Una mala noche la tiene cualquiera (9 page)

Cuando me le acerqué y le eché un brazo por los hombros, pidiéndole por favor que se calmase un poquito, ella se me revolvió arisca, me hizo un gesto feo y rabioso, como si me quisiera escupir, pero yo no se lo eché en cuenta, porque sé que cuando una se siente así hace cosas que no son de conciencia —sin tener en cuenta la amistad ni nada— y que después te pesan una barbaridad.

La desdichada parecía darse cuenta de pronto de cómo es ella de verdad. De cómo somos todas. Del pasado tan chiquitísimo que tenemos, y de lo espantoso que eso es. De lo mal que nos encaja el medio cuerpo de cintura para arriba, con el medio cuerpo de cintura para abajo. Que es una angustia malísima la que entra cuando una, por culpa de una mortificación de esas que no te dejan vivir, quiere sacar coraje de donde sea, para no partir con todo de una vez, y se encuentra con que todo por dentro lo tiene al revoltijón. Una ya no sabe lo que es suyo de verdad y lo que es postizo. Y ya no hablo sólo del rollo de la silicona o de un detallito de cirugía estética, qué va; hablo más bien de lo de dentro, de la manera de sentir, de la forma de pensar, del modo de hacerle frente a la vida. Es que llega el momento, cuando una se siente mal y hasta con ganas de acabar para siempre, en que ya no sabes ni cómo hablar contigo misma. Parece que estás hablando con un monstruito que eres mitad tú y mitad otra cosa. Un bicho de feria que tuvo una vida que ya no es suya de verdad, porque ha cambiado tanto que, cuando se acuerda de lo que fue, parece que está cogiendo lo que no es suyo, pero no ha cambiado del todo, y por eso una no puede, por más que quiera, cortar por lo sano, olvidar y empezar de cero. A mí a veces, con la depresión a tope, se me ha ocurrido si las hormonas que nos hemos metido en el cuerpo no habrán hecho que todo se nos desencaje, que todo esté como flotando, sin saber con qué machiembrarse, sin poder agarrarse a nada en un caso de apuro radical, en un caso de hundimiento, o sea de naufragio, de catástrofe. Porque una, como gente que es, cuando todo lo ve muy negro, lo que se dice fatal, perdido del todo, también tiene que echar mano a su interior, y la verdad es que el interior de una es un revoltijo tan grandísimo que mejor pintarse el ojo, plantarse un clavel reventón en el canalillo de los pechos, hacerse la sorda y salir corriendo para los toros, que se hace tarde.

Yo no sé si a La Begum se le ocurrieron estas cosas aquella noche. A lo mejor no. O a lo mejor sí, pero a su manera. Estuvo un rato haciendo como que escuchaba la radio con más ansiedad que un quinielista, pero aquellas mujeres no daban ni por casualidad una novedad definitiva, buena o mala, capaz de devolverle a una el sosiego o, por el contrario, suficiente para hundirla al fin en la miseria más absoluta y sin arreglo posible. Se traían un ajetreo grandísimo, se subían encima de los coches, iban y venían por ese laberinto de callecitas que hay junto a las Cortes, pero seguían —seguíamos todas— sin saber de verdad lo que estaba pasando dentro. Ya era más de medianoche y, de pronto, me di cuenta de que nunca, o por lo menos desde hacía siglos, había vivido yo una medianoche así, con aquel color entintado del cielo que se veía por la ventana, con aquel estremecimiento tan especial de la luz eléctrica, que una se acostumbra a los focos de la pista, tan fuertísimos, y acaba perdiendo el tino para distinguir esos tonos tan distintos que puede tener la luz, incluso la artificial, y supongo que, muchas veces, al arreglo de como se siente una en un momento preciso. Qué diferencia. Fijándome, hasta me asusté un poco. La Begum no se había hecho nada, no se había quitado ni una horquilla, estaba igualita a como llegó de la calle, después de darse el atracón en el Carretas, y sin embargo me parecía de pronto tan distinta, tan cambiada, que me entró una congoja horrible, porque estaba desencajada —lo mismo que me pasó a mí, y me noté en el espejo, cuando llegué al apartamento, tan descompuesta— y era como si le estuvieran saliendo a la cara, con el descontrol, los gestos y aquellos melindres tan feísimos que ella tenía cuando iba por el mundo como Pedro Romero Torres, y hay que ver lo que son las cosas: en cuanto ella se encajó como mujer, se le fueron como por ensalmo todos aquellos tics que se la comían viva de la mañana a la noche, y era hasta mortificante hablar con ella, que te entraba un apuro y una inquietud que se echaba a perder la conversación, y en cuanto el palique era un poco más largo de lo corriente, acababas neurasténica y haciendo las mismas morisquetas. Claro que con el tiempo yo me acostumbré, y hasta le obligaba a hacer unos ejercicios faciales —o sea, con la jeta— la mar de simpáticos; a mí me los enseñó un marine norteamericano, grandote como una locomotora, que me ligué un verano por las Ramblas de Barcelona y que, en su barco, era como una especie de siquiatra; hablaba un español saladísimo y me juró que a mi amiga, si toda aquella gimnasia de cara la hacía a diario y con convencimiento, se le acabaría curando pronto aquel muequerío tan desagradable. Pero la pura verdad es que no le sirvió de mucho, y, en cambio, se le quitó casi de raíz y en cosa de una semana desde el momento mismo en que dijimos, las dos a la vez, la una frente a la otra, con la mano derecha levantada como en los juicios de las películas: «Desde ahora, mujeres hasta morir: por dentro y por fuera, para lo bueno y para lo malo, y hasta que a la Parca le dé por quitarnos de en medio» —lo de la Parca lo había leído yo no sé dónde, y después La Plumona nos echó una conferencia pesadísima sobre el tema, pero en un momento tan importante y tan solemne era un detallito culto que quedaba la mar de formal—. Sólo que, por lo visto, ni siquiera iba a hacer falta la Parca; bastaría con que al Tejero las cosas le fueran bien, y a ver quién era la guapa que se echaba a la calle presumiendo de femenina. Así que no era para menos, y si a La Begum le salían como granos aquellas angustias de cara que la torturaban tanto cuando tenía que presentarse siempre, y en donde fuera, como Pedro Romero Torres, señal de que se le iba asentando la mollera, y eso desde luego iba a hacerla sufrir.

No quise hacer otro intento de consolarla para que no me pasara como antes, que la tía me dejó más cortada que el pie de Kunta Kinte. Pero yo veía cómo le iba entrando poquito a poco el arrugue y calculé para mis adentros que no tardaría en buscarme, temblando como una chiquilla. La veía yo mirándome ya de reojo de vez en cuando, mientras por la radio decían que el rey había llamado por teléfono a Milans del Bosch, y que después nos iba a hablar a todas, por los micrófonos de Radio Nacional y por la tele. Las periodistas a quienes la movida les había pillado dentro contaban medio histéricas lo que había pasado, que yo lo comprendo, hay que ver las criaturas el rato tan malísimo que tuvieron que tener. Quien mejor lo contaba, con su pizquita de salero, era uno de Radio Nacional, que estaba retransmitiendo el muermo de la votación que hacía falta para que Calvo-Sotelo fuera presidente con todas las bendiciones, y de pronto, con el estampido de los disparos, empezó a trompicar, con la vocecita achicada como si estuvieran estrangulándole, y acertó a ver a un guardia civil pegando tiros, y lo demás ya todo fueron adivinaciones. A los periodistas y a todos los que no eran diputados los echaron de allí casi en seguida, pero parece que alguien tuvo la inteligencia o el instinto de dejar un micrófono conectado y por eso desde fuera se oían cosas, voces, órdenes del Tejero y algunos murmullos medio raros, terribles. También dejaron salir a una catalana que estaba completamente preñada, y ella lo primerito que hizo fue llamar al rey para contarle todo el tiberio. Yo hubiera hecho igual. Las de Radio Nacional lo explicoteaban todo con mucha prosopopeya y sin sacar lo que se dice nada los pies del plato. En cambio, las de Radio Madrid habían montado una producción como las de la Metro, con el José María García haciendo de león, pero en falsete, que hay que ver el pitito que tiene ese hombre, y las de Radio Intercontinental se lo hacían directamente de dinámicas, por Dios, se daban unas prisas para contar las cosas que acababa una mareándose. Yo ya digo que no quiero ser injusta, que por mí las condecoraba a todas con la Laureada de San Fernando, que debe de ser el acabóse, porque creo que ahora mismo no la tienen ni tres, pero es que servidora, después de casi cinco horas de expectación, estaba agotada, y cuando una tiene el sistema nervioso desencuadernado, siempre acaban pagando justos por pecadores.

Menos mal que allí estaba La Begum para que yo me sintiera en la obligación de sobreponerme. Hasta en una pareja tan rarísima como la que nosotras hacemos, una de las dos tiene que hacer de macha. Conozco yo a dos, La Crafor y La Coquina, que se alternan —según las circunstancias, la hombra es una o la otra, que se tienen sus temperamentos enseñados divinamente—, pero eso es un caso raro. Lo normal es que siempre le toque apechugar a la misma con la voz cantante. Con el aguante de tripas. Con el sentido común. Con la buena crianza. Y, además, yo siempre me lo veo venir. Como esa noche. Pasó exactamente como yo me lo había barruntado. Ella, La Begum, se me volvió de pronto a mirarme con unos ojitos de cachorro acobardado, que a mí se me encogió el alma. Me senté en el bordillo del butacón, tiesa, como si me acabaran de almidonar, y abrí los brazos con una emoción maravillosa, igual que aquél de la Biblia cuando le volvió el hijo pródigo. Y La Begum, pobrecita mía, se me echó encima hecha un mar de lágrimas y a mí también me entraron unas ganas locas de llorar, pero me aguanté, más que nada para que ella viera que aún podía confiar en alguien.

Estuvimos un rato larguísimo abrazadas con un sentimiento tan de verdad que yo, en el fondo, me sentía a gusto, sólo que esto a ella no se lo he dicho nunca para que no me llame degenerada y viciosa. Porque además ella huele siempre tan bien, se busca siempre unos perfumes tan ricos, que era como si la noche se fuera a poner un poquito más confortable, con aquella fragancia tan divina encabritándose un poco con las lágrimas de La Begum y metiéndose en el aire como la lluvia en un arenal. Después ella se fue calmando hasta dejar de hacer pucheros, aunque aún se estaría un buen rato con el corazón encogido, y me miró con esos ojillos emberrenchinados por la llantera, pero zalameros, esos ojillos que ella sabe poner cuando se sabe en falta y quiere hacérsela perdonar. A mí me tiene comida la moral de todas, todas. Le pasé la mano por el pelo, dos o tres veces, y le dije:

—No te preocupes, corazón. Más se perdió en Cuba.

—Pero nos tendremos que volver a vestir de carabineros —dijo ella—. Y yo me puedo morir.

—No seas tonta, cariño. Acuérdate de lo monísima que estaba de caqui la Goldi Haun en
La recluta Benjamín.

A mí se me ocurrió de pronto, que a una le vienen de repente esos fogonazos —nos reímos muchísimo viendo esa película, y además salían unos tíos como para apuntarse de voluntarias inmediatamente—, y fue un acierto el mentarle a la Goldi, porque a partir de ahí ella se fue animando un poco.

Se fue corriendo al cuarto de baño, a hacerse una limpieza de cutis. Bueno, lo primero que hizo fue empelotarse. En un minuto se quedó en cueros vivos, menos la braguita. No se quería quitar la braguita, porque después tendría que quitarse los esparadrapos, y eso sí que no lo podría soportar. No podía hacerlo así, a lo crudo. Estaba empeñada en convencerme de que no podía, pero yo no estaba pidiéndole nada. Al contrario:

—Ay, no te agobies, mujer. Habrá que hacerlo poquito a poco.

—Me tienes que prometer una cosa: cuando esté durmiendo, me los quitas tú.

Se lo prometí, y me hizo jurárselo por mis muertos, con la mano derecha abierta y levantada. Luego, más tranquila, La Begum se enfundó la chilaba de punto de seda, color salmón, que ella usa como salto de cama, se encaramó en la banqueta de barra americana que usamos para tirarnos siglos dándonos coba delante del espejo y, después de pedirme que le pusiera en el picú a la Jurado cantando «Señora», se puso a quitarse con unas ganas horrorosas, con el coraje de una heroína de la Antigüedad, los cuatro dedos de potingues que siempre lleva encima.

Lagrimones como ciruelas estuvieron cayéndole durante todo el tiempo que empleó en dejarse la cara más limpia que la de un trapense en ejercicios espirituales. Yo me asomaba a verla de vez en cuando, pero luego me volvía al cuarto de estar, y durante todo aquel tiempo estuve comiéndome el coco una cosa mala, porque me volvió aquella angustia que me venía más que nada por mí misma, no porque a partir de entonces pudiera tener al mundo más en contra que nunca, sino porque iba a ser durísimo para mi cuerpo y para mis pensamientos, y sobre todo para los sentimientos que una tiene, el volver a lo de antes. Abrir la maleta donde La Begum y yo guardamos, hacía ya casi cinco años, el último traje que nos pusimos antes del juramento de ser mujeres para siempre, que fue más que nada por guardar una reliquia, por conservar un recuerdo de los malos tiempos, a lo mejor por tener siempre a mano como un certificado de que hubo una época en la que fuimos otra cosa. Ni locas podíamos imaginarnos que lo fuéramos a necesitar otra vez. Teníamos una especie de borrachera, pero una jumera graciosa, y no sólo en la cabeza y en el paladar, sino en el cuerpo entero, como si nos hubiéramos estado bañando en vino durante meses y el vino se nos hubiera ido colando por los poros y se hubiera ido quedando por todas partes. Los trajes, con una camisa y una corbata de cada una, los metimos en una maleta en la que no guardamos nada más, y desde entonces estaban en la parte de arriba del armario empotrado, a lo mejor apolillados, a lo mejor llenos de hongos y de telarañas, a lo mejor completamente deformes o convertidos en polvo. Dicen que, al cabo de los años, los cadáveres no hieden; que cuando abren un ataúd después de mucho tiempo, no sale olor ninguno; que muchas veces, al levantar la tapa, el cadáver parece entero todavía, pero después el sepulturero menea un poquito la caja y el cuerpo se deshace entero, no queda sino polvo... La insensata de La Begum parecía de pronto la mar de ilusionada con su modelito de CLP —o sea, de Caballero Legionario Paracaidista, que son como los marqueses de la clase de tropa del Ejército de Tierra, no sé si me explico—, que seguro que ya estaba pensando, en medio de todo el drama, en encargarse una boina de croché, y seguro que ni le había cruzado por la imaginación el tener que pasar por aquella ceremonia tan fúnebre y tan antipática: abrir la maleta y que salieran en bandada, como pajarracos aturdidos y ansiosos, todos los malos recuerdos, los tragos más duros, tantísimos sofocones como tuvimos que pasar y tanto daño como nos hicieron. Pero no sólo eso: también los recuerdos bonitos y un montón de caras y de sitios que a una ya a lo mejor ni se le dibujaban en el pensamiento, y eso también lastima, y puede que incluso más que lo otro, aunque a primera vista no se pueda comprender. Un martirio iba a ser aquello.

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