Una mala noche la tiene cualquiera (3 page)

Lo malo podían ser los ficheros. De pronto me entró una angustia enorme a cuenta de los ficheros que podían estar desparramados por ahí, cualquiera sabía, lo mismo daban las listas de la Seguridad Social que los archivos de la Sociedad de Autores, en casos así una no puede fiarse de nada. Y eso que yo siempre fui prudente y nunca me dejé pillar en un renuncio, pero La Begum segurísimo que está fichada. Es un pálpito que yo tengo. Si es que la tía es muy loca. Si no puede ser. Si es que no tiene control.

Me lo contó a su manera, pero yo me la conozco divinamente y seguro que las cosas pasaron como yo me imagino.

Empezó ella a seguir a un monumento de hombre con cara de Omar Charif —para ella, cualquier morazo con bigotes es clavadito al Doctor Zivago; o sea, que tiene una fijación—, y venga un escaparate y otro escaparate, y hay que ver lo carísimo que está todo, y miradita va y miradita viene, y vuelta a escandalizarse de los precios en voz alta, a ver si el otro le escuchaba de una pajolera vez y decía algo, pero el menda como si nada, como si estuviera sordo, hasta que La Begum no tuvo más remedio que entrarle directamente, porque si no es que reventaba: «Esto es una ruina, ¿verdad?». El otro se sonrió con una guasita medio tierna, me dijo ella, pero no puede una darle crédito, que cuando le entra el calenturón esa mujer no discierne, y se anima en seguida, de modo que se le fue arrimando la mar de zalamera y qué calor hace, ¿no? —porque era en pleno agosto y a las cuatro de la tarde, con todo el solazo, que en eso de aguantar con salero la calor ella también es muy mora—. ¿Y usted es de aquí o de fuera?, le preguntó haciéndose la longui —cuando la tía llevaba hora y media convencida de que el gachó era por lo menos un beduino maravilloso— y también le dijo inmediatamente que ella necesitaba un vermut y que le invitaba, y el tío se sonreía, pero ni que sí ni que no, y La Begum ya medio frenética y venga palique, y la mano lacia por aquí —aunque él llevaba las manos en los bolsillos y a La Begum seguro que le daba un morbo espantoso aquello de no saber qué estaba tocando de verdad—, y un dengue por allá, y ella pensando pero qué poquísimo habla este hombre, que no le pegaba nada, porque hay que ver cómo son los moros para eso de los lenguajes, tienen una lengua que vale un potosí, qué alegría; pero aquél no hacía más que reírse y de una manera cada vez más rara, claro que también podía ser la cosa del coqueteo —y es que hay que ver cómo somos: le entra a una la picazón y ya no distingue una vespa de un botijo, y todas igual, sobre poco más o menos, que tampoco es que yo me ponga en plan Bernardete Devlín—, pero es que además los moros para el coqueteo son únicos, expertos, artistas, da gloria seguirles el vacile —yo lo reconozco— sólo por ver cómo sonríen, cómo te guiñan, cómo se cimbrean, cómo se pasan, despacio, la puntita de la lengua por el labio de arriba. Pero aquél por lo visto era modelo sobrio, o sea que La Begum se excitó muchísimo más —porque ella siempre fue así de marchosa—, y decidió por fin que tenía que entrar por lo descarado, que de lo contrario aquel moraco se le escapaba vivo, y así fue cómo la pobre acabó montándose un rollo muy chungo y muy vendido, y le dijo que ella no vivía por el centro sino por Tetuán —«Huy, qué gracia, ¿no?, lo mismo tú eres de Tetuán, o de Tánger, o de Larache...»—, y no podía invitarle a su casa porque ella vivía con una amiga y estaban esperando al decorador —ella siempre va por la vida de exquisita y de maravillosa—, pero le encantaría echar con él un rato y se puso interesante, mundana, desenvuelta, y al fin se lo propuso abiertamente: «Yo conozco por aquí una pensión de una señora muy buena, muy discreta y muy limpia». El tío dijo que no, sin ninguna clase de miramiento, y resultó que era de la bofia, claro; y, encima, de un pueblo de Pontevedra.

La Begum me juró como quinientas veces que lo pudo arreglar y que ni siquiera la llevó a la comisaría, pero se le notaba demasiado interés en que yo me lo creyese. A mí me da en el corazón que algo raro le tuvo que pasar, y en aquel momento, sin saber dónde podía estar metida, cuando todo me parecía que estaba como cogido con alfileres, con las de Radio Intercontinental diciendo que en Valencia estaban saliendo los tanques a la calle, con el fiera ése de los deportes de Hora Veinticinco chillando como un descosido por Radio Madrid, a mí me entró de pronto la completa seguridad de que a La Begum aquel Omar Charif de pacotilla le hizo la putada, pero bien, y que a lo mejor era eso lo que pasaba. Quiero decir, que a lo mejor por eso La Begum no estaba en casa y a saber dónde la tendrían.

Tenía yo, en aquella noche de febrero, una desazón tan grande que no me dejaba pensar, una tensión que se me enroscaba en los ojos en forma de parpadeo convulsivo, frenético, epiléptico, si yo creo que hasta me crujían las pestañas con tantísimo trajín. Me dio por imaginar que tenía algo en los ojos que se movía mucho, y me molestaba horrores. Empecé a ir al cuarto de baño cada dos por tres a echarme colirio, a mí es que me encanta el colirio, te pone unos ojos maravillosos: una es coliriómana perdida. Casi sin darme cuenta, empecé a ordenar un poquito la casa. Tenía que tranquilizarme. Tenía que ocuparme en algo. Una casa nunca está suficientemente limpia. Y si la cosa no iba a remediarse, si de pronto llamaban a la puerta y eran los civiles y, hala, a un campo de concentración, para que hicieran con nosotras detergente y crema para el calzado, pues hija, por lo menos que la casa la encontraran mona.

Yo pensaba: «Es que no puede ser». La verdad es que servidora siempre ha tenido una moral de concurso y nunca me ha gustado lo que se dice nada montar por cualquier cosa el gorigori de la depresión. Pero es que pasaba de Radio Intercontinental a Radio Madrid y aquello parecía una de indios, pero de las modernas, donde nunca sabes quién es el bueno y quién es el malo, no como en las películas antiguas, que todo estaba clarísimo desde que el muchachito sacaba del pecho una foto de su madre que había muerto en un ataque de los indios, siempre completamente cafres. Aquello también era un abuso, la verdad. Pero, al menos, una sabía a qué atenerse. Eso, de entrada, siempre es un consuelo. Pero aquella noche, llevando una más de dos horas encerrada a cal y canto, las de Radio Nacional seguían con sus marchas militares y en televisión sólo una vez pusieron un cartelito de esos de «Avance Informativo» y salió un tío extrañísimo diciendo lo que ya sabíamos todos, y además en plan telegráfico. O sea, que al final el rosario de la aurora, que le dicen, comparado con aquello podía ser más soso que un guiso de corcho.

Por eso me entró un poquito de melancolía, que la verdad es que ya ni siquiera era miedo. Con lo tranquilas y lo felices que vivíamos allí nosotras dos, como dos hermanas, sin meternos con nadie, con nuestros trapos maravillosos y nuestros millones de cremas para el cutis, que con eso no le hacíamos daño a nadie, y de casa al trabajo y del trabajo a casa —bueno, La Begum casi siempre da un rodeo (a ella donde haya un moro siempre le coge de camino), y a servidora mi vueltecita por la Puerta del Sol y por Espoz y Mina los fines de semana no me la quita nadie, pero es algo que no molesta, que a fin de cuentas los moros no son más que moros (para ser franca: como nosotras yo creo que no son, ni mucho menos) y los soldaditos, en cuanto se licencian, si te he visto no me acuerdo y todas son más machas que santa Juana de Arco—, y aquí en este pisito, ay, pensábamos nosotras envejecer juntas y ser, dentro de muchísimo naturalmente, unas ancianitas divinas.

Qué se le iba a hacer. Pensaba yo en todo eso, con aquel porvenir que se nos venía encima, con la visión de todas nosotras en el desolladero —que por lo visto también hacían eso los nazis, cuando se ponían en plan Empresa Nacional de Artesanía; le arrancaban de capricho el pellejo a las mariquitas y luego hacían con él unas lámparas ideales— y, sin embargo, me quedé durante un rato como adormilada, como si se me hubiera escoñado la tensión de un batacazo, como si empezara a convencerme de que, al fin y al cabo, el cuerpo una ya lo tiene hecho a sufrir, desde hace mucho. O sea que me fui poniendo sentimental: empecé a mirarlo todo muy dramática, muy despacito, como en el cine, y se me saltaban las lágrimas sólo de pensar que a lo mejor ya, a esas horas, aquello era lo único que me quedaba, aquellos cincuenta metros cuadrados, mi tresillo tapizado con telas marroquíes, mi mesa camilla —que por mucha calefacción central que le echen a una, nada habrá como una mesa camilla para las noches de invierno (a falta, por supuesto, de un buen chulo que le eche leña al fuego de tus entrañas, como diría una amiga mía, La Pizqui, empeñada en hacerle la competencia a don Rafael de León)—, mi aparador de mimbre con sus estanterías a juego —en los anaqueles, tres o cuatro novelas de mucho loquerío—, el picú, como dice La Begum cuando se olvida de lo finísima que es, y música para sobrevivir: Vikki Carr, Mina, la Jurado... Qué se le iba a hacer. A lo mejor, afuera ya todo se había perdido. A lo mejor, ya todo lo que me quedaba era aquello: cincuenta metros de libertad.

Di un respingo. De verdad que di un respingo. Y qué coraje me entró conmigo misma. Allí estaba yo, rancia como una cotufa, desangelada como un inglés vestido de faralaes, lacia como el buche de un fraile en Cuaresma, desaboría como un chino en remojo. Vergüenza tenía que darme. Allí estaba yo, resignada; o, lo que es lo mismo, cobarde, babieca, ruin, babosa. Y el Tejero, mientras tanto, dándose el pisto de machirulo. Como si hubiera que tener muchas agallas para hacerles frente, con sus buenos pistoleros, a unos señores tan cultos, tan finos y desarmados completamente —a mí el presidente del Congreso es que me encantaba, con una facha estupenda y aquellos ojos de dulce; para el catre, la verdad, no era mi tipo, pero para ponerlo así, tan planchadito él, en el recibidor y que te contase el último cotilleo de los políticos, me habría chiflado—, no hay que ser muy macho, la verdad. Y si aquello seguía adelante y salían las cosas al gusto del Tejero y del Milans del Bosch —yo estaba sufriendo horrores por mis amigas de Valencia, que son todas el colmo—, si el golpe triunfaba, mi vida se iba a convertir en un martirio, de modo que, en aquel momento, si aún me quedaba una mijita de lo que Dios me dio —por equivocación: pobrecito, todo el mundo tiene derecho—, en aquellas horas tan malísimas que yo estaba pasando, servidora, La Madelón, tenía sin duda derecho a todo menos a una puñetera cosa: a resignarme.

Ya digo que aquella especie de telele y de colerón contra mí misma me entró de pronto y todavía no comprendo muy bien por qué. Yo creo que fue por mentarme, en mis propios pensamientos, la palabra libertad. Es que me chifla. Es que no hay nada que se le compare ni por aproximación. Es lo máximo. «Cincuenta metros de libertad.» Allí, en mi apartamento de cincuenta metros, yo podía hacer lo que me diera la gana y podía decir lo que se me viniese a la boca. Boquiabierta me quedé mirando las paredes, los muebles, aquella pareja de serigrafías una cosa mala de modernas, que las compré en un pub medio raro en el que unos chicos monísimos montaban exposiciones y lecturas de poemas y cine undergrún y cante flamenco por gente nueva pero chipén: una preciosidad. Cincuenta metros de libertad. Nunca pensé que pudiera gustarme tanto mi apartamento. Los cojines que La Begum se trajo de Casablanca, una foto de mi madre cuando mocita, los cacharros de cerámica que acabarán por echarnos de aquí —las dos somos forofas de la cerámica—, un póster de Richard Gere que está buenísimo, un gallo de Portugal... Y la jaula.

Ay, la jaula. Lo de la jaula es algo. Esa jaula tan grandísima, que La Begum pintó de celeste y blanco, no tiene bicho dentro, sino una maceta con una planta interior. Bicho no ha tenido nunca. Yo me negué. A La Begum la jaula se la regaló un novio que ella tuvo, rarísimo, que no bebía, que no fumaba, que a La Begum le tenía un respeto desesperante, qué hombre; era tan espiritual que nunca usaba calzoncillos y como si nada, tú, no se le notaba cuelgue ninguno. La Begum juraba, medio farruca, que el hombre tenía sus cuelgues, como todos, y muy aparentes por cierto, pero que se gastaba una barbaridad de control. La Begum, por aquella época, se volvió también un poquito extraña y se pasaba el día escuchando músicas celestiales, que no es un dicho, que es la pura verdad; decía que escuchaba como un concierto que venía desde lejísimos y que era una cosa que partía con todo. Más colgada que una lámpara estaba la pobre. Claro que eso le duró hasta que descubrió la verdad.

Porque, a todo esto, ella estaba convencida de que su novio, el del control —se lo encontró una noche en la Plaza de España, desnudo de cintura para arriba y rezándole como un descosido al Don Quijote del monumento—, era más moro que nadie. Ella lo daba por seguro, de forma que ni se lo preguntó. Hasta que, un día, el hombre se sintió con ganas de sincerarse y de animar un poquito la conversación y, después de una retahila en un lenguaje que no veas, vaya cosa más rara, dijo: «Yo ser de Rangún». A La Begum, así, al principio, le pareció de perlas; a fin de cuentas, pensaría ella, el Moro tiene que ser grandísimo, ¿no? Eso sí, cada dos por tres se le olvidaba el nombre, y una le tuvo que decir: «Tú acuérdate del ragú de ternera, y le pones una ene detrás de la a y otra ene detrás de la u». Así por lo menos se lo aprendió. Pero una tarde volvió a casa con un sofoco grandísimo. En un mapamundi había visto la tía dónde estaba Rangún. Por donde san José perdió el sombrero. «Cerca de la China, tú», me dijo, «qué asco.» En cuanto lo pensaba un poquito, le entraba una grima espantosa; repelucos y hasta fatiga, que un día se puso mala de verdad. Al chino le prohibió terminantemente que volviera por casa, y el chino pajolero se lo tomó con tanta tranquilidad que a mí me dio hasta coraje. La Begum estuvo con décimas más de una semana, sólo del asco, y al final compró un bote de litro de Cruz Verde —esprai— y desinfectó toda la casa.

La jaula con la maceta dentro parecía un anuncio de vixvaporú: se me ocurrió de pronto y me entró una risita corta y un poquito rácana, pero agradable. Cincuenta metros de libertad. Iban a ser las nueve y tres cuartos y yo tenía que llamar de nuevo a Marabú. Y en Radio Nacional seguían dando marchas militares. Aquello tenía que ser horrible. Me puse en pie con ganas de hacer algo, pero la verdad es que sólo se me ocurrió arreglarme un poco el vestido. Y entonces, como si estuviera removiéndome un poco más de la cuenta, me dio como un olor raro, me vino al pronto un olor a sobaquera y polvos de arroz, a crema de afeitar y laca barata —no me puedo explicar por qué; nosotras usamos siempre de la mejor—, a tabaco negro y esmalte de uñas, a café cargado y a «Charlie» de Revlon. Era un olor extraño y de lo más confuso. Y yo creo que me salía del cuerpo. Era como si, con aquella inquietud, toda mi persona, de la cabeza a los pies, me bizqueara, se me torciera un poco y dejara escapar aquel olor tan raro.

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