Authors: Charles Portis
—Bueno, con lo que teníamos hicimos todo lo posible. Estábamos en guerra. Solo teníamos revólveres y caballos.
Supongo que rezongaba sobre las duras palabras que LaBoeuf le había dicho respecto a su servicio durante la guerra. Rooster siguió hablando, en voz cada vez más alta, pero resultaba difícil saber si seguía hablando para sí o se dirigía a nosotros. Creo que era una mezcla de las dos cosas. En una empinada ladera se cayó del caballo, pero pronto se puso en pie y montó de nuevo.
—No ha sido nada, nada —dijo—. Bo puso mal una pata, eso ha sido todo. Está cansado. Esta cuesta es una tontería. Yo he subido por cuestas mucho más inclinadas que esta llevando cargas de fogones de hierro y también de carne de puerco. En una cuesta no mucho más inclinada que esta perdí catorce barriles de puerco, y el viejo Cook ni siquiera pestañeó. Yo era un transportista bastante bueno y sabía hablar a las muías, pero los bueyes eran otra cosa. Con bueyes no se anda tan rápido como con muías. Les cuesta ponerse en marcha, les cuesta girar y les cuesta pararse. Me llevó algún tiempo aprenderlo. Por entonces el puerco se pagaba a precios enormes, pero el viejo Cook era un comerciante honrado y me lo dedujo del sueldo a precio de coste. Sí, señor, y además pagaba sueldos muy liberales. Ganaba dinero y no le importaba que sus empleados lo ganasen también. Os diré cuánto llegó a ganar. En un año hizo cincuenta mil dólares con las carretas, pero estaba mal de salud. Siempre andaba enfermo de algo. Caminaba encorvado y tenía el cuello rígido de beber ron de Jamaica. Te miraba a través del pelo, a no ser que estuviera acostado, y, como digo, el hombre se pasaba en cama la mitad del tiempo. Tenía una gran mata de pelo, y la conservó toda hasta morir. Aunque claro, cuando se murió, era aún muy joven. Solo parecía viejo. Tenía una solitaria de siete metros en la tripa, y eso lo avejentaba. Acabó por matarlo. No se enteraron de que la tenía hasta que se murió, aunque el hombre comía como una fiera, cinco o seis veces diarias. Si Cook aún estuviese vivo, creo que seguiría con él. Sí, estoy seguro, y lo más probable es que tuviera dinero en el banco. Pero cuando su mujer empezó a mangonearlo todo, yo me retiré. Ella me dijo: «No puedes dejarme así, Rooster. Todos mis conductores me han abandonado». Y yo le dije: «¿Cómo que no puedo?». No, señor, no estaba dispuesto a trabajar para ella, y así se lo dije. Las mujeres no conocen la generosidad. Quieren recibirlo todo y no dar nada. No se fían de nadie. ¡Dios bendito, y cómo detestan pagar! Te hacen trabajar como dos hombres y creo que, si pudiesen, te azotarían con látigos. Pues no, señor, yo eso, nunca. Un hombre no debe trabajar para una mujer, a no ser que en vez de sesos tenga serrín.
—Eso mismo te dije yo en Fort Smith —comentó LaBoeuf.
No sé si la pulla del texano era contra mí, pero si lo era, la cosa no podía resultar más absurda. No se puede conceder ninguna importancia a las palabras de un borracho, y, de todas formas, yo sabía que Rooster no se podía referir a mí en sus alcohólicas críticas contra las mujeres con la cantidad de dinero que yo le estaba pagando. En aquel momento podía haberle confundido y hecho quedar mal diciendo: «¿Y yo, qué? ¿Qué hay de esos veinticinco dólares que le he pagado?». Pero no tenía ni aguante ni ganas para ponerme a discutir con un borracho. ¿Qué mérito tiene dejar mal a un estúpido?
Creí que no íbamos a parar nunca y que debíamos de estar ya cerca de Montgomery, Alabama. De vez en cuando, LaBoeuf y yo interrumpíamos a Rooster para preguntarle si faltaba mucho. Él contestaba: «Ya no está muy lejos», y luego reemprendía la narración de un capítulo de su larga y agitada vida. Durante sus viajes había visto gran cantidad de cosas.
Cuando al fin nos detuvimos, Rooster dijo únicamente:
—Creo que este sitio valdrá.
Era más de medianoche. Nos encontrábamos en un claro más o menos llano entre los pinos de la montaña, y eso fue lo único que pude determinar. Me sentía tan cansada y aterida que no podía pensar como era debido.
Rooster calculó que nos habíamos alejado unos ochenta kilómetros —¡ochenta kilómetros!— del almacén de McAlester y ahora nos encontrábamos a unos seis kilómetros de la guarida de Lucky Ned Pepper y su banda. Luego Rooster se envolvió en su piel de búfalo y, sin más ceremonias, se quedó inmediatamente dormido, dejando que LaBoeuf se ocupase de los caballos.
El texano les dio agua y comida y luego los ató. Les dejó las sillas puestas, para que les sirvieran de abrigo, pero aflojé las cinchas. Aquellos pobres animales estaban agotados.
No encendimos fuego. Tomé una apresurada cena consistente en tocino y sandwiches. El pan estaba muy duro. Debajo de la nieve había una capa de pinocha. Apilándola, me hice un improvisado colchón. La pinocha estaba sucia, dura y un poco húmeda, pero sirvió para que me hiciera la cama más cómoda de todo el viaje. Era una clara noche invernal y pude distinguir la Osa Mayor y la Estrella Polar entre las ramas de los pinos. La luna ya se había puesto. Me dolía la espalda, tenía los pies hinchados y estaba tan exhausta que las manos me temblaban. El temblor pasó pronto y no tardé en estar en brazos de Morfeo.
A la mañana siguiente, Rooster ya estaba en pie antes de que el sol asomase por encima de las altas montañas del este. Al parecer, ni la larga cabalgada, ni los excesos en la bebida ni el poco sueño lo habían afectado en absoluto, porque su aspecto no era perceptiblemente peor que el habitual. Insistió en tomar café y encendimos una pequeña hoguera con ramas, para hervir el agua. El fuego apenas echó humo, solo unas cuantas volutas blancas que pronto se disolvieron en el aire; pero LaBoeuf dijo que aquello era una imprudencia estúpida, teniendo en cuenta que estábamos tan cerca de nuestra presa.
A mí me pareció que me había dormido hacía apenas un minuto. En las cantimploras quedaba poca agua y no me dejaron utilizarla para lavarme. Cogí el cubo de lona, metí dentro mi revólver y eché a andar cuesta abajo, buscando un manantial o un arroyo.
La cuesta era suave al principio, pero luego descendía muy bruscamente. La vegetación se hizo espesa y controlé mi bajada agarrándome a los arbustos. Bajé y bajé. Cuando llegué al final, pensando lo difícil que sería la vuelta, oí unos chapoteos y unos resoplidos. Mi pensamiento fue: «¡Qué cosa tan extraña!» Luego salí de la espesura y me encontré en la orilla de un arroyo. Al otro lado había un hombre dando agua a unos caballos.
¡El hombre no era otro que el mismísimo Tom Chaney!
Pueden ustedes imaginarse la conmoción que sentí al divisar a aquel vil asesino. Él aún no me había visto, ni tampoco me había oído por el ruido que hacían los caballos. Llevaba el rifle colgado a la espalda con la cuerda de algodón.
Pensé en dar media vuelta y huir, pero fui incapaz de moverme. Me quedé allí inmóvil.
Entonces él me vio. Dio un respingo y se echó el rifle a la cara. Sin dejar de apuntarme, me estudió con fijeza y al fin dijo:
—Yo te conozco. Te llamas Mattie. Eres la pequeña Mattie, la que llevaba las cuentas. ¡Qué casualidad! —Sonrió y volvió a colgarse el rifle al hombro descuidadamente.
—Sí, y yo te conozco a ti, Tom Chaney —dije.
—¿Qué haces aquí?
—He venido a buscar agua.
—Pero ¿qué haces en estas montañas?
Metí la mano en el cubo y saqué mi revólver modelo Dragoon. Tiré el cubo y sostuve el arma con las dos manos.
—He venido para llevarte a Fort Smith.
Chaney se echó a reír y dijo:
—Bueno, pues yo no pienso ir. ¿Qué te parece?
—En la montaña hay una partida de comisarios que te obligarán.
—Muy interesante —replicó él—. ¿Cuántos son?
—Cerca de cincuenta. Van bien armados y están dispuestos a todo. Ahora quiero que dejes esos caballos, cruces el arroyo y subas por la montaña delante de mí.
—Creo que tus oficiales tendrán que venir a buscarme. —Comenzó a reunir a los caballos. Los animales eran cinco, pero Judy, la yegua de papá, no estaba entre ellos.
Dije:
—Si te niegas a venir, tendré que disparar. Él siguió con su trabajo y comentó: —¿Ah, sí? Entonces será mejor que amartilles tu arma. Me había olvidado de eso. Eché para atrás el percutor con los dos pulgares.
—Hasta que haga clic —recomendó Chaney.
—Ya sé cómo hacerlo —contesté. Cuando estuve lista, pregunté—: ¿Te niegas a venir conmigo?
—Claro que me niego. Vamos a hacerlo al revés. Tú vas a venir conmigo.
Apunté el revólver contra su estómago y disparé. La explosión me echó para atrás, me hizo perder la estabilidad y la pistola se me escapó de entre las manos. No perdí ni un instante en recuperarla y ponerme en pie. La bala había alcanzado a Chaney en el costado y lo hizo caer sentado contra un árbol. Oí que Rooster o LaBoeuf me llamaban.
—¡Estoy aquí abajo! —repliqué.
Detrás de Chaney, en lo alto de la otra ladera, sonó otro grito.
El hombre se había llevado las manos al costado. Dijo: —No creí que lo hicieras. —¿Y ahora qué vas a hacer? Él replicó:
—Tengo rota una costilla flotante. Me duele cada vez que respiro.
—Mataste a mi padre cuando él intentaba ayudarte —dije—. Tengo una de las piezas de oro que le quitaste. Ahora dame la otra.
—Lamento aquello. Mr. Ross se portó siempre bien conmigo, pero no debió meterse en mis asuntos. Yo estaba borracho y furioso. Nada me sale bien.
En las montañas sonaron nuevos gritos.
—Lo que pasa es que no eres más que escoria, eso es todo. Dicen que en Texas mataste a un senador.
—Ese tipo me amenazó de muerte. Lo que hice tuvo justificación. Todo se pone contra mí. Y ahora una cría me pega un tiro.
—Levántate y cruza el arroyo antes de que dispare otra vez. Mi padre te acogió cuando estabas hambriento.
—Tendrás que ayudarme a levantarme.
—No, no te ayudaré. Levántate solo.
Hizo un rápido movimiento hacia un pedazo de madera y yo apreté el gatillo, pero el percutor cayó sobre un fulminante defectuoso. Me apresuré a probar con otra recámara, pero el disparo tampoco se produjo. No tuve tiempo para intentarlo por tercera vez. Chaney me tiró el grueso trozo de madera, el cual me alcanzó en el pecho y me hizo caer de espaldas.
Luego el hombre cruzó a la carrera el arroyo, me agarró por el chaquetón y comenzó a abofetearme y a maldecirnos a mi padre y a mí. Ese era su avieso carácter: cambiar de gimoteante niño a odioso matón en cuanto las circunstancias lo permitían. Se metió mi revólver en su cinturón y me arrastró de mala manera por el agua. Los caballos estaban sueltos, y Chaney consiguió coger un par de ellos por las riendas mientras me sostenía a mí con la otra mano.
A mi espalda oí cómo Rooster y LaBoeuf bajaban por entre la vegetación llamándome.
—¡Aquí abajo! ¡Deprisa! —grité, y Chaney soltó mi chaquetón solo lo suficiente para darme otra bofetada.
Debo aclarar que las pendientes de laderas de las montañas eran muy pronunciadas a ambos lados del arroyo. Mientras los dos comisarios bajaban por un lado, los bandidos compañeros de Chaney bajaban por el otro, por lo que unos y otros iban a converger en la depresión donde se encontraba el pequeño arroyo.
Los bandidos ganaron la carrera. Eran dos; uno de ellos un hombre bajito que llevaba chaparreras blancas y a quien, acertadamente, tomé por Lucky Ned Pepper. Seguía sin llevar sombrero. El otro era más alto e iba bastante bien vestido, con un traje blanco y un chaquetón de piel de toro; llevaba el sombrero asegurado con un barboquejo. Aquel era el jugador mexicano que se llamaba a sí mismo Bob el Auténtico Greaser. Aparecieron repentinamente frente a nosotros y soltaron una terrible andanada de balazos contra el otro lado con sus carabinas de repetición Winchester. Lucky Ned Pepper dijo a Chaney:
—¡No sueltes esos caballos! ¡Muévete!
Chaney obedeció y comenzamos a subir con los animales. El ascenso era difícil. Lucky Ned Pepper y el mexicano permanecieron atrás e intercambiaron disparos con Rooster y LaBoeuf mientras intentaban coger los otros caballos. Oí un chapoteo al llegar uno de los comisarios al arroyo, y luego una serie de disparos que lo hicieron retirarse.
Al cabo de treinta o cuarenta metros de tirar de mí y de los caballos, Chaney tuvo que detenerse para recuperar el aliento. Su camisa estaba manchada de sangre. Lucky Ned Pepper y Greaser Bob nos alcanzaron. Iban tirando de dos caballos. Supuse que el quinto animal había huido o resultado muerto. Dieron las riendas de estos dos caballos a Chaney, y Lucky Ned Pepper le dijo:
—¡Sigue subiendo y no vuelvas a pararte!
El jefe de los bandidos me tomó bruscamente por el brazo y preguntó:
—¿Quiénes están ahí abajo?
—Rooster Cogburn y otros cincuenta comisarios.
Él me sacudió como un terrier sacude a una rata.
—¡Cuéntame otra mentira y te salto la tapa de los sesos! —Le faltaba parte del labio superior, y esa especie de agujero en un lado de la boca hacía que al hablar produjese una especie de ruido silbante. Además le faltaban tres o cuatro dientes; sin embargo, se hacía entender a la perfección.
—Es el comisario Cogburn y otro hombre.
Lucky Ned Pepper me tiró al suelo y me puso una bota sobre el cuello para sujetarme mientras él recargaba su rifle. Gritó:
—Rooster, ¿me oyes?
No hubo contestación. El Auténtico Greaser estaba allí con nosotros y rompió el silencio disparando contra la otra ladera. Lucky Ned Pepper volvió a gritar:
—¡Contesta, Rooster! ¡Mataré a esta chica! ¡Sabes que soy capaz de hacerlo!
Desde abajo, Rooster contestó:
—¡Esa chica no me importa nada! ¡No es más que una escapada de casa!
—¡Muy bien! —dijo Lucky Ned Pepper—. ¿Me aconsejas que la mate?
—¡Haz lo que te parezca, Ned! —replicó Rooster—. ¡Para mí no es más que una chica perdida! ¡Pero piénsalo bien!
—Ya lo he pensado. ¡Tú y Potter, montad a caballo sin perder un segundo! Si os veo cabalgar por esa loma pelada del noroeste, no haré nada a la chica. ¡Tenéis cinco minutos!
—¡Necesitaremos más tiempo!
—No pienso concederos ni un segundo más.
—Dentro de nada habrá aquí una partida de comisarios, Ned. Entrégame a Chaney y a la chica y yo despistaré a los que te persiguen, durante seis horas.
—¡Y un cuerno, Rooster! ¡No me fío de ti!
—¡Te protegeré hasta que anochezca!
—¡Tus cinco minutos están pasando! ¡No más charla!
Lucky Ned Pepper me hizo levantar. Rooster llamó de nuevo, diciendo: