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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (15 page)

Apoyada la cabeza en el regazo de Daddo, Conor no pudo seguir conteniendo las lágrimas que toda la noche habían estado buscando una salida, y lloró en silencio mientras el
shanache
llegaba al final de la narración.

—En América, Cathal, su esposa Shioban y dos hijas que les quedaban engrosaron el número de los moradores de una población de cabañas cerca de la vía del ferrocarril. Sus amos no se diferenciaban mucho de nuestra aristocracia. Cathal hizo lo que tenía que hacer. El ferrocarril pagaba un dólar por día, y casi todo lo que ganaban lo enviaban al terruño para sustentar a sus parientes. Fueron los irlandeses que huían del hambre, los braceros, quienes construyeron los ferrocarriles y canales del Nuevo Mundo.

Cuando se perdió la cosecha por cuarta vez, los británicos se cansaron de hambres irlandesas y cortaron casi por completo la ayuda prestada hasta entonces. Además, a los irlandeses se les cerró en las propias narices la puerta de entrada a Inglaterra. El quinto año de la gran hambre, Irlanda había quedado diezmada por un millón de muertos de inanición y enfermedades y otro millón de emigrados. Los que tenían la buena fortuna de llegar a América sostenían a los que se habían quedado en Irlanda. El pueblo americano donó generosamente millones de dólares en socorro de los irlandeses.

—Cathal no regresó a Irlanda. Cuando uno se va, dedica todo su amor a la patria nueva, porque no ha dejado atrás sino cosas amargas. Sí, claro, cantan canciones sentimentales, acompañadas de lágrimas de cocodrilo, y una vez al año enarbolan la bandera verde, en los desfiles… Pero no regresan nunca.

»Con todo eso, llegó el momento en que hasta MacAdam Rankin y los de su ralea se dieron cuenta de que se les habían marchado demasiados labradores buenos. Los que sobrevivieron pudieron cultivar más tierras, y las leyes cambiaron de tal modo que hasta fue posible comprar campos.

»Debes darte cuenta, pues, de cuántas peripecias hubo que pasar para que treinta y dos acres de este suelo lleven impreso el nombre de Larkin. Por eso no es raro que tu padre esté tan orgulloso de ello…

La luz del día se filtró dentro del establo, internándose poco a poco hasta el pesebre y acariciando el rostro de Conor. Su calor y su brillo sacaron al muchacho del profundo sueño en que estaba sumido. ¡Se incorporó prestamente! ¡Daddo y Tomas habían desaparecido, los dos! Conor se puso en pie de un salto y miró en torno suyo, aturdido.

—¡Ah, ahí está la bella durmiente! —dijo Finola, que estaba sentada en un taburete, ordeñando la vaca—. Llegué a pensar que no despertarías nunca.

—¿Dónde está papá?

—Se ha ido a las turberas. Ya era hora de que se decidiera a ganar un jornal.

Conor brincó hacia el patio y miró a su alrededor, perplejo… Se mojó la cara, corrió hacia la pared, saltó al otro lado e irrumpió en la habitación principal de los O'Neill.

—¡Daddo! —gritó.

—El hecho de que sea ciego no significa que además sea sordo. ¿Quién me está llamando a gritos de esa manera?

—Soy yo, Conor.

—Buenos días, Conor.

El muchacho se deslizó hacia la mesa, frente al viejo, y lo examinó con mirada singular. Claro, no era el mismo hombre con quien había charlado toda la noche. Era, ni más ni menos, el viejo Daddo de siempre.

—Daddo…, ¿dónde estuviste esta noche pasada?

—Descansando, por supuesto.

—¿No fuiste a ningún sitio en particular?

—Soy demasiado viejo para andar danzando por ahí. Además, estoy muy afligido por la muerte de Kilty.

—¿Y no…? Quiero decir…
Jaysus
, no sé qué quiero decir. Daddo, permite que te pregunte una cosa. ¿Fuiste en otro tiempo un excelente cantor de baladas?

—Sí, muchacho, sí. Circulan leyendas sobre la vibración celestial de mi voz. Ya lo sabías, sin duda.

—Y… ¿y fuiste a Inglaterra con Kilty durante la gran hambre?

—Naturalmente. Todo el mundo sabe que fui.

—¿Y hurtaste pescado de las islas del conde?

—Lo mismo que lo ha hurtado todo hombre un poco aventurero de estos contornos. Pero ¿a qué viene, si puedo preguntarlo, esta racha de preguntas?

Conor escondió la cara entre las manos, tratando de poner las cosas en orden.

—Oh, es un enredo.

—¿Qué es un enredo?

—Creo que lo estoy mezclando todo. Episodios históricos, sueños, cosas…

—Ah, comprendo —dijo Daddo—. ¿Una visita de los duendes durante la noche, quizá?

Conor se rascó la cabeza.

—¡Ha sido tan real!

—Entonces, es cierto que te han visitado. Aunque a veces, Conor, sabemos desde mucho tiempo trocitos y retazos y sólo necesitamos que un duende los componga debidamente. Si te ha ocurrido esto, es probable que poseas un don especial y que un día puedas ser un
shanache
tú también.

Conor dirigió la mirada hacia la puerta y sus piernas echaron a correr en dirección adonde se fijaban los ojos.

—¡Adiós, Daddo! ¡Que tengas un buen viaje de regreso!

El muchacho volvió como una furia hacia el cruce de caminos; después, al llegar delante del cementerio, se detuvo en seco y entró con ánimo reverente. La tumba de Kilty seguía siendo una alfombra de flores y de pequeñas pipas de arcilla. Conor se arrodilló y se santiguó.

—Oh, abuelo, has sido un gran hombre, de veras. Y yo seré un Larkin del que te enorgullecerás cualquier día.

Conor no dejó de correr en un trecho de más de kilómetro y medio, al menos, hasta que alcanzó a la hilera de hombres que subían pesadamente a las turberas, con su padre delante de todos, como de costumbre.

—¡Papá! ¡Papá!

Al ver a su chico, Tomas se animó, lleno de gozo.

—Despacio, Conor, despacio. Siempre corres demasiado.

—¿Puedo ir a trabajar contigo en las turberas, hoy?

Tomas rodeó los hombros de su hijo con el brazo y continuaron subiendo.

—Claro que sí —respondió—. ¡Sería estupendo!

Segunda Parte

EL NAIPE DE LOS DE ORANGE

O LA TARJETA NARANJA

1

Junio de 1885

El mayor Hamilton Walby, miembro del Parlamento, medalla militar, miembro de la Real Orden Victoriana, compañero de la Muy Eminente Orden del Imperio Indio, era un fanfarrón. Desmintiendo los sesenta y tres años que tenía, montaba su caballo árabe blanco, tieso como un palo, inspeccionando su reino al trote largo, como si estuviera perpetuamente a punto de iniciar una carga de caballería.

El noble hacendado del municipio y burgo de Lettermacduff se sentía despectivamente orgulloso de que aquélla fuera la comunidad más anglicanizada de todo el condado de Donegal. Casi todos sus componentes eran herederos de los despojos que repartió Cromwell.

El primer Walby que vino a Irlanda fue Isaiah, en 1649, y ganó cierto renombre como oficial de Cromwell. El capitán Isaiah se distinguió en la carnicería de Drogheda, donde varios millares de católicos, sin hacer excepción de mujeres y niños, fueron sacrificados en santa venganza. Oliver Cromwell en persona santificó los asesinatos de Drogheda declarándolos «un recto juicio de Dios contra unos miserables bárbaros». En los trescientos y pico de años siguientes, esta opinión sobre los indígenas continuó casi inalterada ante las sucesivas generaciones de Walby.

Como recompensa, al capitán Isaiah Walby le hicieron propietario de unos cuatrocientos acres de tierra usurpados al clan O'Neill y de una cédula real sobre el burgo de Lettermacduff. Isaiah pobló aquellas tierras de soldados de su propio regimiento, dividiéndolas en parcelas que repartió en arriendo. Después se apoderó por su cuenta de otras extensiones y las vendió a ingleses dignos de confianza al precio de tres peniques por acre. El mayor Hamilton Walby, o sea el propietario actual, había continuado la ininterrumpida tradición de servir a la Corona. Se había comprado una graduación en el ejército, junto con los privilegios que la acompañaban. Formando parte de los Ulster Rifles saboreó el gusto de la acción al reprimir el gran motín de los cipayos, en la India. Fue un episodio notablemente sangriento, caracterizado por unos rasgos especiales de salvajismo, tanto por parte de los rebeldes como por parte de la Corona, que habrían enorgullecido al bueno de Isaiah. Las ejecuciones se llevaban a cabo de una forma repugnante, aunque singularmente ingeniosa. Los Ulster Rifles, sucesores de un cuerpo de alabarderos famoso, habían decidido no dejarse aventajar por nadie. A los cipayos condenados por amotinamiento los conducían con gran pompa al campo de maniobras al compás de una airosa marcha antigua de los Orange o del Ulster, tocada por las gaitas. Después de la debida lectura de la sentencia, ataban al cipayo a la boca de un cañón y disparaban la bala. Este modo de ejecución se hizo tan popular que se lo apropiaron (lo hurtaron, literalmente) otros regimientos dotados de menos inventiva, hasta que se convirtió en un castigo universal.

Lettermacduff Borough figuraba entre las colonias más prósperas; llegó a parecer un trozo de suelo inglés trasplantado allá, y no había propiedad irlandesa alguna más fiel a la Corona que aquélla. Los Walby reunieron una modesta fortuna gracias al lino. Cada nuevo hacendado se esmeraba en constituirse en pilar de la comunidad.

Anteriormente a la Ley de Unión, durante los siglos XVII y XVIII, los Walby habían sido miembros del Anglo Parliament, formado por los descendientes de pura cepa. Después de la unión, el escaño de East Donegal en la Cámara de los Comunes de Westminster se convirtió en patrimonio familiar. El mayor Hamilton Walby lo ocupó durante treinta largos años. Con los Walby en los Comunes y los Hubble en la Cámara de los Lores, el bienestar político de las colonias leales quedaba perfectamente garantizado. Pero he aquí que después circuló la temeraria noticia de que un feniano y miembro de la Liga Campesina, Kevin O'Garvey, quería arrebatar el escaño del noble hacendado.

Enfurecido por el descaro increíble que significaba semejante pretensión, sufrió tal acceso de furor que su médico de cabecera tuvo miedo de que le sobreviniera un ataque de apoplejía. Durante una semana su rostro se mantuvo de color púrpura. Por fin amainó y descendió a un estado de jadeo lento y balbuciente cuando su yerno y más íntimo confidente, A. J. Pitkin, regresó del Castillo de Dublín con noticias reconfortantes. Con tantos nuevos votantes elegibles en los nuevos comicios, la mayor parte de los distritos quedarían sujetos a una revisión, con lo cual una comisión de la Corona efectuaría los reajustes necesarios en sus respectivos límites. Nunca se dijo así, claramente, con todas las palabras, pero a ciertos distritos, como por ejemplo el East Donegal de Walby, se les podría empujar hacia el bando adecuado mediante unos retoques oportunos.

Al mayor Walby, siempre acompañado de Pitkin, le invitaron a reuniones a puerta cerrada de la comisión, para escuchar sus opiniones y consejos. En colaboración con amigos comprensivos, del Castillo, Walby trazó unos límites nuevos que garantizarían una mayoría leal y su continuación en el escaño. Al adoptar sus proposiciones, los límites de East Donegal fueron sometidos a una especie de contradanza, trazando unos como pasillos de terreno que se internaban tierra adentro como alargados dedos para poder incluir los más remotos núcleos de población protestante. Al mismo tiempo, numerosos pueblos y ciudades católicos que habían pertenecido siempre al distrito fueron eliminados de él, de modo que sus votos quedaran prácticamente anulados.

Sin consultar a la gente ni tomar en consideración las proposiciones de O'Garvey, la comisión se fue y envió sus conclusiones por correo. East Donegal había sido amañado hasta darle una configuración grotesca, que semejaba la de un pulpo. No se le exigió a la comisión que justificara tales despropósitos, ni se permitió apelación alguna.

Aliviado al ver que el Castillo había salido en su defensa, como debía ser, Hamilton se complacía inspeccionando su burgo y permaneciendo en comunión con su famoso jardín de rosas del Ulster.

Hasta aquel momento, pocos labradores irlandeses de East Donegal creían que Kevin O'Garvey tuviera la menor posibilidad. Sin embargo, ahora, el descarado amaño producía un efecto absolutamente contrario. Desafiando los estragos de la edad, Daddo Friel anunciaba la candidatura de O'Garvey en un pueblo tras otro, y Tomas Larkin le pisaba los talones. Cuando las noticias de semejante actividad llegaron a sus oídos, el noble hacendado se llenó de irritación y después de recelos.

—Esto se está convirtiendo en una condenada molestia insoportable —dijo después de otra desoladora referencia a una reunión habida en su propio burgo y a la que asistieron más de cien arrendatarios—. Yo pensaba que con los nuevos límites habíamos dejado atrás esas estupideces, Pitkin. ¿Qué cree que hace esa gente?

—Uno colegiría —respondió Pitkin después de aclararse la garganta un par de veces, como tenía por costumbre— que creen de veras que poseen fuerza suficiente para ganar.

—Disparates, pura patraña. Quiero decir que, después de todo, tú estuviste allí en la comisión, conmigo. Y se portaron como Dios manda en cuanto a nuestras proposiciones.

Atwell Pitkin tartamudeaba de una forma que significaba que las malas noticias no quedaban muy lejos. Le habían escogido para marido de Heather Walby por sus habilidades en materia de cuentas y de leyes. El hacendado arqueaba las cejas en actitud amenazadora, marchitando a su yerno bajo la más severa y flamígera de sus miradas militares.

Pitkin palideció; su voz adquirió un tono más agudo.

—Si contamos con una franca mayoría, nos quedan pocas dudas —dijo.

—¿Qué? —el puñetazo en la mesa hizo bailotear una taza.

—Cuidado, cuidado, mayor. Acuérdese de la presión sanguínea.


Yo
—puñetazo a la mesa—
quiero
—puñetazo a la mesa—
saber
—puñetazo a la mesa— ¡QUÉ DIABLOS ESTA PASANDO AQUÍ!

Después de limpiarse la frente del súbito rezume de humedad, Pitkin se recompuso un poco tratando de quitar importancia a lo que sucedía.

—A mí me vino una sombra de duda y me puse a repasar las listas de arrendatarios que nos proporcionó Su Señoría, así como los padrones públicos que encontré a mano. Como usted sabe muy bien, señor, los católicos son extremadamente descuidados en eso de registrar nacimientos y defunciones. Pero, vaya, todos lo sabemos perfectamente, ¿verdad?

El mayor arqueaba la ceja de tal modo que parecía que fuera a juntarse con el mostacho.

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