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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (14 page)

»Recogida la mies de invierno, millares de irlandeses desesperados rodábamos por Inglaterra, buscando trabajo al precio que fuese. Y nos recibían tan a gusto como a la roya.

Daddo levantó la vista al cielo unos momentos, moviendo la cabeza y emitiendo sonidos inarticulados, sin poder dar crédito todavía a lo que había ocurrido cuarenta años atrás.

—Como nos dominaba la desesperación más absoluta —continuó con una voz en la que vibraba aún la miseria de aquellos días—, urdimos un plan temerario. Recorríamos las ferias y carnavales del condado, y Kilty desafiaba a todos los que quisieran participar en una pelea con los puños desnudos en la que el vencedor se llevaba todo lo recaudado, actuando yo de pregonero y propagandista del espectáculo. Quizá tú te preguntaras la causa de que tuviera las manos tan tullidas y la cara tan deshecha. Fueron las consecuencias de más de cien combates. Más de una vez la lucha duró tres o cuatro horas, con dientes rotos y tanta sangre que no se le distinguía la fisonomía. Perdió unos pocos combates, es cierto; pero le tenían que dejar inconsciente a golpes para que abandonara.

—Oh, abuelo… —susurró Conor.

Daddo interrumpió el relato y contempló largo rato el sombrío panorama.

–1846 —murmuró con visible dolor— fue el año que Dios abandonó a Irlanda. La roya nos azotó de nuevo, y la cosecha de patatas se perdió totalmente.

Las expulsiones se repitieron con metódica regularidad. Cuatro o cinco veces por semana una pequeña legión de
constabulary
entraba, en Ballyutogue, formada militarmente, detrás de Owen Rankin, que supervisaba la tarea con fanático regocijo, mientras su hermano MacAdam continuaba uniendo parcelas sombreadas en el plano.

La policía se desplegaba alrededor de la casita de la víctima. Luego entraba dentro una escuadra y arrojaba fuera a la familia. Gritos y plegarías topaban con oídos sordos. Toda resistencia se eliminaba prestamente, sin misericordia.

Owen Rankin leía la ley contra motines, como aviso de que iba a aplicarse la política de la reina y que no había que oponerse a ella. A continuación leía el aviso de lanzamiento. El marido, la esposa, los abuelos y los niños contemplaban con desamparado terror cómo atacaban la casa con un ariete hasta destruirla lo suficiente para hacerla inhabitable, y cómo quemaban todo lo que fuera combustible. ¡Pobres! Se sentaban, amontonados unos con otros, cargadas en un solo carro las pocas pertenencias salvadas mientras los alguaciles volvían a ponerse en formación y desfilaban hacia la casita siguiente, y la otra.

Owen Rankin leyó la ley antimotines delante de (una docena, una docena de docenas, una docena de centenares de casitas, con los ecos de los golpes del ariete resonando por toda Irlanda en centenares de millares de ecos. Las casitas de labrador que quedaban en pie se atestaban de refugiados sin hogar. Cuando fueron derribadas éstas a su vez, centenares de miles de personas inundaron los caminos, sin protección contra los elementos, asolando las laderas como manadas de animales.

—Kilty logró mantener a su familia. Aidan, el hermano menor, era el que la tenía más numerosa, y cultivaba algunos de los campos más pobres. Hasta trabajando todos como una gran unidad familiar, se advertía que iba a desplomarse. Noche tras noche discutían el problema, le suplicaban que repartiese los hijos entre Maud y Cathal y dejara sus tierras. Actualmente, para mantenerle a flote, los otros tenían que hacer mucha mella en sus recursos propios. Todos saldrían mejor librados si se avenía a seguir aquellos consejos.

»Ni Aidan ni su esposa Jenny pudieron resignarse nunca a tales medidas, y una mañana un pelotón de
constabulary
rodeó la vivienda, y Owen Rankin se puso a leer la ley antimotines. Era un momento singularmente agradable para los Rankin, que llevaban años y años anhelando vengarse de los Larkin. Pero… Owen no terminó la lectura. Porque Aidan montó en cólera, se enfureció, sacó un mosquetón que tenía escondido y le despedazó el rostro.

»Aidan y Jenny mantuvieron a los policías a raya durante tres horas, hasta que a él lo mataron a tiros, y a ella la hirieron. Los policías irrumpieron en la vivienda y arrastraron fuera a la mujer y los seis pequeños, que chillaban y se resistían, mientras la casita era derribada.

—¿Qué fue de Jenny, Daddo?

—Los llevaron a Derry y los presentaron a un magistrado. A Jenny la acusaron de cómplice de su marido en el asesinato de Owen Rankin y de oponerse a la policía de Su Majestad.

El invierno de 1847 fue una amarga sucesión de lluvias glaciales. Al hambre se le sumó su mortal aliada: la enfermedad.

El joven Tomas asumió el encargo de buscar a tía Jenny y a los niños. Para llegar a Derry tenía que andar más de treinta kilómetros. Cuadrillas de labradores huesudos, harapientos, junto con sus mujeres e hijos, trabajaban en empresas públicas por unos peniques al día, arrastrándose de acá para allá, desplomándose de frío y humedad en la tarea de construir caminos hacia ninguna parte.

MacAdam Rankin había obtenido una cuantiosa subvención del Gobierno y dedicó sus cuadrillas de trabajadores a levantar altas paredes de piedra que aislaran los campos y los terrenos de pesca del conde. Las murallas del hambre. Incluso mientras las cuadrillas trabajaban, los capataces británicos insultaban a sus componentes, tratándoles de inútiles por no cuidar de sus fincas.

Cuando Tomas se acercaba a Derry, los campos no vallados se llenaban de millares de mendigos que se establecían en ellos sin alimento ni cobijo. Ancianos y ancianas de cuarenta años, y viejecitos y viejecitas de cuatro y cinco… que habían sido expulsados de Derry por cuadrillas de «lanzamendigos»; es decir, por otros infortunados que fueron mendigos a su vez y ahora se ganaban unos peniques diarios impidiendo que la población mendiga fuera en aumento. El sistema de recurrir a leyes y asilos para la protección de los pobres había sido siempre ajeno a los irlandeses, porque significaba una pérdida final de la esperanza y la dignidad dentro de aquellas salas huecas, cavernosas. Ahí llagó Tomas en su primera escala de buscador. Entonces el asilo era un teatro de multitudes, asediado por centenares de esqueletos humanos enloquecidos suplicando que les dejaran entrar, arrastrándose unos sobre otros para meterse en el comedor gratuito donde se les trataba como a cerdos. En los patios del asilo, unos cobertizos para los febriles albergaban otros centenares de moribundos, demasiado exhaustos ya para hacer otra cosa que gemir, sin fuerzas, mientras agonizaban.

El muchacho recorrió una hilera tras otra, una estera tras otra, buscando en vano. Peregrinó por Derry cuatro días seguidos sin el menor resultado, hasta que el hambre empezó a vencerle. Como último y desesperado recurso, fue a ver a un sacerdote anciano, ya retirado, que había conocido a su abuelo Ronan en el condado de Armagh y que pudo asegurarle que a Jenny la habían llevado a la casa de corrección y la habían encerrado en un calabozo de castigo. A los pequeños los habían llevado a un hospicio.

Tres días estuvo Tomas rondando la prisión, siempre rechazado por la guardia; pero él insistió, hasta que un guardián le prometió enterarse. Entonces supo que a su tía Jenny la habían encontrado muerta cuatro días después de haberla encarcelado. Nadie parecía saber cómo había fallecido, ni a nadie parecía importarle; pero, tratándose de una persona profundamente religiosa, era dudoso que se hubiese quitado la vida. Quizá el pesar, quizá las heridas, quizá… otra cosa.

La búsqueda de los niños resultó todavía más espantosa, porque si había algo más temido que el asilo, ese algo era el hospicio. El viejo sacerdote acogió a Tomas en su casa, y al cabo de una semana de angustia le consiguió el permiso para entrar en el orfanato. Centenares y centenares de niños yacían amontonados en el suelo, cubiertos de andrajos, bajo una claridad gris, húmeda, maloliente. Tenían la piel manchada y sangrante, a consecuencia de un escorbuto en sus últimos estadios; estaban llenos de piojos y ardían de fiebre. Los empleados del orfanato habían perdido ya el seso, de tan agotados por el exceso de trabajo. El olor a muerte se mezclaba atormentadoramente con monólogos dirigidos a un Dios que, según parece, no los oía. De los hijos de Aidan y Jenny no se volvió a tener noticia jamás.

Tomas regresó a Ballyutogue. Ahora, en las cunetas, reposaban docenas de muertos. Del invierno sólo había transcurrido la mitad. La vida comunal, que en el pasado fue un arma de supervivencia, quedó destruida por las evicciones; y destrozada la vida comunal, quedaba destruida la vida a secas.

La gente de los pueblos, demasiado orgullosa para morir a la vista de sus vecinos, subía tambaleándose a las cimas de los montes o se arrastraba hacia las cuevas de las turberas, al encuentro de su fin. En cuanto el padre cruzaba el charco o moría, todo se acababa para el resto de la familia.

Soportaban la espantosa agonía echados juntos, en montón, cubiertos con los harapos que hubieran podido llevarse… la madre, los bebés, todos inmóviles y gimiendo, sin otra cosa que la piel estirada sobre los huesos, cubiertos de llagas hediondas e hinchados por la hidropesía. Con frecuencia, uno que había muerto días atrás continuaba entre los otros.

La única alternativa, de los que podían reunir lo suficiente para el pasaje, era emigrar. Pero aunque los irlandeses eran ciudadanos británicos según las leyes promulgadas por los propios británicos, el pueblo inglés se les mostraba hostil y dispuesto a mantenerlos fuera.

Algunas autoridades británicas encauzaron a los irlandeses en fuga hacia el Canadá y América fuese por el medio que fuere y en las condiciones, malas o peores, que conviniese. Apresuradamente, se echó mano de barcos de ganado para el transporte de pasajeros, y la gente marchó de Irlanda por centenares de miles. Este fue el primer acto de la más terrible de todas las tragedias irlandesas: la exportación de su gente.

—Kilty y yo lo pasábamos muy mal en Inglaterra. Era casi imposible establecer comunicación. Los pocas sacerdotes disponibles se pasaban todas las horas del día escribiendo cartas; pero recibir una de Irlanda era casi imposible. Por fin Kilty recibió un mensaje diciéndole que volviera a casa.

»La situación de los Larkin se hacía más desesperada. Habían tomado la decisión de invertir el último dinero que les quedaba en la compra de pasajes para América para Cathal y su familia. Tres días antes de la fecha de embarque descubrieron que el barco no existía y que los prestamistas les habían estafado el importe de los pasajes.

»MacAdam Rankin, desplegando una actividad febril para dejar la tarea lista, fletó un barco y ofreció pasaje gratuito a los que quisieran irse, con la intención de desarraigar de las tierras del condado a los labradores que todavía permanecían en ellas. La mayoría de los barcos de aquellos días no eran más que ataúdes flotantes, pero el de Rankin vino a resultar el peor de todos los que navegaron en aquella época del hambre. La mitad de los pasajeros murieron durante la travesía, entre ellos las dos hijas menores de Cathal —Daddo se acercó una vez más a la puerta del establo y señaló a Tomas que dormía sobre el heno—. Tu padre, que está aquí tendido, hubo de presenciar cómo, uno tras otro, sus hermanos, sus hermanas y su madre iban muriendo, y hubo de enterrarlos con sus propias manos. Todos murieron con los labios verdes, lo mismo que les ocurrió a muchísimos otros. Bocas verdes por haber comido hierba.

»Y entonces le dio la fiebre. El muchacho encendió un fuego de turba, se acomodó junto a él con unas cuantas raíces y unas cuantas bayas y aguardó el fin. En esta situación lo encontró Kilty.

13

Daddo y Conor regresaron al establo cuando el crepúsculo matutino empezaba a despuntar sobre el lado del lago. Daddo tenía la voz cansadísima por lo mucho que había hablado y por los pesares rememorados. Después de acomodarse bien, pidió a Conor que se tendiera y apoyara la cabeza en su regazo. Después, acariciando dulcemente el cabello del muchacho, se apresuró a terminar la narración antes de que la luz del día le obligara a desvanecerse.

—Cuando Kilty hubo cruzado su calvario de dolor, emprendió la tarea de sobrevivir, junto con su único hijo, Tomas, tu padre. A fuerza de ensayos, llegaron a conocer todas las plantas comestibles que crecían silvestres en las montañas. Los días que estaban de suerte quizá cazaban un conejo, y siempre había manera de hurtar algo de los campos de los protestantes, aunque éstos estuvieran armados como para una guerra. Pero al poco tiempo Kilty se dio cuenta de que si había de llegar a buen fin tenían que pescar en el lago.

»Así pues, escondieron entre las altas hierbas, cerca de Three Trees, una frágil barquilla de mimbre tejido y recubierto de lona. De noche se iban sigilosamente hasta una de las islitas rocosas situadas entre Red Castle y White Castle, en una travesía tan traicionera como la de san Brendan cuando buscaba la ruta hacia el Nuevo Mundo. Yo me pasaba muchas noches remando con ellos. Después del tormento de la travesía, faltaba poco para que al acercarnos a las peñas no nos abriésemos la cabeza contra ellas… balanceándonos en las altas olas para luego descender como el rayo. El suelo estaba más resbaladizo que el moco de tu nariz. Sacábamos la barquilla fuera del agua y la escondíamos en las quiebras de las peñas antes de que se hiciera de día.

»Recorríamos la isla y hacíamos la mayor parte del trabajo arrastrándonos sobre el vientre, siempre aplastados contra el suelo para que las patrullas del
constabulary
no nos localizaran. Arrancábamos mejillones de las rocas, poníamos trampas para las langostas y pescábamos de día con puñados de cuerdas que sujetábamos con la mano. A veces los santos nos bendecían y nos hacían cazar una gaviota o un ave emigrante. Si no conseguíamos nada en absoluto, siempre nos quedaban los mejillones y las algas comestibles.

Daddo dio un prolongado suspiro.

—¡Ah, Dios mío, Conor! Todo lo que me parece recordar de casi tres años son algas y mejillones. Su gusto perdura en mi boca hasta este mismo día de hoy. Comida del hambre. Nos llenábamos la barriga estando allí en la isla para podernos llevar lo que quedaba y dárselo a los vecinos. Siempre agazapados, esperábamos el manto protector de la oscuridad. Si el viento soplaba fuerte y levantaba olas muy altas, aquello era peor que una pesadilla. Muchos días nos pegábamos a las rocas, abrazados unos a otros para evitar que los golpes de mar nos arrastrasen y aun así casi nos ahogaban y nos hacían papilla. Cuando venían las benditas nieblas, regresábamos, zarandeados y arrastrados como semillas en el viento.

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