los perdigones. Me dijo que la partida de comisarios había encontrado a LaBoeuf y que el texano se negó a irse del lugar hasta que el cuerpo de Tom Chaney hubiera sido recuperado. Ninguno de los comisarios se mostró dispuesto a descender a la sima, así que LaBoeuf hizo que lo bajaran con una cuerda. Logró sacar el cadáver, aunque su visión estaba un tanto afectada por el golpe en la cabeza. En McAlester le curaron como pudieron la cuchillada del cráneo, y desde allí el ranger partió para Texas con el cadáver del hombre a quien durante tiempo había perseguido.
Volví a casa en tren, acostada en una camilla que colocaron en el pasillo de uno de los vagones. Como digo, estaba muy enferma y no recuperé por completo mis facultades hasta después de varios días de encontrarme en mi hogar. Entonces recordé que no había pagado a Rooster el resto de su dinero, y pedí al abogado Dagett que lo enviara al comisario jefe, a la atención de Cogburn.
El abogado Daggett me interrogó sobre lo ocurrido, y en el curso de nuestra conversación me enteré de algo desagradable: Daggett había culpado a Rooster por llevarme en la persecución de Tom Chaney; lo insultó y lo amenazó abiertamente con demandarlo. Me sentí muy trastornada al oír esto. Le dije al abogado que Rooster no podía ser culpado en absoluto, sino más bien enaltecido y alabado por su valor. Indudablemente, me había salvado la vida.