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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (10 page)

—¿No te habló nunca de la gran hambre?

—No, en realidad no.

Como la mayoría de chiquillos, había oído hablar del hambre a jirones; relatos de los
shanaches
, susurros alrededor de la lumbre de turba en noches de invierno.

Dichos del hambre, comidas del hambre, miedos del hambre…, todo suelto, deshilachado en hebras misteriosas. Cuando se entraba en detalles, Tomas Larkin, invariablemente, cerraba los labios. Había transcurrido ya casi medio siglo, pero el recuerdo y las consecuencias perduraban en todas las casas campesinas y en todos los campos de Ballyutogue.

—Vivimos —decía Daddo— con cierto número de habitaciones en nuestro interior. La mejor habitación está abierta a la familia y a los amigos, y en ella mostramos nuestro semblante más bonito. Otra habitación, el dormitorio, es más personal, y en ella admitimos a muy pocas personas. Hay otra habitación en la que no dejamos entrar a nadie…, ni siquiera a nuestras esposas e hijos, porque es la habitación de los pensamientos más íntimos, que nunca compartimos con nadie. Queda todavía otra habitación, tan escondida que ni nosotros mismos entramos jamás en ella. En esta última encerramos todos los misterios que no podemos solucionar y los pesares que deseamos olvidar. Cuando Kilty murió abrió esta última habitación interior de Tomas Larkin, y toda la amargura encerrada allí ha salido fuera.

Conor dirigió una mirada a su padre, que ahora parecía bastante sosegado. Todavía receloso por el aspecto de Daddo creyéndolo obra de los duendes, se mantuvo alerta. Daddo no parecía tener malas intenciones, pero la situación requería cautela.

—Tomas tendría tu edad, poco más o menos, por la época de la gran hambre y era igual que tú ahora. Kilty y yo éramos íntimos. A la sazón yo vivía en el pueblo vecino y cabalgaba con él como su lugarteniente de más confianza, de modo que estaba enterado hasta el último detalle de todo lo que ocurría. Para comprender cómo pudo producirse aquella calamidad, es preciso saber lo que sucedía por aquellos días…

Después de aplastar el levantamiento de Wolfe Tone y los United Irishmen en 1789, los británicos estaban decididos a no tener que habérselas más con Parlamentos de Dublín obsesionados por la liberación.

Con este objeto, William Pitt, primer ministro británico, elaboró una Ley de Unión sin otro fin que eliminar totalmente a los irlandeses del terreno político.

Cornwallis, virrey y gobernador de Irlanda, se embarcó en una campaña de trampas y embrollos descarados para obligar al Parlamento de Dublín a disolverse, después de quinientos años de existencia. Hecho esto, se añadió la Cruz de San Patricio a la británica Cruz de San Jorge y la escocesa Cruz de San Andrés, todas fijas en una sola bandera conocida por la Union Jack, que ondearía sobre un supuesto Reino Unido.

Para que los obispos irlandeses participaran en el complot, los británicos compraron su adhesión prometiéndoles emancipar a los católicos.

Se fundó en Maynooth un seminario mayor bajo la mirada y supervisión inglesa para crear una versión británica del catolicismo que con el tiempo menguara las versiones céltica y normanda.

La Ley de Unión fue un matrimonio a la fuerza. Desaparecido el Parlamento de Dublín, se arrebataba a los irlandeses toda posibilidad de guiar por sí mismos el destino de su país. Por las inmensidades de Westminster se perdía una pequeña delegación irlandesa dotada de una voz más débil todavía. Inglaterra pudo gobernar a Irlanda mediante funcionarios de la Corona desde el aborrecible Castillo de Dublín.

Más de un cuarto de siglo transcurrió después de promulgada la Unión para que el primer católico irlandés pudiera ocupar un escaño en Westminster. Fue necesaria la tremenda personalidad de Daniel O'Connell para conseguirlo. Mientras él dominó la lucha política irlandesa, parecía posible alcanzar la meta de la emancipación. Después O'Connell dedicó su vida a conquistar una segunda meta: que se aboliera la Unión…, que pudieran segregarse de Inglaterra. Esta meta no se lograría.

—De modo que ya ves por qué —continuó Daddo— las elecciones que se acercan tienen tanta importancia. Este siglo nos hemos pasado ochenta y cinco años luchando por un Gobierno autónomo, un Parlamento en Dublín y porque se derogase la Ley de Unión.

Conor movió la cabeza indicando que lo comprendía, y preguntó:

—¿Por qué falló la cosecha?

—Había de suceder, antes o después —respondió Daddo, poniéndose en pie y desperezándose un poco. Y empezó a pasear de acá para allá, porque no sabía hablar de aquel tema sin excitarse bastante—. El capcioso parloteo político no nos deparó gran cosa —dijo—. Los
croppies
, es decir, los labradores irlandeses, seguían figurando entre los campesinos más desdichados y pobres del mundo, y para colmo de nuestras miserias, la Madre Iglesia se empeñaba en favorecer los intentos ingleses por asimilarnos. Ya no rezaba en el antiguo idioma. Ni en las escuelas ni en los libros se mencionaban nunca para nada la historia ni las leyendas de Irlanda. Fueron los
shanaches
y los maestros de valla, como mi propio padre, quienes, repitiendo sus narraciones de pueblo en pueblo y dando lecciones en secreto salvaron la cultura.

Daddo interrumpió bruscamente su ir y venir, abrumado por la tristeza que le despertaba el recuerdo, y los ojos se le humedecieron. Dejando caer los hombros, continuó, con acento monótono:

—Recogíamos la cosecha de patatas en septiembre, lo mismo que ahora. Si el año no era muy bueno… lo pasábamos bastante mal. Y los meses peores eran siempre los del verano, pues andábamos más cortos de alimentos. Quien tenía algo que empeñar, lo empeñaba. Los demás acudían a los prestamistas y se cargaban de deudas más y más. Vivíamos a la sombra del hambre continuamente, y entre las rentas, el tributo a la Iglesia anglicana y la ausencia de derechos humanos, se nos trataba peor que a las vacas y los cerdos. Para los británicos, valíamos menos que los animales.

»La Irlanda de 1800 era un país de ocho millones de habitantes. Pero dos o tres millones no tenían tierras ni empleos y vagaban sin rumbo, hurtando por los campos. Si marchaban a las ciudades, no encontraban trabajo, porque los ingleses no levantaban fábricas ni construían puertos, ni caminos, ni escuelas, ni montaban empresas en el Ulster…, excepto para los protestantes. Las ciudades eran retratos de miseria, inundadas por decenas de millares de mendigos, jóvenes y viejos, sin otra alternativa que el suplicio final del asilo. He ahí la Irlanda que crearon los ingleses.

Ambos permanecieron en silencio largo rato, Conor tratando de asimilar lo que había oído y Daddo pensando en la víspera del desastre.

—Cuando yo era muchacho la gente se casaba joven. Se contentaban con unos pocos acres segregados de las tierras arrendadas por la familia. Con lo cual las fincas se hacían más y más pequeñas hasta quedar pocas que pasaran de quince acres.

»La supervivencia misma de la gente, esa angosta frontera entre el ser y el no ser, dependía de la patata. Unos pocos acres podían alimentar a toda una familia y la única herramienta que se necesitaba era una simple azada para cavar los tablares de patatas, fuere como fuese el suelo. Un hombre corriente consumía de tres y medio a cinco kilogramos de patatas al día, y con las cortezas se alimentaba a las gallinas y cerdos. Con eso y la turba como combustible, teníamos los elementos necesarios para sobrevivir.

»A medida que la población crecía y las fincas menguaban, la tierra se fatigó; quedó esquilmada. Además, quien depende por completo de una sola cosecha, corteja el desastre.

»El hambre aplastó el espíritu de ese Tomas Larkin, que yace ahí tan quieto, como aplastaba a todo el pueblo irlandés.

9

Septiembre de 1845

—¡Papá! ¡Tío Aidan! ¡Tío Cathal!

Kilty Larkin y sus dos hermanos, que estaban arrancando las últimas patatas del tablar, se volvieron para ver al joven Tomas que subía ladera arriba, a la carrera, agitando la mano y gritando al mismo tiempo.

—¡Papá! ¡Tío Aidan! ¡Tío Cathal!

Kilty arrojó un puñado de patatas chiquitas dentro del gran cesto colocado en las guías de la narria, y se estiró en toda su talla, que en verdad era bastante aventajada. Los tres hermanos ocupaban un buen pedazo de suelo, pues eran muy fornidos. Mientras se secaba la frente, una ráfaga de viento hizo volar su cabello, dándole el aspecto de un Moisés barbirrojo. Su hijo salvaba los últimos metros a tropezones.

—¡Eh, vamos, Tomas, deja ya de correr!

—Mamá… —jadeó el muchacho—, mamá quiere que vayáis inmediatamente, todos.

—Bien, ¿qué pasa? —preguntó Cathal.

—A las patatas les ocurre algo extraño.

—Vaya, ¿qué puede pasarles? Ayer estaban perfectamente sanas.

Tomas movía la cabeza y se mordía fuertemente el labio inferior para no ponerse a llorar.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kilty.

—Han empezado a ponerse negras ante nuestros propios ojos.

Los hermanos se miraron desconcertados, luego dieron media vuelta los tres a la vez y emprendieron la marcha, casi corriendo. Cuando llegaron al gran cobertizo de piedra y turba utilizado para almacenar cosechas, se había reunido ya allí un grupito de mujeres y viejos. Maud, la esposa de Kilty; Jenny, la de Aidan, y Shidba, la de Cathal, estaban también.

Kilty se abrió paso hasta Maud. Con la cara alterada por el espanto, la mujer le cogió el brazo, y sin despegar los labios, le señaló el cobertizo. Kilty entró, seguido de sus hermanos. Los arcones despedían un olor acre intenso. Kilty hundió la mano y sacó un puñado de patatas, tratando de verlas bien en la oscuridad. Se habían vuelto negras y se deshacían en una especie de pasta que chorreaba entre sus dedos. Hundió la mano más profundamente. Todas estaban igual. Los tres escarbaron un arcón tras otro hasta el final del cobertizo. En todas partes lo mismo.

—¡Santa Madre de Jesús! —gritó Aidan.

—Por amor de Dios, habla bajo —le atajó Kilty. Los tres se acercaron hasta casi tocarse las cabezas.

—¿Qué piensas de esto? —preguntó Cathal.

—En verdad que no lo sé —respondió Kilty.

—¿Crees que podrá ser la roya? —murmuró Aidan.

—De veras que no lo sé —repitió Kilty—. No había visto nunca una cosa parecida.

—Yo recuerdo que papá nos contaba que esto pasó en Armagh una vez. Cuando arrancaban la cosecha, las patatas parecían sanas; pero de pronto se volvían así.

—Veamos —dijo Kilty, aguzando el pensamiento—. Cathal, sal de aquí lo más silenciosamente que puedas y llévate un saco lleno. Coge unas cuantas gallinas y un lechón, ponlos en un pesebre, separados de los demás animales, y dales de comer patatas de ésas.

—De acuerdo.

—Bien, salgamos y mostrémonos tranquilos, por amor de Dios.

En el momento en que salían llegaron otros tres vecinos diciendo que en sus almacenes había ocurrido lo mismo. Mientras el grupo crecía y la confusión aumentaba, todos los ojos empezaban a volverse hacia Kilty. Este se mostraba casi altivo, hablando con voz pausada y tranquilizadora, y por el momento todo el mundo pareció calmado. Sólo Maud, su esposa desde hacía quince años, sabía leer la desesperación que se arremolinaba detrás de aquel semblante impasible.

A las pocas horas, Cathal tuvo la respuesta. Los animales que habían comido patatas negras morían. Kilty despachó a sus hermanos y a Tomas hacia Moville, al norte; hacia Glencaw, tierra adentro, y hacia Muff, al sur, para reunir a los jefes titulares de los clanes. Cuando llegaron, a altas horas de la noche, la iglesia estaba llena de mujeres llorando y de hombres huraños, aterrorizados.

La reunión se celebró en una antigua torre normanda, abandonada, a una milla del pueblo, con la asistencia de todos los hombres de Ballyutogue. Daddo Friel fue el primero en informar que la cosecha de su pueblo de Crockadaw había empezado a pudrirse el día anterior.

Después de un largo rato de silencio total, estalló un griterío confuso. Kilty asumió el mando, desviando la oleada de miedo que se formaba.

—Cuando nos separemos, quiero que cada uno de vosotros estudie su propia situación y me informe exactamente qué necesita para pasar el invierno y ponerse a sembrar en primavera. Cuando tenga todos los datos, formaré con Daddo y conmigo mismo una comisión de dos para ir a Derry y ver a MacAdam Rankin en persona, el jefe de administradores de fincas rústicas.

—¡Y vaya que se desvivirá por nosotros el magnífico canalla!

—Debo insistir en que os calléis todos. En días pasados hemos tenido nuestras diferencias con MacAdam Rankin; pero nunca nos habíamos visto ante la pérdida total de nuestro alimento básico. Hasta Rankin tendrá que darse cuenta de que muriéndonos todos de hambre no le haremos ningún favor a Su Señoría.

Aquello parecía bastante lógico. El conde de Foyle debía tener arrendatarios, si quería conservar y aumentar su fortuna. De modo que reaccionaría de modo que salvaguardara su propio interés.

—Enteradme de vuestras necesidades fundamentales —repitió Kilty, enérgicamente— y Daddo y yo negociaremos, solicitando lo suficiente para mantener el cuerpo y el alma juntos. Mientras, no pidáis ningún dinero a los prestamistas… y, por amor de Dios, absteneos de sembrar el pánico.

Fortificados por la pétrea solidez de Kilty, los demás se marcharon con un poco de esperanza.

Los Larkin formaban tres familias, con un total de veinte personas. Kilty era el mayor, digno hijo de Ronan, el que combatió en el levantamiento del noventa y ocho y logró que la tierra diera cosecha donde no la había dado nunca. Él y Maud tuvieron cuatro hijos, tres niños y una chiquilla pequeña, el mayor de los cuales era Tomas, que tenía catorce años. Tomas era alto y fuerte como todos los Larkin, pero haroneaba y soñaba y pasaba el mayor tiempo posible sentado en las rodillas del
shanache
y maestro de valla ambulante. A Cathal, el mediano, le abrumaba el inmenso pesar de no tener heredero varón. Sólo tenía cuatro hijas, la mayor de diecisiete años, y ninguna casada.

Por fin venía Aidan, con cuatro chiquillos escalonados desde los nueve años hasta los pañales.

Las tres familias estaban muy unidas, y esta unión las hacía más fuertes en épocas de crisis. El consejo de familia discutió la situación con tranquila seguridad. El problema inmediato consistía en disponer del alimento suficiente para pasar el invierno, después de pagar las rentas. La parte de cosecha que les correspondía les permitiría resistir; pero en primavera no tendrían dinero para simientes y otros gastos.

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