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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

Te Daré la Tierra (3 page)

—Ego Raimundus Borrellius comes civitatis Barcinonensis, accepto te Ermesenda sicut uxor mea et promisso cavere te, omni perículos, rispetare et cautelare vos a malo et esere fidelis in salute et malaltia usque tandem Deus Dominus nostro cridi me al seu costat at finem dels meus dies.
[1]

Pese a que en aquel momento estaba en juego su destino, la mente de Ermesenda registró un cúmulo de hermosas y sonoras palabras que desconocía pero que, mezcladas con el latín, resonaron alegres dentro de su cabeza. Luego ella hizo otro tanto. Comenzó la música y las campanas iniciaron un volteo sin igual, acompañándola con su solemne y sincopado repique hasta que, junto a su marido, atravesó el rastrillo del castillo de Carcasona, momento en el que las gruesas paredes mitigaron el estruendo.

Descendió del carruaje y, mientras llegaban los invitados, fue conducida en volandas a sus habitaciones donde, junto a su aya, la aguardaba un ejército de damas y sirvientas que le quitaron el traje que había lucido durante la ceremonia. La perfumaron y, tras peinarla y cambiarle el tocado por una diadema de perlas que había pertenecido a su abuela, la vistieron con un brial de color malva cuyo escote se abría en forma de uve mostrando el nacimiento de sus senos y cuyas mangas volaban en torno a sus brazos como alas de mariposa; después le ciñeron un dorado cíngulo que, ajustado a sus caderas, descendía en ángulo remarcando las curvas de su cuerpo. Al observarse en el bruñido bronce de su espejo, la joven tuvo la impresión de que estaba en cueros vivos.

—Ama, ¿así me he de presentar ante mis invitados?

—Así, niña mía —confirmó el aya en tono cariñoso.

—Pero me siento desnuda... —protestó la joven.

—Una dama casada ha de prometer sin permitir, ha de sugerir sin entregar. Vuestro esposo os ha de ver como mujer, no como niña; si no, esta noche él no sabría cómo trataros.

—¿Qué es lo que me pasará esta noche, ama?

—Lo que dicta natura. No os preocupéis: si mi instinto no me engaña, vais a tener buen maestro.

Ermesenda la miró con ojos de impotencia.

—Pero ama...

—Dejaos llevar, niña mía. Las ovejas se fían del pastor y no preguntan. Venga, poneos esto.

El aya le entregó una liga azul.

—¿Qué es lo que me dais?

—No preguntéis tanto: colocadla sobre vuestra media sin que os vean esas metomentodo. —Y señaló a las tres damas que estaban entretenidas recogiendo el desorden de la cámara—. En mi tierra, la Cerdaña, dicen que augura fortuna; aquí dirán que es brujería.

Ermesenda la miró a los ojos, se descalzó rápidamente de uno de sus escarpines y se colocó la liga en el muslo, ciñéndose el lazo; luego se bajó la saya, el refajo y después la falda.

—Si me dijerais que me tirara al río lo haría. ¡Os quiero mucho, ama! Si no os pudiera llevar conmigo a Barcelona no me habría casado. Sin vos me siento perdida como una niña en el bosque...

Entonces en su mente se formaba una nebulosa, y las imágenes se sobreponían una sobre otra en un laberinto que la confundía y que, a pesar del tiempo transcurrido, todavía conseguía azorarla.

El salón del banquete en el que se habían reunido los invitados de ambas cortes presentaba un aspecto deslumbrante. La inmensa mesa llegaba a ambos extremos atiborrada de manjares a cuál más opulento y selecto, separados entre sí por gruesos candelabros que iluminaban las suculentas fuentes. Enormes soperas de las que partían aromas exquisitos, bandejas con venados casi enteros ensartados en espetones, pescados traídos de las cercanas costas mediterráneas conservados en hielo y un sinfín de copas preparadas para acoger a los más diversos y afamados caldos de la región. Justamente en el centro de la mesa había cuatro regios sitiales dispuestos para acomodar a sus padres, Roger I y Adelaida de Gavaldà, y a los de su esposo, Borrell II y Legarda de Rouergue; a ambos lados, dos sillas más pequeñas: la de su marido, junto a la de su madre, y la suya junto a la de su recién estrenado suegro. Desde la tribuna los músicos iniciaron a su entrada una alegre tonada. Los condes ocuparon los puestos de honor y los invitados se dispusieron a situarse en los lugares que se les habían asignado, observando un rígido protocolo en función de su categoría y parentesco.

Ermesenda se sintió transportada a su lugar en la gran mesa; recordaba que al principio de la ceremonia ni se atrevía a posar la mirada sobre sus invitados. La cena fue transcurriendo, y las frecuentes libaciones hicieron que cada cual fuera a lo suyo y se entregara al condumio con verdadera fruición. Entonces, y solamente entonces, sus recuerdos se fueron ordenando y las escenas finales de aquella singular velada adquirieron una nitidez notable. Al poco, los brindis y homenajes a la pareja aumentaron, la música elevó el tono y el mundo pareció desentenderse de ella. En toda la velada apenas pudo dirigir una mirada a su esposo, de tal modo que, cuando las damas vinieron a buscarla para preparar su noche de bodas, a duras penas lo había visto. Las risas, el barullo y el jolgorio eran tan intensos que desbordaban los límites del salón; los criados iban y venían de las cocinas en un continuo tráfago, trayendo y llevando los postres y, a excepción de su madre, que cruzó con ella una intensa mirada, nadie pareció darse cuenta de que se retiraba. Cuatro dueñas la aguardaban en la entrada de la cámara nupcial. Se abrieron las puertas y Ermesenda se halló ante el lugar donde iba a realizar el acto más importante de su vida hasta entonces. Los artesonados del techo, los tapices que cubrían y sellaban todas las aperturas evitando cualquier posible e indiscreta mirada, los gruesos cortinajes que ocultaban el inmenso tálamo, que tan bien conocía de sus correrías infantiles con su hermano Pere. Allí estaba el motivo de que hubieran bautizado la estancia como el cuarto de la barca: un enorme lecho con dosel, en forma de nave, suspendido sobre cuatro gruesas columnas doradas y al que se debía acceder mediante una escalerilla.

Su ama aguardaba circunspecta junto a la bañera humeante, poseída del importante papel que aquella noche iba a desempeñar en la vida de su pupila. Ermesenda sintió cómo varias manos femeninas le iban retirando los ropajes hasta dejarla en cueros vivos; luego, tras introducirla en la bañera y frotarla, la ungieron con aceites y perfumes traídos de extrañas tierras para arrancar de su piel los humos y olores de los manjares del banquete. Finalmente las damas se retiraron y se quedó a solas con Brunilda, su aya. Ésta recogió su cabellera con peines de concha de tortuga y suavemente le pasó por la cabeza un camisón exquisitamente bordado. Sin más dilación, la condujo frente a un espejo, obsequio de su esposo, traído de tierras musulmanas por mercaderes catalanes, una sola pieza de bruñido metal en la que se reflejaba su cuerpo entero. Ermesenda observó una hendidura vertical, adornada con pasamanería a ambos lados, que se abría en su camisón justamente a la altura de su sexo. Ante su inquisitiva mirada su ama respondió:

—Es bueno que la primera noche la novia se muestre recatada. La abertura permitirá a vuestro esposo yacer con vos sin que medie ofensa; no olvidéis que sois la depositaria del honor de Carcasona. Sólo una barragana se exhibiría desnuda.

—En qué lugar más extraño de mi cuerpo ha depositado su honor Carcasona, ama.

—Así son las cosas, niña mía. No he improvisado nada; todo es como debe ser. Ahora subid al lecho y aguardad. Yo debo retirarme. Y... no olvidéis que lo que ahora puede ser dolor, mañana será gozo.

Ermesenda dio un beso y un fuerte abrazo a su aya y ascendió la escalerilla de su particular tabernáculo. La buena mujer se retiró tras apagar todos los candelabros, dejando encendida únicamente la palmatoria que iluminaba una imagen sagrada de la Virgen. La niña se quedó sola en la penumbra, aguardando en el tálamo, temerosa y expectante, la llegada de su esposo. Su memoria adornaba el lejano recuerdo con el aroma inmarcesible de la distancia, su mente vagabundeaba y evocó la jornada en la que su madre le habló por vez primera del que habría de ser su marido.

—El hombre a quien estás predestinada es el conde Ramón Borrell de Barcelona, cuya sangre desciende de un tronco común a nosotros, la del conde Bello I de Carcasona y Barcelona, que data de antes de 812. Nada que ver, como comprenderás, con los advenedizos francos del norte, puesto que ya entonces nuestra bendita tierra formaba parte de la Septimania, que había aceptado la cultura latina.

»Cuando Almanzor se apoderó de Barcelona, pasamos verdadera zozobra. Fueron tiempos terribles, en los que temimos que el moro no se pararía en los Pirineos. —Su madre había adoptado un tono de voz solemne—. A Carcasona le conviene tener el flanco sur bien cubierto, sobre todo cuando se trata del islam, y la moneda de cambio eres tú: la futura señora de Foix y de Narbona. Tu futuro esposo es conde de Barcelona, Gerona y Osona, un valeroso guerrero muy capaz de defender nuestras fronteras, con más ahínco aún si son las de la casa de su esposa.

Ermesenda recordaba todo aquello mientras reposaba su fatigado cuerpo en el salón contiguo a la torre del homenaje. Su espíritu inquieto deambulaba por los recónditos recovecos de su memoria. La escena era tan vívida que le dolía el corazón al recordarla.

Entonces le vino a la mente una frase de su madre:

—No importa, hija mía, que todavía no le ames. Yo no conocía a tu padre cuando me casaron con él y he sido muy feliz. Sólo te diré una cosa: cuando te abras de piernas, piensa en Carcasona.

3
Martí Barbany

Barcelona, mayo de 1052

Amanecía sobre el mar y Barcelona se desperezaba como una doncella ilusionada en la mañana de su noche de bodas. Las barcas de los pescadores regresaban a la ribera, rebosantes de peces plateados; los saludos alborozados de los marineros se entremezclaban con chanzas y burlas, cuando alguien se percataba de que las capturas de un rival eran más escasas que las propias.

La multitud de campesinos, siervos, mendigos, clérigos y comerciantes que se arremolinaba en el Castellvell y el mercado era ingente; los medios de transporte, variados: pesadas carretas tiradas por bueyes, galeras atiborradas de cajas sujetas con cuerdas, mulos, caballos. Dentro de las primeras y en las alforjas de los segundos, toda clase de productos con los que se desease negociar, cambiar o vender en el mercado instalado junto a las murallas. La única ventaja de esta puerta respecto a la de Regomir, situada al lado de las atarazanas, era que el olor que emanaba de la mercadería era soportable; en la otra, por donde entraba todo el pescado que consumía la ciudad, el hedor era insufrible, sobre todo cuando se acercaba el verano y aumentaba por los efluvios que subían de la riera hasta el Cagalell, y más aún cuando se removían sus fondos y se abría el canal hacia el mar con el fin de vaciarla. Los guardias de las puertas, sudorosos bajo sus cotas de malla, coseletes y cascos, no se andaban con remilgos a la hora de tratar a las gentes: desde emplear el zurriago para ordenar a la muchedumbre hasta sacar de la misma a golpes, con el asta de la alabarda, a todo aquel que intentara provocar un desbarajuste, cualquier medida era buena, sobre todo si servía para que aquel tráfago de hombres y bestias fueran avanzando. Un remedio infalible, en casos de desacuerdo respecto al turno, consistía en apartar a quienes discutían y enviarlos al final de la cola entre denuestos y votos a Dios o al diablo.

Todo este trajín lo motivaba el hecho de que los encargados del fielato tenían que calibrar la mercancía a fin de cobrar la renta que los
prohomes
del municipio habían convenido como canon reservado al conde para la canalización del Rec Comtal, que traería el agua del río Besós a la ciudad, y que era la mejora que en aquellos días se intentaba concluir en Barcelona.

En medio de la multitud, montando un buen caballo ruano, castrado y tranquilo, cabalgaba un joven jinete de mediana estatura, tez curtida como la de un hombre, con las facciones cinceladas por la intemperie, ojos marrones, larga melena negra y aspecto agradable; como rasgo destacable, una barbilla prominente y hendida que delataba un carácter tenaz y una voluntad decidida, y que por cierto daba sentido al patronímico de su familia, ya que su apelativo atañía a dicha peculiaridad: Martí Barbany era su nombre. En la cruz de su cabalgadura llevaba dos alforjas aseguradas a la silla mediante sendas correas y aguardaba paciente a que llegara su turno, dando palmadas al cuello de su ruano. De vez en cuando se palpaba el pecho para asegurarse de que su faltriquera, donde guardaba junto a sus tesoros la carta de la que dependía su futuro, permanecía en su lugar. Vestía calzones largos rematados por dos polainas ligadas con tiras de cuero a sus pantorrillas, camisola de tejido común y un sobretodo de sarga pasado por la cabeza y ceñido a su cintura por una correa, que le cubría hasta los muslos. En los pies, borceguíes de piel de venado, y en la cabeza un gorro verde de los que usaban los cuidadores de aves de rapiña y algún maestro de cetrería.

Forzado por la lenta progresión dejó que su pensamiento calibrara de nuevo si la decisión de abandonar la casa paterna, del modo y en las circunstancias en que lo había hecho, había sido una medida acertada.

Tres días había durado su viaje, que había comenzado en los aledaños de Empúries y que Dios mediante iba a terminar en Barcelona. ¡Qué lejos estaba de imaginar en aquellos momentos los vericuetos por donde andaría su vida a lo largo y ancho de los años y la extraordinaria peripecia que le depararía el destino! Su mente le condujo a través de sus recuerdos a parajes lejanos y queridos. Había nacido en una pedanía cercana a Empúries, en la masía que el generoso conde Hugo había cedido a su familia, después de que ésta, dos generaciones antes y proveniente del Conflent en su límite con la Cerdaña, hubiera mostrado su voluntad de vasallaje desbrozando el bosque asignado: aquella masa de follaje incontrolado se había convertido en doce
feixas
y tres
mundinas
[2]
de tierra de cultivo. Martí era el único hijo del matrimonio entre Guillem Barbany de Gorb y Emma de Montgrí, unión desigual e indeseada por la familia de la mujer, ya que Guillem Barbany no era más que un soldado de fortuna, deudo de la regente Ermesenda de Carcasona, como antes lo había sido de su esposo, Ramón Borrell conde de Barcelona, hasta su muerte; como tal, estaba obligado a llevar a cabo cabalgadas en la frontera dedicado al pillaje y al asalto de pequeños predios solitarios, e incursiones en los territorios del rey moro de Lérida. Todo eso mientras no se reanudaran las frecuentes hostilidades con el conde Mir Geribert, que se había llegado a proclamar príncipe de Olèrdola. En cambio, su madre pertenecía a una familia acomodada de la misma capital de la Garrotxa, que renegó de ella cuando se empeñó en casarse con aquel guerrero de fortuna al que consideraban poco más que un forajido salteador de caminos; su madre, que era
pubilla,
fue desheredada y todos los bienes de su familia donados al monasterio de Cluny que presidía el territorio. Emma hubiera deseado que Martí entrara en la Iglesia, pero su vocación no iba encaminada hacia los altares. En su recuerdo siempre emergía la figura entrañable de su abuelo paterno, que desde niño fue una referencia importante. El viejo mostraba una ostensible cojera de la pierna izquierda y jamás hablaba de las circunstancias que la originaron. Sin embargo, cuando ya desde muy pequeño Martí se quejaba de que su padre jamás estuviera en casa y de que se pasara la vida guerreando, el anciano invariablemente le excusaba con el argumento de que muchos hombres debían cumplir con su deber en tareas que les habían sido impuestas, forzados por las circunstancias de la vida. Éstas y muchas otras charlas llegaron a su fin cuando una apoplejía dejó al anciano como un leño babeante instalado al lado de la gran chimenea del hogar. Una tarde, al volver del campo, lo hallaron muerto como un pajarillo. Al día siguiente lo cargaron en un carro de macizas ruedas y lo llevaron al cementerio que lindaba con la
sagrera
[3]
de la iglesia de Castelló donde, tras el consabido responso, lo enterraron rodeado por el calor de sus vecinos y amigos, que le acompañaron en tan triste y último trance. Su madre presidió la ceremonia. Martí recordaba que éste fue el primer gran disgusto de su vida; tenía siete años. En aquel momento supo con certeza que su mundo no se reduciría a ir a los mercados y ferias de la comarca a vender los productos que cultivaba su familia. No quería deslomarse de sol a sol, como había hecho su abuelo, para terminar bajo un montón de tierra mientras un clérigo entonaba su monocorde miserere.

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