Una mala noche la tiene cualquiera (13 page)

—Ay, niñas, la libertad...

La Soraya se negó a venirse con nosotras. Bueno, la bruja de La Soraya se negó en redondo a ir con cualquiera; esa mujerona es una hiena y una ingrata y para mí ha terminado. Que aprendiese de Nina Copacabana; la brasileña se echó encima lo mejor de lo mejor, y eso que ella normalmente va de incógnito, quiero decir por la vida diaria y más que nada para tantísimo trajín de papeleo como se trae encima —siempre liada con complicaciones del pasaporte, la residencia, el permiso de trabajo; qué agotamiento—, pero la verdad es que la brasileña de incógnito está horrorosa, un esperpento, hay que verla cuando sale de machirula, recién levantada, con sus vaqueros y sus mocasines de Los Guerrilleros en rebajas. Un disfraz. Pero para irse a la manifestación ella se arregló al máximo, se echó encima todo lo de más lujo, que una, como española y demócrata, le agradece muchísimo el detalle, pero fue una temeridad, que aún no me explico cómo no la desvalijaron con tanto barullo, que en los momentos más sagrados, emocionantes y patrióticos siempre aparece algún desaprensivo.

La Peritonitis quería salir con peineta y mantilla —una teja buena, antigua (herencia de una tía solterona) y del tamaño de la Torre del Oro que tiene ella para las ocasiones—, un traje largo de color sangre, que es un color completamente español, y un imperdible con el escudo real en la pechuga, ella más monárquica que nadie. Menos mal que La Pizqui, que tiene mucho ascendiente sobre ella —y no comprendo por qué—, la convenció de que no íbamos de Sagrarios en Jueves Santo, ni a presentar las credenciales al Palacio de Oriente, que no fuese cateta y se pusiese algo sencillito y discreto. Porque La Pizqui será muy locona y más exagerada que ninguna, si se tercia, pero también sabe cuándo se precisa un poco de formalidad y se comporta divinamente, y por eso es una mujer que me cae bien de toda la vida.

—Lo que está en juego es la democracia y la libertad —les advertí a todas, cuando salíamos de casa—. Lo más serio del mundo.

Me emocioné. Servidora se emociona un montón cuando habla de libertad. Y digo yo que la libertad pide un control y un comportamiento, que de lo contrario se vuelve libertinaje. Una es muy clásica para estas cosas.

Claro que tampoco se trataba de ir totalmente de incógnito. Yo creo que eso hubiera sido una cobardía. La gente se tiene que dar cuenta de cómo es una y de que no muerde. La gente tiene que acostumbrarse. Que una puede llevar una vida tan decente como la que más. O tan indecente. Que nosotras no somos ni peor ni mejor. Todas igual. Todas por el mismo rasero. Y es natural que una ponga todo de su parte para estar de lo más favorecida. A La Peritonitis de incógnito da penita verla. Y eso por no hablar de la bruja de La Soraya: blanca como la pared y demacradísima, y andando de un modo de lo más raro, que se quita las pringues y los tacones y es que la cara hasta se le tuerce y bizquea, y cada pie se le va por su sitio; yo no me explico cómo pudo tener tanto éxito como cuenta, cuando iba de hombre por el mundo, que ella da una lata espantosa contando siempre lo mismo de cuando era primer bailarín —guarda millones de fotos— y era rubísimo y guapísimo —lo que se ve en las fotos, la verdad, no es para tanto— y andaba siempre por Oriente con ese ballet sueco que llegó a ser medio suyo, y tuvo cientos de amantes increíbles, y nunca se priva de dar la lista, y como siempre cuenta lo mismo y lleva contándolo desde los tiempos del rey Herodes, y como además nunca se equivoca, pues da el pego y parece que todo lo que cuenta es verdad: todas aquellas invitaciones fabulosas de árabes de ojos de terciopelo —La Begum se descompone de envidia—, riquísimos y una locura de cariñosos. Ahora La Soraya se conforma con bajar al metro cuando va de incógnito, y a lo mejor tiene suerte y le cae a la vera un albañil con ganas de triquitraque. A mí La Soraya nunca me cayó bien, y ahora, después de lo de Tejero y de cómo ella se portó, ya es el colmo, pero por eso no se me ocurriría prohibirle que se preparase a su gusto, que todavía puede darle el pego a quien le vaya ese tipo, porque maña y habilidad para sacar partido de lo poco que le queda nadie puede negárselas.

La Begum y una servidora hace tiempo que dejamos de tener los problemas de la doble vida. Metimos nuestros últimos temos en una maleta y allí pueden pudrirse —Dios santo, pensar que por poco tenemos que sacarlos del fondo del ropero...—, allí se pueden quedar como si fueran de unos parientes que se murieron de lo más contagioso que haya. Nosotras tenemos nuestro vestuario completo, naturalmente, un traje o un vestido a propósito para cada ocasión. Y para aquella manifestación tan hermosa del viernes, 27 de febrero, servidora se puso un sastre de corte la mar de sobrio, solapas anchas, hombros un pelín marcados, la chaqueta más bien corta y con un poquito de frunce, la falda cuatro dedos por debajo de las rodillas, y un cinturón del mismo tejido: pura lana virgen, a cuadros príncipe de Gales. Me veía yo irreprochable. Por encima no tuve más remedio que ponerme una gabardina de color burdeos, nada escandalosa, que iba muy bien con el traje y con los zapatos y el bolso negros, unos zapatos y un bolso de batalla, que aquello era una cosa de mucho trote y encima con lluvia. Una no es tan inconsciente como La Begum, que se empeñó en ir de zapato fino de tacón inmenso, y a la media hora ya estaba quejándose de los pies como una descosida; por lo demás, me costó Dios y ayuda convencerla de que se olvidara del pamelón color butano que se quería colocar la tía, porque aquella misma tarde se había pegado cinco horas en la peluquería y no estaba dispuesta a terminar con los pelos hechos un pingo, hasta que al final consintió en ponerse un pañuelo Balenciaga que yo le presté, carísimo, con la condición de que también llevase paraguas, que el pañolito me había costado un riñón y no estaba hecho para aguantar diluvios. De lo demás, La Begum fue discreta, dentro de lo que cabe, con un pantalón de pana gruesa con el bajo de tubo, color salmón, y un jersey ancho, trenzado, de punto gordo, verde aceituna. Lo que no pude evitar fue que se colocara un chubasquero que ella tiene, una de esas moderneces espantosas, sicodélicas, arrugadísimas, pero que por fortuna tiene un color muy sufrido y de noche y con el alboroto podía tener un pasar.

—Ahí van las del Grupo Mixto —dijo un gracioso con barba.

Había de todo. Estaba desde luego la progresía al completo, que a muchas me las conozco yo porque no se pierden ni una, pero después andaban por allí, empujando como desesperados, ejemplares increíbles, señoronas repletas de visones, tipos con pinta de acabar de salir de un importantísimo consejo de administración, artistas del cine de esos que siempre se visten de proletarios cuando hay una movida callejera. Un castizo cincuentón, comunista de los de toda la vida, rajaba una barbaridad del batiburrillo de gente que había allí armado, pero de vez en cuando se marcaba unos vivas al rey que se tenían que oír hasta en La Zarzuela. Todo aquel gentío se movía poco a poco en dirección a la Plaza de Neptuno, hacia la plaza de las Cortes, por las dos calzadas del paseo del Prado, que una no sabía bien si la cabeza de la manifestación, con todos los políticos de postín codo con codo, iba por la parte del Museo o por la parte de los Sindicatos, y además no había manera de enterarse. Hasta que aparecieron las camionetas de la radio y de la tele y por poco nos matan con aquello de que todo el mundo quería ver a Fraga o a Felipe o a Carrillo, según la cuerda de cada cual.

—¡Un aplauso para la prensa!

Y la gente aplaudía como loca.

—¡Un aplauso para la televisión!

Y todo el mundo entusiasmado con la televisión, y eso que las de Prado del Rey tampoco hicieron nada del otro mundo, que lo importante de verdad lo hizo una cámara por su cuenta, dispuestísima, hasta que los energúmenos aquéllos la descuajaringaron.

—¡Un aplauso para la radio!

Y ellos sí que se merecían la ovación más grande del mundo, qué forma tan divina de trabajar, que si no es por ellos se podía haber armado la de San Quintín, miedo da pensar lo que hubiera sido si todo el mundo se hubiera liado aquella noche a contar las cosas a su modo. Las de la radio estuvieron de película.

Qué hermosura. Yo creo que en muchos sitios la lluvia ni siquiera conseguía llegar al suelo. La Peritonitis empezó de pronto a decir, con muchísimo agobio, que a ella se le estaba acabando la respiración, y si no llega a ser por la apretura le pego un bofetón allí mismo para que se le quitase la histeria; La Pizqui tuvo que llevársela para un sitito más despejado, y a partir de ahí las perdimos a las dos. La Begum me miraba todo el rato con una cara de sufrimiento que no parecía demasiado falsa, pero yo le gritaba con muchos ánimos:

—¡Ay, niña, la libertad!

Allí estábamos todas. Protestando por lo del 23 de una manera preciosa. Cantando a coro aquello tan emocionante de: «Demo-cracia-sí-; Dicta-dura-no...». Yo notaba un sofoco que no era sólo del calor y de los apretujones, sino de la alegría misma. De vez en cuando me clavaba alguien una rodilla en las corvas y yo pensaba: «Si me caigo aquí, perezco». A ratos había una sacudida grande de gente sin que se supiera muy bien por qué, y una tenía que andarse con muchísimo tiento, porque lo mismo aparecía, sin saber cómo, cabeza abajo.

—¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen! —gritó un chiquillo sentado en los hombros de su padre.

Yo, por más que hice, sólo pude verlos de refilón. Qué cosa más espectacular. Una cosa de sueño. Que te la cuentan y no te la crees. Las españolas somos así. Divinas. Allí estaban todas, cogidas del brazo como amiguísimas de toda la vida. Llevaban una pancarta enorme, de acera a acera, pero lo que decía sí que no lo pude leer. Todas tenían una cara de satisfacción que, si se las ven, se les sube el pavo. Casi ni podían seguir, sobre todo cuando llegaron a Neptuno, que fue cuando yo pude ver un poquito mejor aquella macedonia de políticos. Políticos surtidos. Una ocasión histórica. En teoría, todos los políticos de la cabeza de la manifestación tenían que llegar a la tarima que habían montado delante de las Cortes, entre los leones, pero menos mal que lo dejaron por imposible. No había manera. No se podía dar un paso. Servidora estaba aparcada entre un morenazo buenísimo y una tiarrona forrada de astracán y con cara de estanquera de Cuatro Caminos. A mí me parece que el morenazo arrimaba el codo un poco más de la cuenta. Yo, feliz. La Begum, pobrecita mía, lo tenía peor, rodeadita por una caterva de dependientas del Sepu.

—Atención, por favor...

Los altavoces funcionaban fatal. Como siempre. Yo no sé qué pasa, pero no hay un mogollón organizado por el rojerío donde los altavoces funcionen como está mandado. Debe de ser culpa de la electricidad. Para mí que la electricidad es tan facha como el tiempo. La gente siseaba pidiendo silencio, pero es que no podía ser. La Mateo, la chica ésa tan mona del telediario, iba a leer un discursito, que me supongo que era la forma de terminar. No había manera de enterarse. La Mateo empezó a leer y ponía muchísima ilusión, que eso se nota siempre, aunque los altavoces se empeñaban en no colaborar. A la Mateo se le oían a pedazos cosas preciosas, y la gente aplaudía cuando nombraba algo importante. Yo estaba a gusto. Ay, comenzaba a darme cuenta de que al morenazo se le empezaba a alterar la respiración. Me dejaba yo caer un poquito y él apretaba un poquito más. Me puse a mirarle de reojo; no por nada, sino porque casi no podía menear la cabeza. El morenazo empezó también a mirarme y sonreía. La Mateo terminó de decir cosas divinas y acabó dando vivas al rey, a la democracia, a la libertad y a España. Mi morenazo tenía una voz preciosa, de barítono. Me encanta la voz de barítono. Por los altavoces, con muchísima educación, pedían que el gentío se disolviera con orden, con tranquilidad. Había una felicidad de todos, flotando en el aire húmedo de la noche. Qué maravilla. ¿Quién dijo miedo, muñecas? Yo seguía pegada como una lapa a mi morenazo, y eso que poco a poco se iban abriendo huecos por todas partes. ¿Quién dijo miedo? Una mala noche la tiene cualquiera... La Begum y Nina Copacabana me miraban muertas de envidia; acabaron cogiéndose del brazo y marchándose despacito para Cibeles. Cada dos pasos volvían la cabeza. Yo sé lo que me estaban diciendo con los ojos: «Zorrón, grandísimo zorrón». Yo, ni inmutarme. Servidora es así: independiente, liberada, moderna. Y más demócrata que nadie.

—Tengo el coche a espaldas de Correos —me dijo por fin mi morenazo, cogiéndome por el talle—. Te llevo a donde quieras.

A mí me entró un escalofrío, y le eché a mi morenazo los brazos al cuello, y le dije bajito, para él solo:

—Ay, niño, qué rica es la libertad...

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