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Authors: Jack McDevitt

Un talento para la guerra (45 page)

BOOK: Un talento para la guerra
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—Tal vez tengas razón —admitió con enojo—. No lo sé. Pero no quiero que me maten.

—Entonces, quedémonos donde estamos. ¿Cuánto falta para que los armstrongs se activen?

—¡Por Dios, Alex, no tenemos armstrongs! —exclamó desesperada.

—Vamos, Chase. ¿Cuánto falta para que eso que tenemos se active? ¿Para que podamos saltar al hiper?

—Medio día —respondió llorando—. ¿Piensas que tendrán tanta paciencia?

—Me parece que es la mejor oportunidad. —La tomé de los hombros y la abracé—. ¿Estás conmigo?

Me miró un largo rato.

—Vas a hacer que nos maten a los dos.

—Lamento que te sientas impulsado a seguir una dirección que solo llevará a derramar sangre. —S'Kalian apareció de nuevo en pantalla, disgustado—. ¿No hay nada que pueda decir para modificar vuestra determinación?

—Váyase al diablo —le dije—. Tendrá usted que volar el artefacto. Así que, ¡adelante! —Corté la comunicación.

—Has estado persuasivo —comentó Chase oscuramente—. Espero que no te haga caso.

Los mudos se aproximaron. La lenta oscilación de sus componentes se aceleraba.

—El análisis —nos informó el ordenador—. Sugiere que todo lo que podemos ver es la parte de un sistema de empleo de energía.

Chase soltó unas palabrotas por lo bajo.

—¿Dónde está el centro de operaciones? ¿Dónde son vulnerables?

—En este momento no dispongo de suficiente información para sacar conclusiones.

—Tu hipótesis es tan buena como la suya —dije.

—Creo que es hora de colocar el escudo.

—¡No! —grité.

—¿Por qué no?

—No vamos a ganar nada con eso. No podemos acelerar ni podemos pelear. Los escudos solo van a retrasar lo inevitable. Tratemos de reservarnos un factor sorpresa. —Algo me había estado molestando en la conversación con S'Kalian. De pronto me di cuenta de qué era—. ¿Por qué fueron tan amables con nosotros?

—¿Qué quieres decir?

—¿Por qué se ofrecieron a esperar a que saliéramos antes de enviar el equipo a bordo?

—Todavía pienso que nos decía la verdad —respondió Chase, meneando la cabeza.

—No —repliqué—. Te diré qué es lo que pasa: que no nos creen. A sus ojos, somos unos embusteros. Por eso quieren tenernos al alcance de la vista. Eso significa que piensan que les podemos hacer algún daño. ¿Cómo?

Chase cerró un instante los ojos y luego asintió.

—Te puedo dar una buena hipótesis. El equipo de abordaje. Tienen que bajar las pantallas para venir. Durante unos segundos serán vulnerables.

Sentí una ráfaga de temor y nerviosismo.

—No nos creen —repetí. Y pensé en el tablero de ajedrez de Sim—. Tal vez pudiéramos convertirlo en una ventaja.

—Adelante —sugirió Chase—, estoy abierta a nuevas ideas.

—Necesito que vayas a la parte trasera y tomes dos trajes de presión. Prepara la cápsula para poder manejarla desde aquí y simula que estamos nosotros en ella.

—¿Por qué? ¿Qué beneficio obtendríamos?

—No estoy seguro de cuánto tiempo tenemos, Chase. Hazlo, ¿de acuerdo? Avísame cuando esté lista y entonces la bajaremos.

—Bien —dijo levantándose y extendiendo la mano—. Y, a propósito, si no te veo nunca más, quiero que sepas que ha sido una aventura maravillosa, Alex. —Se fue enseguida.

En el silencio de la nave, pude seguir sus pasos a través de las compuertas.

—Hay movimiento —advirtió el ordenador—. Algo pasa.

La danza ovoide del buque alienígena cambió su esquema y se oscureció mientras las luces brillaban con más intensidad. Pequeñas luciérnagas en la boca de un cañón. Duró varios minutos.

—Psicología —expliqué al ordenador—. Están jugando con nosotros.

—No sé lo que significa. Pero detecto una forma metálica familiar en su configuración. Ocho tubos. El tipo de arma que se usa para penetrar un acorazado y quemar el interior. El análisis confirma que solo uno de los tubos contiene un arma.

—¿Qué efectos tendría sobre el
Corsario?
—pregunté casi sin poder hablar, consciente de pronto de que no sabía instalar el escudo.

—¿Están las defensas activadas?

—No.

—Destrucción total.

Pensé en llamar a Chase, advertirla y traerla de vuelta, pero deseché la idea.

Pude oírla en la sección posterior. Una lámpara roja encendida, una compuerta abierta.

—Han cerrado —dijo el ordenador.

Cerré los ojos y esperé.

—Misil a lo lejos.

En ese momento final, lo que pensé fue que no habíamos disparado ni un solo tiro para defendernos.

El armamento dañó la cubierta de metal y dejó sin funcionamiento un par de dársenas. Otra vez sirenas y alarmas advirtiendo de peligro para todos los sistemas de la nave. ¡Pero estábamos vivos!

—¿Qué ha pasado ahí arriba? —preguntó Chase con un eco que indicaba que se había puesto el traje de presión.

—Nos han disparado. ¿Estás bien?

—Sí. ¿Crees que quizá sería oportuno poner el escudo? —inquirió vacilante.

—¿Ya has terminado?

—Casi. Pero tal vez deberíamos enviar el señuelo mientras tú y yo nos largamos.

—Vuelve aquí rápido —dije—. Ordenador, informe de daños. ¿Cómo es que estamos todavía enteros?

—El misil no ha detonado. No sé por qué, a menos que fuera una cápsula vacía. No es seguro, ya que ha pasado totalmente a través de la nave.

—¿Dónde ha golpeado?

—En el compartimento que hay justo debajo del puente. Necesitamos reparaciones inmediatas. Mientras, he sellado el área.

La voz de S'Kalian se dejó oír de nuevo.

—Todavía estás a tiempo, Alex. —Juntó sus manos en un gesto de súplica.

—Usted es un hijo de puta.

—Admiro tu valor, bajo estas circunstancias. Por favor, entiende. Podemos asestar varios golpes a la nave sin dañar el sistema básico. ¿Cuántas demostraciones necesitas? Sal mientras puedas. Con tu muerte y la de tu… mujer… no ganas nada.

Chase abrió la compuerta trasera y entró.

—Listo —murmuró.

El ordenador interrumpió la conexión con la nave enemiga.

—Capitán —dijo—, han cargado otro misil.

—Si tienes intención de hacer algo —me increpó Chase—, esta es tu oportunidad.

—Ordenador, conecta de nuevo con el mudo.

S'Kalian reapareció.

—Espero que hayas tomado la decisión correcta —manifestó.

—No creo que le vaya a gustar. —Hice una pausa efectista y traté de mostrarme un tanto enloquecido—. Activaré una de las armas y me sentaré a esperar que explote y mande el
Corsario
al mismísimo infierno.

—No te creo.

—Crea lo que se le antoje.

—He visto tu psique, Alex. En cierto sentido he sido tú. No crees en nada tan fervientemente como para hacer eso. Tu voluntad de sobrevivir es mayor…

Corté.

—Eso es todo —le dije al ordenador—. No deseo recibir ninguna otra transmisión de la nave enemiga. Nada. Rechaza todo.

—Es inútil —replicó Chase—. ¿Qué estás tratando de hacer? No te creen. Esperan alguna trampa. —Se le agrandaron los ojos—. Eh, espero que no lo dijeras en serio. No tengo interés en salir convertida en una bola de fuego.

—No, desde luego que no. Y ellos no lo creen tampoco. Eso es lo que cuenta. Quédate junto al desparramador. En seis minutos enviaremos una cápsula a pasear. Poco después bajarán el escudo. Prepara el gatillo. Apunta al centro y dispara.

Empecé a contar el tiempo.

—¿Qué pasa si los escudos no bajan?

—Que tendremos que pensar en otra cosa.

—Me gusta saber que tenemos un plan.

—¿Estás lista para maniobrar la cápsula?

—Sí.

Esperamos. Pasaron los minutos.

—Quiero que se aleje de la nave de los mudos. Debería ir atrás, hacia el planeta.

Al darse cuenta que temblaba, Chase sonrió.

—No se lo tragarán —dijo—. Estamos demasiado lejos del planeta. Saben que no podemos hacerlo.

—Hazlo. Ahora.

Chase activó una palanca en la consola.

—Cápsula disparada.

—No lo sabrán. Probablemente no sepan nada de nuestras capacidades. Y, si lo saben, creerán que nosotros no. Lo único que deben de estar pensando es que los dos tratamos de huir y que el arma está activada aquí dentro. Humanos tramposos.

Contemplamos la cápsula por uno de los monitores y esperamos. Se veía bien. Dos personas en traje de presión, una inclinada sobre los controles.

—Pareces borracho —bromeó Chase.

—Estupendo. Lograremos engañarlos.

Ella estuvo de acuerdo.

—Me gustaría estar ahí de verdad.

—No, todo va a salir bien. Trata de maniobrar hacia la oscuridad. Que parezca que nos queremos ocultar.

—Bien. —Asintió sin convicción.

—El misil enemigo está en el puente —informó el ordenador.

—Espero que esto tenga la suficiente carga para quitarlos de en medio —manifestó Chase dudosa.

—Estate lista —le apremié—. Solo tenemos segundos. Tan pronto como se apaguen las luces verdes…

—Capitán —dijo el ordenador—, la nave enemiga hace señales de nuevo.

—No respondas. Avísame cuando se detenga.

—Ahora están en condiciones de ver la cápsula, Alex.

—Bien. En cualquier momento. Será rápido.

—Capitán, la señal de los mudos se ha interrumpido.

—Alex, ¿estás seguro de que esto va a funcionar?

—¡Por supuesto que no!

Contemplamos las consolas, las lámparas verdes, mientras aguardábamos.

—Actividad en uno de los ovoides —avisó el ordenador. Teníamos varias vistas simultáneas en las pantallas. Se abrió un portal y apareció un vehículo plateado. Parecía armado.

—Allá vamos. Es la unidad de depósito de bombas.

Chase dio un suspiro de alivio.

—Tienen redaños —dijo.

Las lámparas parpadearon y se apagaron.

—Han bajado los escudos.

Chase apretó el gatillo.

Hubo una fuerte sacudida y giramos. Un gruñido profundo estremeció la parte central de la nave.

Yo activé una fila de teclas para poner el escudo.

Una luz cegadora se esparció a través de los portales y las pantallas se apagaron. Chase salió despedida de su asiento, pero siguió firme con el arma. Se encendieron los cohetes de corrección del rumbo.

Algo nos golpeó. La nave dio un topetazo y las luces disminuyeron de intensidad.

—Estallido de protones —anunció el ordenador—. Escudo activado.

Uno de los monitores volvió a dar imagen y contemplamos de nuevo la nave de los mudos: sus luces se encendían y apagaban frenéticamente. Se veían parches oscuros que se agrandaban. Las oscilaciones se cortaron de repente. Salieron despedidas algunas bolas de fuego y se convirtieron en una lluvia de chispas. Cuando todo hubo pasado, solo quedaba una red negra formada por tubos y esferas.

Chase cerró el desparramador.

—Creo que hemos agotado nuestros recursos —murmuró.

La lancha plateada y su equipo de asalto pasaron cerca y siguieron viajando en espera (pensé) de no ser notados en el desastre generalizado.

Nos golpeó otro rayo.

—Otro estallido de protones —informó el ordenador—. Muy lejos del blanco. Sin daños.

—Ordenador, prepara un arma nuclear.

—Alex, esta es la oportunidad de irnos.

Voló algo más alrededor. No sabía si era el buque de guerra que se desintegraba o que continuaba disparándonos.

—Dentro de un momento.

—Armado y listo para disparar, capitán.

—Alex, ¿qué vas a hacer? Esto ya ha acabado. Vámonos.

—Estos hijos de puta han tratado de matarnos, Chase. Voy a terminar con ellos, si puedo.

Escuché los sonidos en el puente: el martilleo de los generadores de energía, las cadencias de los procesadores de datos, el suave murmullo del intercomunicador.

—No es necesario —replicó Chase con la respiración agitada.

Apunté.

Ella me miró y me dijo:

—Me gustaba la Tanner que le ofrecía su brazo a un mudo, no la otra.

En la nave enemiga se encendieron otros fuegos.

—Capitán, se está moviendo.

—Dejémoslos ir —me apuró Chase—. Tratemos de hacer las cosas bien esta vez.

Me senté con el dedo todavía cerca del botón.

—Ellos sabrán que pudiste haberles matado y que no lo hiciste. Siempre lo recordarán.

—Sí —asentí—. Que sea para bien.

Los vimos alejarse en la oscuridad.

25

«Los límites no tienen existencia salvo en los mapas o en las mentes pequeñas. La naturaleza no dibuja líneas.»

Tulisofala, Extractos, CCLXII, VI

(Traducido por Leisha Tanner)

Pienso a veces en la observación de Christopher Sim acerca de que la batalla de las Termópilas no tendría que haber ocurrido.

Mi guerra particular con el Ashiyyur parece pertenecer a la misma categoría. No habría tenido lugar si no me hubiera pasado una tarde entera revelando todo lo que sabía a S'Kalian en el Maracaibo Caucus. Esa visita tal vez no fuese la mayor idiotez de la historia, pero seguro que quedaba entre las diez primeras. Estuvimos a punto de perder el
Corsario
y todo lo que contenía.

Chase tenía razón acerca de los armstrongs. No había ninguno, pero sí un sistema de propulsión mucho más sofisticado en su lugar. Y, a las diez horas del incidente con la nave de guerra muda, los ordenadores nos dieron el visto bueno y el
Corsario
nos llevó a casa.

No fue la deriva enfermiza en el espacio multidimensional ni los meses sórdidos en el túnel gris que habíamos experimentado a la ida.

Fue más bien como un parpadeo.

Las estrellas se volvieron borrosas para luego reaparecer. Si hubiésemos estado atentos, habríamos visto cambiar las constelaciones, la Gran Rueda desvanecerse, y las configuraciones familiares a Rimway en el cielo nocturno emerger enseguida de ese momento de confusión. El sol del Belmincour se había ido; nos aproximábamos al fantástico cielo azul y blanco de Rimway. El sistema de comunicación chisporroteaba por el tráfico. La luna en cuarto creciente flotaba y era visible desde las pantallas.

Fue solamente una brevísima sensación física: un momento durante el cual no hubo suelo, ni aire para respirar. Pasó tan rápido que no estaba seguro de que hubiera sucedido.

Bajo la presión de esa guerra desesperada, alguien, con toda probabilidad Rashim Machesney y su equipo, había resuelto una serie de problemas técnicos relacionados con las ondas de gravedad y había deducido una aplicación práctica. Reconociendo que las ondas gravitatorias, como la luz, son duales por naturaleza, siendo onda y partícula, ellos habían llegado a una conclusión obvia: la gravedad podía ser cuantificada.

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