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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (73 page)

Arriba en Andersontown, a lo largo del Falls, y en Ballymurphy, los católicos despachaban sus negocios con Dios y la Virgen en rápidas misas rezadas por relevos de cuarenta minutos.

En el Belfast el protestantismo era una cosa mucho más seria entre los anglos y sus hermanos escoceses, porque allí estaba la línea de batalla, atrincherada, inexpugnable de la fe «asaltada», y en ninguna otra parte se proclamaba tan gloriosa y celosamente el nombre de Dios y el de su Hijo.

Lucy MacLeod se despertó temblando. De contar por semanas había pasado a contar por días; pronto sería cuestión de contar por horas. Un domingo más y, cuando las campanas tocaran, podría estirar el brazo, allí en la cama, y sentir a su lado otra vez a su Robin, tibio, soñoliento, adorable.

Las doce semanas de gira de la Liga Septentrional de rugby de los Midlands ingleses habrían terminado y Robin estaría en casa de nuevo. Desde que ingresó en el equipo, hacía seis años, ella esperaba siempre con temor el momento de su partida, pero ni la más leve queja salía de sus labios. Su marido jugaba en el equipo del East Belfast Boilermakers, elevada cima difícil de escalar, y los ingresos que esto les proporcionaba la salvaban a ella de trabajar en las fábricas.

Mientras iba realizando los movimientos precisos para vestirse, Lucy tentaba y admiraba todo lo femenino que había en su cuerpo. No lo tenía delicado ni pálido, sino de carne sólida y fuerte, que Robin adoraba. Unos senos redondos, con salientes capullos rosados que no habían perdido nada de su juvenil firmeza… Lucy se sentó ante el espejo, imaginándose que se sentaba delante de Robin. Él estaría con la espalda recostada contra la cabecera de la cama, los ojos humedeciéndosele de puro brillantes. Lucy ensayaba con toda precisión qué llevaría, cómo se habría perfumado, con qué refinamientos le sorprendería.

El implacable tictac del reloj puso fin a sus fantasías. Lucy se cubrió con renuencia. Una vez estrechamente aprisionado todo dentro del corsé, se abrochó un vestido estampado de flores que descendía por su figura de reloj de arena, se dijo que continuaba siendo hermosa y se coronó con un sombrero de anchas alas, arqueado y adornado con plumas, flores y velo. Luego llamó a su hijo:

—¡Matthew!

El chico entró, hecho un diablo de hombrecito desde los pies a la cabeza de sus diez años. Lucy le inspeccionó y le declaró apto para ir a la iglesia.

—¿Cuándo llegará el barco de papá?

—Lo sabes tan bien como yo —respondió la madre—. El viernes al mediodía.

—¿Puedo dejar de ir a la escuela, mamá?

Ella le retorció la oreja, con dulzura, aunque con un leve gesto de firmeza.

Su casita de Tobergill Street era exactamente igual que la contigua, que pertenecía al abuelo Morgan y a la abuela Nell, y madre e hijo pusieron rumbo a ella como hacían desde una eternidad de domingos. La gente los saludaba al pasar y expresaba la gozosa esperanza de que Robin volvería a estar allí dentro de pocos días.

Abuelo Morgan presentaba una figura imponente. Con su levita gris de esmerado corte, su sedoso sombrero de copa y las manos, toscamente labradas, escondidas dentro de unos guantes blancos, tenía un aire noble, como las fotografías de los monarcas. El abuelo Morgan sacó el reloj de oro del bolsillo del chaleco y lo abrió. Morgan MacLeod había empezado a trabajar en Weed Ship & Iron Works desde el mismísimo día que esta empresa abrió sus puertas, en 1878, y en los cinco lustros siguientes no perdió ni un solo día de trabajo por enfermedad. Decían de él que trabajaría hasta el mismo día que le enterrasen. Todo el mundo tomaba a Morgan por modelo. Era conocido de punta a cabo del Shankill y en muchas otras partes de Belfast. Diácono del templo, gran maestre de su Logia de Orange, capataz de los constructores de buques del muelle seco «Big Mabel»…

La única cosa fuera de tono en aquel, por todo lo demás perfecto, concierto de piedad era la tía de Matthew, tía Shelley. Tiíta Shelley, ella sólita, hacía frente al abuelo Morgan, a todos los reverendos (y había muchos), a las risitas de los vecinos (que habían cesado ya) y a todo el que se entrometiera con su independencia personal, que no tenía precedentes ni parigual.

A su manera particular, era una MacLeod tan de pies a cabeza como su papá y su abuelo, una auténtica maravilla. Hasta Robin balbuceaba delante de Morgan. En cambio, tiíta Shelley no hacía ningún secreto de que de vez en cuando fumaba cigarrillos, leía libros prohibidos y desaparecía largos fines de semana sin dignarse explicar a nadie adónde había ido ni quién la había acompañado. Matt la veía guapísima, hasta más que a su propia madre. El abuelo Morgan parecía resignado, aunque seguía representando la comedia de que quizá con el tiempo se le contagiaría a su hija algo de la santidad del ambiente.

Morgan dio unas palmaditas en la cabeza al niño, como solía hacerlo todos los domingos y con gran frecuencia entre semana. Sin embargo, la palmadita de los domingos encerraba mucho más significado. El reloj de oro salió una vez más del bolsillo, muestra de impaciencia por culpa de la abuela Nell. Estaban ya todos reunidos cuando Nell bajó las escaleras, tan florida, almidonada y llena de encajes como su nuera.

Entonces los MacLeod salieron a la calle y se unieron al etéreo desfile de los santos. Era como si a Belfast lo hubieran desangrado por completo para su embalsamamiento dominical. La santidad lo empapaba todo, las ropas que llevaban, las barbas del abuelo, hasta los crujientes zapatos de charol del niño. Todos saludaban con la cabeza, rígidamente y al unísono, a los vecinos que encontraban de paseo, y que correspondían del mismo modo, con idéntica rigidez y al mismo unísono. La carga de su religión descendía sobre ellos como el pesado albatros y se clavaba profundamente en los arrugados, severos rostros.

Hay una fuente que sangre mana,

Sangre del cuerpo del Salvador.

Los pecadores que allí se lavan

Truecan su culpa en flor de amor.

Yo sí lo creo, y lo creeré,

Que el buen Jesús sufrió por mí.

Y si persevero en esta fe

Libre de culpas podré morir.

El reverendo Bannerman salió del compromiso pasablemente. El rebaño le escuchaba de diverso modo. En sus labios, hasta la riqueza expresiva del Evangelio adquiría la rigidez de estilo de un hombre sin otro rasgo de carácter que una integridad seca, mecánica. Dada la mediocridad del reverendo Bannerman y el pequeño ejército de predicadores colegas suyos, los fieles se apiñaban en rebaño y llenaban el templo y canturreaban los himnos y dormitaban durante los sermones como cautivos de un lugar en el que se habían encerrado por miedo a estar en otra parte.

A Matthew MacLeod lo habían recluido en una celda triste de madera barnizada, oscura. Le dolía la espalda, apretada contra el respaldo apenas almohadillado por una delgada tela de terciopelo verde guisante, color que le pondría furioso todo el resto de su vida. Encima mismo de su persona se extendía un océano de sombreros con flores, almidonados cuellos blancos y mostachos encerados.

—No te cuentes entre los bebedores de vino —encarecía sin entusiasmo el predicador—, no fijes la vista en el vino cuando es tinto… —carraspeó a la manera del hombre que quisiera expectorar pero no se atreve—. Al final muerde como una serpiente y pica como una víbora.

Matthew contaba las flores de los sombreros, luego los ensortijamientos de los pilares de madera, después descubría rostros en el grano de la madera del respaldo del asiento que tenía delante. Había allí la cara de una zorra, de un payaso y hasta quizá de una dama, si uno forzaba la imaginación hasta este extremo.

El reverendo Bannerman se inflamaba en pro de la templanza (último confín a que llegaban sus iras) y denunciaba a las personas que no la poseían, estuvieran donde estuviesen.

Matt se inclinaba adelante, con exquisita cautela, atisbando hacia el final de la larga fila, por en medio de generosos senos y crecidísimas barbas. Cerca del final de la misma, una cabecita llena de cintas atisbaba igualmente hacia él. Matt agitó los dedos, y la niña movió los suyos; él hizo monos, y ella los hizo también; después él sacó la lengua, y la niña sacó la suya. En ese momento, una mano autoritaria cogió al niño por el pescuezo y le hizo mirar al frente.

Preciosa, sangre preciosa de Jesús,

Derramada en la Cruz,

Por salvar a los rebeldes, los malos, los pecadores,

Por salvarte a ti.

Una y otra vez iban refunfuñando los versos, y el vapor que impulsaba sus pulmones iba perdiendo fuerzas a cada nuevo verso murmurado. Matthew oía que, fuera, los niños cantaban Polvorientas campanillas azules.

A continuación se recitó la lista de aquello que había que recordar: tómbolas, reuniones, colectas, servicios especiales, penitencias, clubs de hombres, auxiliares de damas, enfermos que visitar, solemnidades de Orange…

¡El órgano tocaba! Un horroroso solo interpretado por la esposa del donante más generoso, un batiburrillo en homenaje a Cristo en el que la letra profanaba la música de
Londonderry Air
. Matthew se rascaba un codo… cuidadosamente…, luego el otro, y como si le circulasen arriba y abajo del espinazo unas corrientes eléctricas, empezó a revolverse, a culebrear. Y se revolvía y culebreaba, y otra vez, y otra vez. El abuelo Morgan le miró con ojo furioso, y él quedó petrificado.

—El borracho quedará sumido en la miseria; la soñolencia cubrirá a un hombre de harapos… todo el mundo recibirá según lo que haya trabajado.

Una variación más sobre el tema de los temas del Ulster: la excelencia del trabajo. Ya a la temprana edad de diez años, Matthew MacLeod sabía que los protestantes eran más laboriosos que los católicos, y los presbiterianos más industriosos que los anglicanos y los baptistas. La Biblia era un verdadero catálogo de la encumbrada posición de la laboriosidad, lleno y repleto similarmente del pecado y la corrupción de la pereza, conocida enfermedad de los católicos, que corría parejas con su afición a la bebida. Cabían muy pocas dudas acerca de quiénes estaban de parte de Dios y de parte de quiénes se ponía Dios.

Muy avanzada la segunda hora, un fuerte codazo sacó a Matthew de la modorra en que había caído. El niño se puso en pie automáticamente.

¿Qué puede lavar mis manchas?

¡Sólo tu sangre, Jesús!

¿Qué puede sanar mi alma?

¡Sólo tu sangre, Jesús!

Río divino que viene

A dejarme blanco y puro como nieve.

Morgan MacLeod era tenido en alta estima y no podía sustraerse, ni mucho menos, a ciertas cortesías sociales, en el vestíbulo. Hoy se comentaba el regreso de su hijo, el famoso Robin. Con la mano del abuelo rodeando fuertemente la suya, Matthew tuvo que soportar unas cuantas palmadas más en la cabeza, unos pellizcos en las mejillas y las consabidas frases por el estilo de: «Es igual, igualito que Robin, este niño.»

Media docena de veces se llevaron al abuelo Morgan adonde los demás no pudieran oírles para pedirle que reservase tal o cual empleo en los astilleros, o que diera una buena recomendación para este o aquel ascenso. La estructura social de Belfast, junto con su calidad de gran maestre de una Logia de Orange, le otorgaban tales prerrogativas.

¡El sol! ¡Por fin la luz del sol!

Matthew, todavía prisionero de la mano del abuelo, miraba con envidia a los niños paganos que jugaban a «chuta el bote» y a «bandera del Ulster» y saltaban a la cuerda al son de
Polvorientas campanillas azules
.

Para que sus familiares no olvidasen el mensaje del sermón pronunciado por el reverendo Bannerman, el abuelo Morgan analizaba y reiteraba sus palabras durante la comida dominical.

A estas horas, el niño ya no le encontraba gusto a nada. Le regañaban porque no comía, y le advertían que no se ensuciase porque el día era largo aún.

El segundo encuentro del día con Dios fue motivo de una larga discusión entre abuelo y abuela Nell, quien, para la función de la tarde, prefería ir a la nueva, espaciosa y deslumbrante iglesia de los Mártires de Shankill, para escuchar al reverendo Oliver Cromwell MacIvor. «Allí al menos no me aburriré», pensaba Matthew. Aunque, por otra parte, el reverendo MacIvor le daba miedo. Ya se sabía que cuando se le llenaba la boca de espumarajos, por toda la iglesia habría gente que se desmayaría, otros se levantarían, gritarían y se retorcerían, y otros se arrojarían al suelo, al pie del pulpito.

El abuelo manifestaba grandes dudas respecto a MacIvor, y este domingo concreto ganó él. Tenían el caballo en un establo a dos manzanas de allí, y Matthew fue con el abuelo a engancharlo al carricoche. Con el niño firmemente incrustado entre la madre y la abuela y la infinidad de corsés que parecían llevar las dos, fueron a dar un paseo por el río hasta las afueras de la ciudad en cuyas evangélicas tiendas se producía un remolino de frenesí religioso de última hora, sin truenos caprichosos ni condenaciones del evangelio fundamentalista.

Los predicadores de las tiendas iban y venían en varias oleadas santas. Quien poseyera cierta elocuencia y unos cuantos chelines podía sacar un título en poco rato y meterse en el negocio. El juego consistía en andar de acá para allá hasta encontrar a los recién condenados para aquel divertido carnaval.

Después de una última lectura de la Biblia hecha por el abuelo Morgan, el pequeño Matthew se fue a su casa, allí al lado, con mamá. Papá regresaría pronto, y entonces los domingos serían diferentes. En Belfast había iglesias para todos los gustos, y su padre solía elegir una que se especializase en funciones cortas y amables. Las de esta clase solían estar muy concurridas. Después se pasaban el resto del día divirtiéndose.

Luego por supuesto papá volvería a salir de viaje con el equipo. A la orilla de la cama, Matthew MacLeod rezó en serio, por primera vez en aquel día. Pedía a Dios que los domingos que su padre estuviera en Inglaterra a él le metiesen en la cárcel, librándole así de tanta bondad.

3

Christchurch, Nueva Zelanda, 1904

El tren disminuyó la marcha al cruzar el río entrando en Christchurch por el norte y describió un arco alrededor de los jardines botánicos de esa ciudad jardín. Conor los vio en el andén: los Larkin de Nueva Zelanda. Liam, tratando inútilmente de parecer bien vestido, una dama más bien regordeta con la más ancha de las sonrisas, y que era Mildred, esposa de Liam, y cuatro hijos —dos chicos y dos chicas— con ramos de flores en las manos. Los seis parecían terriblemente asustados.

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