Read Trinidad Online

Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

Trinidad (9 page)

El encolerizado sacerdote se volvió pausadamente hacia el mesmerizado rebaño, que entro de nuevo en la iglesia boquiabierto. Luchando por recobrar el dominio de sí mismo, se puso inmediatamente a rezar pidiendo que llegase el día, dentro de meses o años, en que Tomas Larkin acudiese a él, gimoteando, arrastrándose, postrándose, para pedir que le perdonara. Mientras recorría el pasillo central se decía a sí mismo que él era un hombre misericordioso, que perdonaba y no se recreaba en la venganza; pero a pesar de todo, pediría que llegara aquel día. Después decidió que había de ser él quien pronunciase la última palabra sobre la cuestión, de modo que no dedicaría a Kilty una misa larga, ni lo acompañaría al cementerio para pronunciar allí un sermoncito especial. Metiéndose el dinero de la misa en el bolsillo, subió las escaleras del pulpito y bajó la vista hacia una feligresía que cayó de rodillas instantáneamente, como derribados todos por un solo disparo.

7

No es que Dooley McCluskey fuese irreverente con los muertos. Para un funeral corriente habría cerrado su establecimiento hasta después de la misa. No obstante, el óbito de Kilty trajo una numerosa delegación de protestantes del municipio. La mayoría no iba a entrar en San Columbano, como tampoco un buen católico querría ser visto dentro del Saint Andrews presbiteriano ni del Saint George anglicano. Después de todo, uno no podía dejar a sus vecinos plantados ahí sin saber qué hacer. Además, había regalado una docena de botellas para el velatorio y, sin duda alguna, tenia derecho a resarcirse de tal pérdida.

Mientras Tomas acomodaba los ojos al antro de bebida, tan bajo de techo, los concurrentes se quitaban el sombrero e inclinaban levemente la cabeza. Uno tras otro, todos le ofrecieron unas torpes palabras de consuelo. Luke Hanna, el capataz de la hilandería de lino que había tratado durante muchos años tanto con Kilty como con Tomas, actuaba de portavoz calificado. Y entonó elogios que Kilty no había escuchado en toda su vida. Habían sido adversarios casi siempre, pero esa clase de adversarios que saben proclamar a la taberna como santuario común y beber juntos sin armar camorra.

La letanía de Luke Hanna fue una mezcla de alivio por haberse quitado de encima al viejo truhán y de pena por el óbito de un hombre de su talla.

—He visto lo que ha pasado con el padre Lynch —dijo Luke, ofreciendo un whisky a Tomas.

—¡Puaff! Ese hombre tiene la sonrisa del ruibarbo del año pasado.

—¿Estás en conflicto con él?

—Es a mi mujer a quien habré de temer ahora.

El vaso de Tomas rebosaba de bebida gratuita, haciendo las delicias de Dooley McCluskey. Tomas estaba a punto de hacer eses cuando entró Conor.

—Están cavando la fosa, papá —dijo.

El padre se limpió los labios con el revés de la mano, dio salida a un eructo estruendoso y siguió a su hijo.

El padre Lynch había abolido algunas de las costumbres más peregrinas que solían practicarse junto a la fosa, tal como la de meter la mano del muerto en un balde de leche para hacer subir la nata. En cambio, reinstauró la aborrecida tradición de separar hombres y mujeres, confinando a cada sexo en su sector determinado. El párroco confió las últimas oraciones y la aspersión de agua bendita junto a la fosa al padre Cluny, pues no deseaba un segundo enfrentamiento con Tomas.

Mientras unos hombres se relevaban para cavar la sepultura, la mayoría deambulaba por el cementerio, visitando tumbas de familiares, arrancando malas hierbas y fumando en pipa. Media docena de mujeres plañían alrededor del ataúd, aunque no con la pasión terrible del velatorio. Ahora lloraban con un llanto lírico; cada una adaptándose suavemente al ritmo del rezo de las demás, de manera que resultaba un conjunto armónico, del que nacía una melodía primitiva.

Cuando llegó Tomas, el ataúd fue bajado a la fosa y cubierto. Después toda la comitiva desfiló, depositando, uno por uno, una piedra sobre la sepultura hasta formar un pequeño montículo. A continuación, de dos en dos, o de tres en tres, los hombres se fueron a la taberna de McCluskey, y las mujeres regresaron al pueblo.

Fergus O’Neill se mecía, cruzadas las piernas, sobre el montículo de piedras de la tumba de Kilty. Bertie MacDevitt estaba de pie junto a él, tocando la flauta, los labios todavía hinchados por la pelea con Dinny O’Kane, mientras Fergus recitaba la composición:

¡Oh dolor, oh dolor!

Hasta que anochezca me quedaré aquí,

Junto al soldado que se desplomó.

¡Lloremos, amigos, por Kilty Larkin!

¡Oh dolor, oh dolor!

Él a los fenianos hizo revivir.

El tributo odiado su mano barrió.

¡Dios te tenga en gloria, oh Kilty Larkin!

¡Oh dolor, oh dolor!

Del hambre la gente tenía que huir;

Él venció al infierno y aquí se quedó.

¡Adiós para siempre, oh Kilty Larkin!

Con quince versos más, el poema quedó completo. En el transcurso del tiempo lo engrosarían otros cien. Kilty había recibido la recompensa de los héroes: un himno en su honor. Fergus y Tomas continuaron allí, y Bertie tocó hasta que los labios le dolieron demasiado para continuar. Finalmente Conor, Liam y Brigid se alejaron, marchando con paso cansino hacia la casita, y Tomas se quedó a solas junto a la tumba de su padre hasta que el crepúsculo descendió sobre Ballyutogue.

A las tantas de la noche, Conor empujaba la puerta de la taberna: Los únicos que continuaban de pie eran su padre, Luke Hanna, otros dos protestantes y McCluskey, que iba llevando la cuenta de las rondas. El chiquillo tiró de la chaqueta de su padre. Los ojos de Tomas parecían una marea roja. Su hijo pensó que casi volvía a estar en trance.

—Papá, he venido para llevarte a casa.

—¡Tú, fuera de aquí! —bramó Tomas.

—Bueno, tengo que saber cuándo vendrás —persistió Conor.

—Cuando haya terminado de beber, entonces iré.

—Esperaré.

—Fuera, te repito. No puedo beber a gusto con un chiquillo mirándome.

—Me quedaré en el rincón y estaré callado.

—¡Lo que tú buscas es una zurra!

—Tengo que esperar. He prometido a mamá que te llevaría a casa.

Tomas echó el brazo para atrás como si fuera a dar un tremendo revés al muchacho, pero Conor se limitó a seguir mirándole fijamente, sin intimidarse y con una leve mueca de disgusto. Tomas bajó el brazo, se enmurrió, gruñó, refunfuñó, se rascó la cabeza, y por fin cedió bajo la mirada firme de su hijo.

—¡Puaff! ¡Cristo! —murmuró dejando el vaso y siguiendo tímidamente al muchacho hacia las tinieblas de la noche.

Tomas se llenaba los pulmones, avariciosamente, de aire fresco, limpio, y se apoyaba en Conor. Ambos caminaban lenta, silenciosamente, sin otra compañía que los sones del viento y los aromas de los campos.

—Supongo que mamá se habrá enterado de las palabritas que he tenido con el padre Lynch.

—Sí, se ha enterado.

—Oh, ya estoy viendo su cara. Capaz de agriar la nata una quincena seguida.

Delante de la casita, Tomas procuró dar firmeza a su paso y emitió unos lamentos de autocompasión entrecortados por doloridos gemidos irlandeses.

—Conor, hijo mío, ¿por qué no le dices a mamá que he perdido el sentido en la taberna? Sí, eso es. Me he desmayado y Fergus ha venido y me ha recogido y me ha llevado a dormir a su casa.

—Mamá no creerá que hayas perdido el sentido. Todo el mundo sabe lo que eres capaz de resistir.

—No resultaría, ¿eh?

—Hummm, hummm.

—Bueno, pues. Sentémonos en el establo hasta que esta vieja cabeza deje de cascabelear.

Tomas avanzó, tropezando, junto a la pared y ordenó a las vacas que se callaran; después se acurrucó en el heno, mientras Conor encendía la linterna.

—Papá, todo saldrá bien. Tú no has hecho nada que esté mal.

—Eres un buen muchacho, eso es. Un día escribirán canciones en tu honor.

—¿No deberías irte a la cama?

—Uf, todavía no estoy en condiciones de enfrentarme con lo que me espera allá dentro.

Tomas se frotaba la cabeza con fuerza para eliminar los turbadores círculos eléctricos que corrían ahora por ella, desequilibrándole, haciéndole sentir náuseas, partiéndole el cráneo a cuchilladas de dolor, enturbiándole la visión y confundiendo sus palabras.

—Papá, sé lo mucho que amabas a Kilty, y yo me afligiría del mismo modo por ti.

Tomas se derrumbó sobre la espalda, revolviéndose en una agonía de sufrimientos.

—Y yo te salvaría la vida, como Kilty me la salvó a mí. ¡Oh, Dios…, Dios…! —su respiración era ruidosa y atormentada, y el ganado se removía nervioso—. ¡Kilty! —gritaba Tomas—. ¡Kilty!

Los sollozos del padre amenazaban con desgarrar el corazón del muchacho, que lloraba presenciando los estremecimientos de aquel gigante, viendo cómo se le hinchaba la espalda por los esfuerzos y escuchando los sonidos que emitía. Conor no los había oído iguales, ni parecidos, en toda su vida. Finalmente, el acceso se calmó, terminando en un jadeo moderado, patético.

—Es inútil, Kilty. Todas las patatas se han vuelto negras…, moriremos…, moriremos…

8

—¿No es un hermoso espectáculo? —exclamó Finola al entrar en el establo.

—Se siente muy mal —le excusó Conor.

—No cabe duda —respondió la mujer, inclinándose con dificultad para observar mejor a su esposo—. He visto caras mejor parecidas comiendo heno.

—No finge, mamá —insistió Conor—. Está destrozado, de veras.

—Puaff, rezaremos en penitencia por sus tonterías hasta el día de Todos los Santos. Será mejor que te quedes aquí y procures que no se ahogue en su propia bilis. Y si mete demasiado ruido le arrojas un balde de agua a la cara, nada más —y se marchó, caminando despectivamente.

—Conor.

El muchacho levantó la vista hacia el desván, donde Liam asomaba la cara por la abertura y Brigid se frotaba los ojos.

—¿Ha regresado papá?

Liam se deslizó escalera abajo y examinó a su padre con la mirada.

—De veras parece como si alguien le hubiese dado un golpe terrible en el pecho.

—Bah, está descansando, nada más —atajó Conor.

—Me quedaré contigo. Le velaremos por turno —dijo Liam, entusiasmado ante la perspectiva de actuar de protector de su padre.

—Yo cuidaré de él. Vuélvete arriba, a dormir.

Liam se crispó ante aquello, que era, inconfundiblemente, una orden.

—Pues debería quedarme.

—¡Andando!

Liam acarició la idea de plantarse firme, pero se retiró sumiso ante la autoridad de su hermano. Conor redujo la llama del farol y se arregló un sitio. Tomas abría y cerraba las manos como retorciendo los puñados de paja, estremeciéndose ligeramente y murmurando frases incoherentes.

El muchacho pasó todo el rato sentado, dormitando continuamente, pero despertándose y manteniéndose alerta siempre que su padre se movía. Tomas descendía por un camino de tormentos, y nadie podía socorrerle.

Repentina, súbitamente, un aire de silencio absoluto envolvió el establo, de tal modo que Conor se dio cuenta del ruido de su propia respiración. Al silencio le siguió una rápida y furiosa ráfaga de viento que cruzó la vivienda e hizo incorporar al muchacho entre temblores, mientras la llama del farol bailoteaba y luego se apagaba por completo, dejando una oscuridad absoluta. Mientras Conor palpaba a su alrededor, las vacas mugían inquietas, como si hubiera entrado en el establo algún extraño.

Una luz indefinible, más bien una radiación, brotó de uno de los pesebres, precisamente en el mismo lugar en que Finola había visto la
banshee
, la bruja de la muerte. Conor se sintió invadido por el espanto.

La luz oscilaba insegura como si intentara hallar el camino para salir del pesebre.

—¿Quién hay ahí? —consiguió preguntar Conor, con voz estremecida.

—Yo y nadie más —fue la respuesta.

El muchacho quedó paralizado. Reconocía la voz, aunque sólo vagamente, y no estaba con ánimo para sopesar las cosas. Se arrastró a gatas, tratando de situarse en un lugar más despejado. Mientras, la luz salió a terreno libre, rodeando la figura de un hombre de un brillo fantasmagórico.

—¿Quién… quién… eres… tú?

La respuesta consistió en una carcajada sardónica.

—Oh, aquí está ocurriendo algo demencial —exclamó Conor, poniéndose en pie de un salto y pensando en huir. Pero esto habría significado abandonar a su padre. Quizá gritar con toda la fuerza de sus pulmones. Una figura translúcida se le acercó más.

—Mírame bien, Conor.

El muchacho se situó con aire retador entre la sombra que venía y su postrado padre, bizqueando y sospechando levemente que reconocía al individuo. Sí, no cabía duda, era alguien a quien conocía, pero que, ¡por su vida!, no acababa de identificar. Veía la silueta de un hombre robusto que vestía traje campero, de brazos fuertes y con una gran mata de cabello rizado. En la mata de cabello fue en lo que Conor se fijó más, porque había visto una muy parecida, aunque blanca como el mármol y coronando a un anciano marchito.

El espectro sonrió, luciendo una boca adornada por unos dientes grandes y brillantes. No, no era el mismo hombre, ni mucho menos, porque aquel en quien estaba pensando no tenía ni una barra en la reja. Había quedado completamente desdentado.

—Lo concedo, he cambiado un poquitín —dijo el hombre—, pero deberías reconocerme.

¡La voz! ¡La voz!

—¿Daddo? —aventuró Conor.

—Buen muchacho.

Con gesto pausado, Conor puso la mano delante mismo de la cara del hombre.

—¿Por qué haces esto?

—¿Me ves?

—Claro que te veo.

—Pero ¡si estás casi ciego!

—¡Ah, eso! Si nos referimos a la última vez que me viste, tenía cuarenta años más que ahora.

—¡Pero si era anoche nada más!

—Ea, si hemos de continuar esta conversación, deberás aceptar ciertos hechos, tales como mi presencia.

Ya sabes, yo no he sido siempre débil y cegato. Como tampoco lo era Kilty. Desgraciadamente, esto es lo único que recuerdas de nosotros. Cuarenta años atrás éramos un lindo par de descamisados. Aunque yo nunca fui tan fuerte como Kilty. ¡Ah, diablos, Kilty partía piedras con el puño desnudo, ya ves si era fuerte!

Conor retrocedió receloso al ver que el hombre daba unos pasos adelante. Sí, habría podido ser Daddo, en su juventud. Cuanto más lo estudiaba, mayor era el parecido. Daddo procedió a ponerse cómodo, sacando un gran jarro de whisky de no sé dónde y bebiendo unos generosos sorbos. Luego movió la cabeza examinando a Tomas Larkin y ofreció el jarro a Conor. El muchacho por poco se asfixia con un ataque de tos al esforzarse por retener en el estómago aquel veneno, aunque sintiéndose halagado al ver que le trataban como a un hombre.

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