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Authors: Jack McDevitt

Un talento para la guerra (44 page)

BOOK: Un talento para la guerra
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—Joder.

—Ahora entiendo por qué Gabe llevaba consigo a Khyber. Era experto en sistemas navales. ¡A él no se le habría pasado por alto! —Tenía los ojos llenos de lágrimas.

Después de todas las aventuras que habíamos compartido juntos, era la primera vez que la veía tan desalentada.

—¿Y qué pasa con el propulsor estelar? ¿Ha sufrido algún daño?

Ella respiro hondo y golpeó con suavidad unos mandos.

—La ignición estará lista en veintitrés horas, pero no sé qué nos va a propulsar ahora. Hijos de puta. Teníamos tiempo de sobra. ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué hay en las pantallas? ¡Navegación normal! ¡Carajo!

—No sirve de nada seguir preocupándose así. ¿Cuánto falta para que nos alcancen?

Chase se fijó en el ordenador.

—Unas catorce horas. —Se hundió en su asiento—. Me parece que es hora de sacar la bandera blanca.

Tenía razón. La nave gigante giró alrededor del mundo que fuera la prisión de Sim y corrió detrás de nosotros.

Fuimos a la sección siguiente a inspeccionar los magnetos. Tres de las series estaban dañadas.

—Es un milagro que tengamos algo de aceleración todavía —aclaró Chase—, pero no es suficiente para establecer una diferencia.

Usamos el tiempo que nos quedaba con toda la prudencia que pudimos. Lo primero fue pedirle al ordenador una explicación sobre el sistema de escudos. Habría querido hacer una prueba, pero decidí que era mejor no dejar que los mudos lo vieran. Tal vez creían que ya no teníamos ninguna capacidad operativa. Después de todo, ¿qué otra explicación habría para no haberlo usado en una situación que a todas luces reclamaba defensas? Entonces, habiéndonos asegurado, tal vez demasiado tarde, de que nos estábamos completamente a merced de esos hijos de puta, comenzamos a inspeccionar nuestra capacidad de fuego.

Mientras veíamos cómo se aproximaban, estudiamos los esquemas y consultamos a los ordenadores. Aprendimos detalles del manejo de las armas, que se efectuaba a través de cuatro consolas diferentes. Comencé a entender por qué las fragatas requieren una tripulación de ocho hombres.

—No podremos disparar más que una o dos de estas malditas cosas —se quejó Chase—. Si tuviéramos más gente, gente que supiera cómo se utiliza esto y todo funcionara bien, creo que entonces podríamos pensar en un enfrentamiento decente.

—Ordenador —pregunté—, ¿pueden los mudos detectar nuestro realmacenamiento de energía?

—Lo desconocemos.

—¿Podemos leer el nivel de energía que llevan a bordo de su nave?

—Negativo. Podemos detectar solo la radiación externa. Puedo hacer deducciones a partir de la masa de las características de las maniobras. Pero serían únicamente estimaciones, cuyo uso real sería exclusivamente el de proporcionar valores mínimos.

—¿Entonces ellos no pueden leer los nuestros?

—Los desconocemos. Nos faltan datos de su tecnología.

—Alex, ¿adónde quieres llegar?

—No estoy seguro, pero prefiero que piensen que estamos indefensos.

—¿Cuál es la diferencia? —preguntó Chase—. Sus pantallas están altas. Suponen que somos peligrosos.

—Ordenadores, ¿qué nos pueden decir de las capacidades del enemigo?

—El
Corsario
fue golpeado por un láser de concentración extrema. La energía requerida para producir el efecto que vimos, desde esa distancia, implica una fuerza que excede la nuestra en un múltiplo de, al menos, seis punto cinco. El análisis del módulo de control electrónico y la estructura física sugiere la generación de un campo de defensa casi magnético y tal vez también con capacidad de ataque. Probablemente una versión amplificada de nuestro propio escudo. Debemos ser conscientes de que supondrá una considerable dificultad atravesar sus sistemas defensivos. La propulsión parece ser normal. Las simetrías armstrong son detectables en los modelos de radiación y la pista magnética es del tipo que se utiliza en el sistema de transporte lineal…

Etcétera.

Durante varias horas, continuamos delante de los mudos. Pero ellos aceleraban a mucha mayor velocidad. En cierto momento, Chase me informó de que ellos excedían ya nuestra velocidad y que se acercaban rápidamente.

Sus luces verdeazuladas se hicieron más y más brillantes en las pantallas. Ya cerca, comenzaron a bajar la velocidad, presumiblemente para ponerse a nuestra altura.

Los dos estábamos petrificados ante la precisión del disparo del láser que, a tanta distancia, había logrado destruir los motores y ninguno de los dos nos hacíamos ilusiones sobre el resultado en caso de que se hiciese necesaria una confrontación.

Sin embargo, nos concentrábamos en nuestras armas. Teníamos rayos de partículas aceleradas, proyectores de protones y media docena más de equipos que no sabíamos emplear. El más prometedor (lo que significaba que era el más fácil de manejar) parecía ser uno que Chase denominaba «desparramador»: un rayo de amplio radio de alcance, hecho de fotones gantner, electrones calientes y una especie de «sopa de partículas». Su efecto, según el ordenador, era el de desestabilizar la materia a corta distancia.

—Pero hay que tenerlos cerca —advirtió el ordenador—. Y hay que atacar primero los sistemas defensivos. Con esto no se puede penetrar el escudo.

—¿Cómo podemos hacerlo? —preguntó Chase.

El ordenador expuso una compleja estrategia que requería rápida maniobrabilidad y operadores en tres de las consolas.

—Una consola —dije—. Solo podemos manejar una. O dos, si usamos el piloto automático.

—¿Por qué no les entregamos la nave? —replicó Chase. Pude ver que tenía miedo y dudé si seguir escondiendo mis propios sentimientos—. Eso es lo que quieren. Es nuestra única oportunidad de salir con vida.

—No creo que debamos entregar el
Corsario.
Bajo ninguna condición. De cualquier modo, ya has visto lo que le hicieron al Centauro. No creo que tengamos otra alternativa que pelear. O huir, si podemos.

—Es un suicidio.

No se lo discutía. Pero todavía teníamos la nave. Y ellos la querían. Eso podía darnos cierta ventaja.

—Ordenador, si se inhabilitara el escudo de los alienígenas, ¿cuál sería el blanco lógico para el «desparramador»?

—Yo recomendaría el puente o la planta de energía. Le informaré si tengo capacidad para localizarlas.

Chase miró por las ventanas a la nave muda, cuya sombra ocupaba ahora el cielo.

—Para el caso, lo mismo podíamos tirarles piedras —dijo.

Desconectamos lo que quedaba de los magnetos. Nos desplazábamos ahora a velocidad constante. Los alienígenas se pusieron en paralelo, a un kilómetro. Chase los miró y dejó caer la cabeza sin esperanza.

—No pueden ver la cápsula —observó—. ¿Qué te parece si ponemos una bomba con temporizador, volamos la nave y nos vamos? Todavía podríamos volver al planeta.

—Pasarías el resto de tu vida allí si lo hicieras. —Le respondí.

—Lo primero es lo primero. —Se encogió de hombros y volvió a la pantalla—. Me pregunto qué esperarán.

—Mi hipótesis es que están tratando de encontrar la forma de capturarnos sin dañar la nave. Tal vez esperen que vuelva el destructor. ¿Dónde está?

—Todavía falta un día y medio para que pase por aquí. De cualquier modo, ¿para qué necesitan el destructor?

Miró a través de las ventanas a la nave gigante que flotaba frente a nosotros.

—¿Tiene los escudos levantados?

—Sí. Sería bueno que se nos ocurriera alguna idea. —Se le nubló el rostro—. Acabo de tener un pensamiento desagradable. ¿Pueden leer nuestras mentes desde allí?

—No creo. Tienen que estar bastante cerca. A pocos metros, me parece. Y, a propósito, si entran en tu cabeza, te enteras.

—Son unos cabrones bastante desagradables, ¿no? —Miró el tablero—. Los niveles de energía han dejado de subir. Creo que estamos listos para la batalla. Si estos cacharros aún funcionan.

—Que todo ande bien. Eso es lo que necesitamos para sobrevivir. Así que confiemos. Si surge algún problema, el hecho de conocerlo de antemano no nos va a ayudar.

—¿Entonces qué hacemos?

—Esperar. Mantener el «desparramador» listo. Si tenemos la oportunidad de usarlo, dispararemos y saldremos volando.

—Ellos nos van a hacer volar —me corrigió.

—Benedict.

El sonido salía del sistema de comunicaciones de la nave.

—Proviene de los mudos —dijo Chase.

—No hagas caso —repliqué.

—Alex. —La voz era cálida, comprensiva y razonable. Y familiar—. Alex, ¿estás bien? He estado preocupado por el riesgo que corría tu vida en ese lugar. ¿Hay algo que podamos hacer?

Era S'Kalian. Defensor de la paz. Idealista. Amigo.

—Lamento lo del Centauro. El destructor solo tenía que impedir que alguien abordara el artefacto.

—Quédate en el disparador —le ordené a Chase.

—¿A quién apunto?

—Elige el blanco —respondí.

—Preferentemente al centro —observó el ordenador—. Sin conocimiento específico, la localización más probable de la planta de energía es en la parte central.

—¿Alex? —dijo de nuevo S'Kalian.

—Listo —confirmó Chase—. Ahora tienes la oportunidad de decirle que baje las pantallas.

—Alex, sé que puedes oírme. Tenemos la oportunidad de ponernos de acuerdo en paz. No es necesario que se produzca un derramamiento de sangre.

Abrí un canal. Apareció su imagen en uno de los monitores auxiliares. Se le veía solícito, compasivo.

—Usted no puede quedarse con el
Corsario
, S'Kalian.

—Nosotros ya lo tenemos. Por suerte para ambos pueblos, lo tenemos.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué es tan valioso para su pueblo?

—Seguramente ya lo habrás adivinado, Alex. —Su tono de voz descendió una octava—. Los secretos de Sim están seguros bajo nuestra vigilancia. No somos una especie agresiva. Tu gente no tiene nada que temer.

—Eso se dice fácil.

—Nosotros no tenemos una historia sangrienta como la vuestra, Alex. La guerra no es nuestro modo de vida. No nos gusta matar. Cuando peleamos contra vosotros fue porque nos vimos obligados y no pudimos evitarlo. Todavía nos atormenta el recuerdo de esa guerra terrible.

—¡Eso fue hace doscientos años!

—Y esto —dijo tristemente— es lo que nos diferencia. Para el Ashiyyur la tragedia del ayer sigue viva. No es mera historia.

—Sí —repliqué—. Hemos visto cómo os molesta la violencia.

—Lamento el ataque al Centauro. Pero quisiera evitar esta situación desagradable. Sin embargo, no vamos a permitir que el
Corsario
retorne a sus creadores. La triste verdad de todo esto es que nos podríamos ver forzados a tomar vuestras vidas.

—¿Qué quiere?

—Solo la nave. Devuélvala. Estoy dispuesto a otorgaros pasajes seguros para volver a casa y recompensaros generosamente por la pérdida del artefacto.

Lo miré tratando de leer sinceridad en aquellos rasgos compuestos.

—¿Cómo sería la rendición? ¿Cómo propone que sea?

—No es una rendición, Alex —corrigió con dulzura—. Es un acto de coraje bajo circunstancias difíciles. Podemos simplemente enviar un equipo a bordo. En cuanto a vosotros, todo lo que pedimos es que demostréis vuestro consentimiento dejando la nave. Los dos. Nada más. —Asintió expresando alegría por ver que nos entendíamos—. Sí, solo dejar la nave y venir hacia nosotros. Tenéis mi solemne promesa de que seréis bien tratados.

—¿Y liberados?

Dudó un instante. Luego dijo:

—Desde luego.

Sonrió como para darnos ánimo. Sin embargo, durante la conversación que tuvimos en la Casa Kostyev, el hecho de que sus labios nunca se movieran había sido menos desconcertante, tal vez porque podía ver el equipo de comunicación a través del que me hablaba, o quizá porque las circunstancias habían cambiado radicalmente. Por la razón que fuera, el diálogo aquel había sido tranquilo y llevado a cabo con una especie de contacto mental directo. Me pregunté si lo había subestimado, si estaba atravesando ahora el vacío y llegando a mi mente.

—¿Estáis preparados para partir?

—Estamos pensando. —Chase miró hacia adelante.

—Bien. Esperamos. En deferencia con vuestros sentimientos, no haremos ningún esfuerzo por entrar hasta que la nave esté desocupada.

»A propósito Alex, sé que es difícil para ti, pero llegará el día en que nuestras dos especies se unirán en una amistad duradera y sospecho que serás recordado por tu contribución a ese momento feliz.

—¿Por qué es tan importante tener la nave? —pregunté.

—Es un símbolo del tiempo del mal. Creo, con toda honestidad, que no hubo período más negro que ese. Estamos otra vez cerca de la guerra. Esta nave, con todos sus recuerdos, puede agitar una marea de belicismo. No podemos, en conciencia, permitir que tal cosa suceda.

«¿A quién quiere engañar?», me preguntaba Chase con los ojos.

—Entiendo.

—Por favor, denos un momento para pensar.

—Desde luego.

—¡Hagámoslo! —dijo Chase tan pronto como la imagen del mudo se desvaneció—. Es la única forma de salir. Ellos no ganan nada matándonos.

—Los hijos de puta quieren matarnos, Chase. No nos van a liberar.

—Estás loco. Tenemos que creerles. ¿Qué otra elección tenemos? No estoy dispuesta a dar mi vida por el derrelicto. Tú sabes tan bien como yo que, si ellos no lo consiguen, lo van a destruir con nosotros a bordo. Y todas esas ideas de pelear con este maldito monstruo no son sino fantasías. Quiero decir que esta antigualla no tendría ninguna oportunidad contra aquello, aunque estuviera toda la tripulación y el mismo Sim la dirigiera.

—No decías lo mismo hace un rato.

—Hace un rato pensaba que no tenía elección.

Se me había secado la boca. Traté de calmarme.

—No estoy de acuerdo, Chase. Ellos quieren esta nave. En tanto estemos aquí, estamos seguros; no pueden abordarla ni destruirla.

—¿Por qué no? Si todo lo que desean es evitar que nos volvamos a casa con ella, pueden volarnos cuando les plazca.

—¿Y por qué no lo han hecho todavía?

—A lo mejor porque no quieren matar a alguien si no es necesario.

—¿Crees eso?

—Mierda, Alex, no lo sé.

—Bueno. —Yo estaba fuera del asiento de mando, caminando por el puente, tratando de tomar una decisión—. Si estás en lo cierto, dime entonces por qué han atacado el Centauro. Allí no han tenido miramientos con tu vida. Lo que quieren es que salgamos de aquí para liquidarnos.

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