Una mala noche la tiene cualquiera (5 page)

Por la mañana, cuando sonó el despertador, tuve que zarandear a La Begum mucho más de la cuenta, y ella se ponía farruca —que, además, con la soñera lo hace con mucha malage—, escondía la cabeza debajo de la almohada, que es lo que hace siempre, porque sin arreglar la pobre pierde muchísimo; sin arreglar, a La Begum podría vestírsela perfectamente de cabo de gastadores sin que desentonara en un batallón, y es que no parece la misma. Menos mal que después, con la idea de los trajes de flamenca —que yo me lo tenía todo ensayadísimo— se animó bastante. Antes, mientras ella ronroneaba bajo la almohada como una gata arisquilla, yo pasé al cuarto de baño y lo primero fue encender el transistor —ay, aquel mismo transistor: acabaré haciéndole un monumento, o por lo menos una funda mona de lamé, que hay que ver el avío que me ha hecho siempre, cuando más falta me hacía—, y empecé a buscar, como una Madame Curí cualquiera, alguna emisora que estuviera de nuestra parte. Un salto me dio el corazón cuando un locutor de ésos de voces tan maravillosas dijo: «Conectamos con Radio Sevilla». Y ya me volví loca cuando uno de los de allá, con ese seseo y esa gracia que te quita el sentido, anunció: «Dentro de unos momentos, señoras y señores radioyentes, y sumándose como una andaluza más a la manifestación por el Día de Andalucía, empezarán a repicar las campanas de la Giralda...». Ay, qué emoción y qué sofoco tan rico, tan gustoso; ay, qué alegría. Me volví corriendo al dormitorio y allí estaba La Begum dando traspiés, como sonámbula, y me la llevé medio a rastras al cuarto de baño, para que no se fuera ella a perder, en un día tan grandísimo, las jubilosas campanas de Sevilla.

Nosotras no podíamos faltar. Aunque cayeran chuzos de punta y el agua se nos metiera hasta el esternón. Me miraba yo en el espejo y me encontraba un brillo nuevo en los ojos, y eso que acababa de quitarme las légañas y no había empezado todavía esa obra de arte que me hago yo con el rímel, el colirio y la sombra de ojos. La verdad es que, a pesar del diluvio, me puse compuestísima, como si fuéramos a ir a una fiesta de mucho postín. Eso sí, de lo que no me preocupé mucho fue de que las bragas me quedasen perfectamente lisas. Al principio, qué mal lo pasé por culpa de eso. Pero aquel domingo, en la gloria de un día tan nuestro, qué más me daba. Hasta se me ocurrió que, si alguien me obligaba a enseñar mis bajos —que una nunca sabe por dónde va a salirle la degeneración a las ministras del Interior—, mejor era que se me notasen los tolondrones; me parecía a mí más revolucionario. Y eso que ya he aprendido a colocarme mis cosas como Dios manda. Pero al principio, cuánta fatiga. Qué trabajito me costó. La Begum, en cambio, aprendió en seguida, y a ella es que no se le nota nada, pero es que La Begum tiene un equipaje muy adecuado y se le queda hecho un primor, muy pegadito, con el esparadrapo; lo mío, en cambio, es una verdadera ordinariez, más de una y de dos me lo envidiarían: ancho, macizo y graciosamente arqueado, como a mí me gusta decir, porque a todo hay que ponerle un poquitín de delicadeza. Qué sufrimiento. Qué desperdicio. Al principio, no había forma de que aquello se estuviera quieto, por mucho esparadrapo y mucho apretón de piernas que le echase. Llevábamos nada de tiempo hormonándonos, pero La Begum ya había aprendido a ir por la vida como una auténtica almea arábiga —esto es una cosa que le dijo una vez Estanislao Villán, La Plumona, periodista ella y con una labia de lo más puesta, que a la gachí le encanta decir cosas complicadísimas y medio estrafalarias, pero que suenan a gorgorito de novicia, que a mí eso, por ejemplo, de almea arábiga no se me olvidará jamás, parece que una esté hablando de coquina de los corrales del Moro, y la verdad es que hace cultísimo—; boquiabierta me quedaba yo viendo aquella forma de progresar. Así que le pedí que me ayudase, por favor, que servidora no conseguía disimular toda aquella cesta de la merienda que la Naturaleza —madrastra, braguetadicta, putón de feria— me había regalado, con tan poquísimo sentido de la oportunidad. Y la verdad es que la pobre lo intentó. Se puso tensa como las elegantes de las películas cuando se las tienen que ver con un galán descarado, un galán que les va horrores y las pone marchosas, y que les suelta cientos de groserías, siempre con mucha gracia. Claro que maldita la gracia que tenía aquello, y tampoco era para ponerse en plan Grace Kelly. Servidora se tumbó en el sofá —me hubiera encantado hacerlo lánguidamente, pero hubiera quedado ridicula con aquel barullo de redondeces peludas asomándome entre las piernas de cualquier modo—, y vi cómo La Begum se ponía pálida igual que una bailarina rusa y se veía a las claras que de un momento a otro iba a necesitar las sales. Yo le suplicaba: «Ayúdame». Y la criatura hizo lo que pudo: se acercó temblorosamente, se arrodilló a mi vera, se puso a observar con muchísima atención aquel equipaje tan aparatoso y barriobajero, tragó saliva, alargó sus manos de dedos largos y melancólicos... y tocó. Simplemente, tocó. Luego, tuvo que salir corriendo, tapándose la boca, y no pudo evitarlo: vomitó todo el desayuno encima de la alfombra malva del dormitorio.

Pero en aquel domingo, 4 de diciembre, Día de Andalucía, nada de eso tenía la menor importancia. Nos pusimos guapísimas porque queríamos causar sensación, que eso es algo que siempre gusta, pero servidora al menos lo único que quería de verdad era arrimarse a lo que es tu gente, tu manera de hablar y de mirarse, tu forma de mecer el cuerpo y de improvisar, que en seguida se te ocurren cosas y dices unas barbaridades divinas del primero que se ponga a tiro. Nosotras nos llevamos el transistor, y allí, en la Plaza de Santa Ana, en medio de la lluvia, sonaban a lo lejos las campanas de La Giralda. Carlitos Cano cantaba una copla triste, y eso estaba la mar de bien, era como ponerle almendra a un brazo de gitano; lo que se dice una ocurrencia artística. Yo no sé si Carlitos Cano estaba allí, en persona, para mí que era una placa, porque la voz salía renqueante y hasta un poquito gimnástica, quiero decir con una especie de menudillo de sobresaltos, un poco como si cantara pegando brincos por el Ampurdán. Pero daba lo mismo, que allí estábamos todas para corear lo que nos echasen. Bueno, lo que salió fatal fue el himno de Andalucía, es que eso no hay quien se lo aprenda, la verdad, lo han hecho retorcidísimo, pero eso les pasa por querer ponerse en plan grandiosas, que arreglan un poco unos tanguillos y le ponen una letra sencillita, pero mona, y les queda ideal.

Había permiso hasta las dos de la tarde. Y a las dos menos cuarto empezaron a llegar, por la Calle del Prado, los yips de la policía, y aparcaron en las orillas de la plaza, frente a la Cervecería Alemana —la de reclutas que servidora se ha ligado allí, en otros tiempos— y el Teatro Español que por aquella fecha llevaba siglos en ruinas; después lo han dejado precioso. Los yips, y tantísimos grises como llevaban dentro, se quedaron quietecitos, sin duda esperando a que dieran las dos. Yo en seguida me di cuenta de que en aquellos yips había una mansedumbre curiosa, como si por lo bajini estuvieran de acuerdo con todas nosotras. Era como una resignación vestida de uniforme.

Ay, los uniformes... A mí es que me privan los uniformes. Desde siempre. De toda la vida. Desde que era un renacuajo y se me iban los ojos detrás del municipal que dirigía el tráfico en la calle Ancha, frente a la plaza Cabildo. ¡Todo por un uniforme! Mi reino de plumas y ligueros, de cremas carísimas, de perfumes de importación, por un uniforme. De alguna parte tenía que salir mi nombre de guerra: La Madelón. Ay, los uniformes... La Madelón es dulce y complaciente, La Madelón a todos quiere igual; da su amor a todo el frente, del soldado al general. Ay, La Madelón: muerta en la bañera por un paracaidista.

Yo estaba que se me salía el contento por los ojos. Empezamos a hacer corrillos. Y eran ya las dos de la tarde. Empezamos a cantar y a bailar bajo la lluvia las sevillanas de la democracia, las sevillanas de la autonomía. Qué maravilla: palmas roderas; lunares blancos y lunares verdes; peinecillos de carey y zarcillos de plexiglás. Guapos muchachos bailaban con nosotras sevillanas críticas. Y a lo lejos, por entre las pilas roncas del transistor, repicaban las campanas de La Giralda.

La gente decía que sólo había permiso de la autoridad hasta las dos de la tarde. Pero ya eran las dos de la tarde y daba lástima irse de allí. Empezaron a bajarse grises de los yips, que aquello era una exageración —ni que fueran camino de Brunete— y una pareja se acercó a nosotras, al grupo donde bailábamos. Y uno de los policías, joven y muy moreno, algo apurado, guapísimo, con media sonrisa amable y la otra media preocupada dijo: «Venga, ya es la hora, hay que dejarlo». Y lo dijo el gachó con un acento de Graná que no podía despintársele. Y a mí con aquello me entró una emoción que no lo pude evitar, me planté en jarras delante del muchacho, yo la mar de jacarandosa, y se lo eché en cara: «Hijo de mi alma, si tú lo que tienes que hacer es echarte una bulería, que tú también eres de por allí...». Y a la criatura media sonrisa se le puso dichosa y la otra media se le puso triste, y tuvo que darse media vuelta. A mí me dio mucha lástima.

Porque, además, había que irse. Ya eran las dos de la tarde y había que irse. Ay, cómo sonaban las campanas de La Giralda... Alguien dijo que todos al bar de Julio. Allí van los andaluces en Madrid; bueno, allí van, sobre todo, los andaluces de Moratalaz. Y para allá nos fuimos, para el bar de Julio, antes de que la policía empezara a perder la compostura. Y nosotras dos íbamos en el centro del cotarro, en la gloria, jaleadas, llamando la atención, con los trajes empapados, con los moños caídos, con los ojos ardiendo de contento; los ojos emocionados y felices, como si fuera el día de la resurrección de la carne.

De todo eso me estaba acordando durante aquella noche del 23. Con el susto tan grandísimo que tenía, con los nervios que parecían estar acorralándome la respiración, los recuerdos se me alborotaban y lo mismo me veía yo en la Plaza de Santa Ana, chorreando, bailando con un malagueño de quitar el sentido, que en mi casa de la Calle Barrameda, cuando chico —de siete u ocho añillos como mucho—, acurrucado igual que un gazapo cirigañoso en las faldas de mi abuela, masticando despacito unos cientoembocas buenísimos que ella me daba de dos en dos, mostachones chiquitejos y que casi no sabían a nada, pero que mi abuela, que me quería horrores —para mí que desde que nací ella supo que yo iba a ser de los del Polo Norte, y la crujía tan mala que me tocaría pasar si no me despabilaba por mi cuenta—, compraba para mí en el almacén de la esquina, en cuanto tenía dos perras. Qué dolor de mujer. Murió sin que nadie se diera cuenta; estaba sentada en la casapuerta, en una silla de anea, una tarde de verano de muchísimo calor, y de pronto se quedó como dormida, con la boca un poquito entreabierta, y sin quejarse ni nada; mi sobrina Carmeli fue la primera en echar cuenta de que la tata Cari había muerto y menuda impresión se llevó la pobre, hasta mala estuvo de los nervios. Cuánto me acordaba de ella, de la vieja tata Cari, cuando me iba con La Begum a la estación de Atocha y, entre caña y caña —que siempre nos tomábamos miles, yendo como posesas de una cafetería a otra, armando un revuelo espantoso y arrastrando una escolta de moros sonrientes, cachambrositos, cabestreros—, nos hacíamos la ilusión de volver por unas horas yo a mi Sanlúcar y La Begum a Algeciras, que ella es de allí aunque a veces, para quedar decorativa más que nada —porque yo estoy segura que no engaña a nadie—, se monta unos embustes exageradísimos y dice que nació en Bagdad, porque cuando chica vio una película por María Montez que pasaba allí y se le quedó clavadito. Yo la verdad es que he seguido yendo a mi pueblo de vez en cuando, pero últimamente nos salen muchísimas galas de verano en salas de la costa, y este espectáculo de Marabú ya lleva dos temporadas con muchísimo éxito y yo no sé si la gente se da cuenta de lo esclava que es de verdad la vida del artista.

Ahí, en ese momento, pegué un grito: ay, Jesús, qué cabeza la mía... Se me había olvidado llamar a la sala. Era imposible que hubiera espectáculo, pero una siempre ha tenido a gala ser una profesional fetén y siempre he pensado que, si alguna vez me pasara un drama espantoso, un drama de ésos que te dejan hecha mixto y como sonámbula durante meses —como a la Conchita Bautista, cuando se le murió su única hija de doce años, que era lo único que tenía; algo así—, servidora saldría a escena como todas las noches y el público, que es maravilloso, no se daría cuenta de nada, porque el dolor verdadero de una artista es sólo cosa suya y tiene que ir por dentro. Y si aquella noche, con la zapatiesta tan gordísima que se había armado, con lo peligroso que tenía que ser todo, Federico me llamaba en cualquier momento y me decía: «Madelón, aquí hay público que ha pagado su entrada y hace falta que vengas», pues servidora iría como si tal cosa, maravillosa, deslumbrante, con mi número hecho como siempre, sin una prisa de más, mi número de Marlene Dietrich, que es una sensación, una cosa medio morbosa, muy sexual, pero con mucho gusto, y de aparecer los civiles tendrían que echarme de la pista a empujones o esperar como lobas a que terminara el número. Mi arte para mí es una cosa sagrada.

Pero, claro, no había nadie en Marabú. Y el pendón de La Begum sin aparecer. Y las de Radio Intercontinental te contaban todo lo que iba pasando empezando siempre por el principio, que yo me lo sabía ya casi de memoria y en seguida me daba cuenta cuando hablaban de algo nuevo. Por lo visto el general Armada estaba intentando arreglar las cosas y a mí en seguida me cayó simpático, tenía una confianza grandísima con el rey, las de la radio decían que fue su preceptor y que los dos se querían como padre e hijo, más o menos. Yo no hacía más que pensar en cómo las estaría pasando Juan Carlos de moraditas, porque para él sí que tenía que ser un trago y a mí me parece que cuando pasa algo así hay un rato, que tiene que ser el más malo y que no se lo puedo desear a nadie, en que no sabes quiénes son tus amigos y quiénes no, pero tienes que confiar en alguien y no sabes si estarás equivocándote, porque no sabes de verdad si puedes fiarte de lo que hacen o lo que dicen delante de ti, que por detrás pueden estar conchambados, y es como andar por un campo de esos que salen en las películas de guerra, sembradito de minas. Yo hasta llegué a pensar si no lo tendrían secuestrado, quiero decir al rey. Y me sentía tan mal, con una angustia tan grande, que me dio por pensar otra vez en aquellas visitas que he hecho algunas veces con La Begum a la estación de Atocha, que no sé por qué eso me daba consuelo, era como si se me taponaran un poquitín los oídos y escuchara, en la lejanía, los altavoces anunciando la salida y llegada de los trenes, la salida del exprés de Algeciras a las diez y pico de la noche, un tren con mucha mandanga, La Begum siempre cuenta cosas enloquecidas de sus viajes en ese exprés que siempre va lleno de moros y de extranjeros medio jipis que pasan a Ceuta y de allí a Marruecos a comprar chocolate. La Begum es una verdadera calamidad. Y mira que yo la quiero, pero hay cosas que no pueden disimularse. ¿Dónde se habría metido? Igual estaba en al estación de Atocha, dándole gusto a su atavismo.

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