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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

Te Daré la Tierra (10 page)

—Es duro ver que en lo más profundo de nuestro corazón se derrumban edificios que creíamos firmemente asentados al descubrir nuevas aportaciones a nuestros conocimientos que alumbran cosas que creíamos inamovibles, con una nueva luz.

—¿Qué queréis decir?

—A través de la carta de vuestro padre estoy seguro de que habrá variado vuestra opinión al respecto de él y de su vida.

—Hoy he aprendido una lección que jamás olvidaré.

—¿Cuál es?

—No volveré a formular un juicio de valor sin tener todos los datos reunidos, y si es un litigio, sin escuchar a ambas partes.

—Sabia decisión. ¿Qué es lo que vais a hacer ahora?

Martí respondió con una pregunta.

—¿Conocéis al cambista Baruj Benvenist?

—¿Quién no lo conoce? Creo que la mayoría de los habitantes de Barcelona han oído hablar de él.

—He de hallarlo: él tiene el testamento de mi padre; de ser posible os agradecería infinitamente que me acompañarais.

—Lo haré de mil amores, pues es buen amigo mío, dentro de las limitaciones que tiene ser amigo de un judío importante y mi principal proveedor de esquejes para mis tiestos —dijo esto señalando las flores de su ventana—, pero no hagamos un viaje en vano. Es un hombre muy ocupado; dejadme concertar una cita y cuando la consiga os lo haré saber. ¿Dónde os alojáis?

—Todavía en ningún lugar, he venido a veros en cuanto he llegado a la ciudad.

—Está bien, os entregaré una carta de presentación para el propietario de unas viviendas. Está en el arrabal, cerca de la puerta del Bisbe, allí podréis alojaros en tanto buscáis acomodo. Os localizaré en cuanto haya acordado la cita con Baruj Benvenist.

—No quisiera causaros enojo, ya me arreglaré.

—No es ninguna molestia y estaréis mejor allí que en ningún albergue o posada. Así, además, me será más fácil encontraros.

—Sois extremadamente amable conmigo.

—Solo me limito a honrar el recuerdo de vuestro padre que estará presente siempre en mi memoria. Ahora me siento redimido de la promesa que le hice, pues ha sido para mí, durante estos años, como llevar al cuello una pesada losa.

Tras decir esto se dispuso a escribir.

9
Durante la noche

Tolosa, diciembre de 1051

Ramón Berenguer medía con pasos apresurados las losas de su estancia. Sin apenas esperar a que sus ayudas de cámara se retiraran, extrajo la nota de su bolsillo y se dispuso a leerla junto al candelabro que adornaba la mesa central. Sus dedos torpes e impacientes desplegaron la vitela. La nota decía así:

Si en vuestro corazón se ha alojado el mismo sentimiento que ha anidado en el mío, os ruego que sigáis esta noche las instrucciones que en breve os haré llegar por medio de una persona de mi entera confianza. Cuando hayáis leído esta nota, espero de vuestra cortesía que la queméis.

El mensaje iba sin firma.

Los nervios atenazaron su estómago y el temblor de sus piernas le obligó a tomar asiento al borde del lecho. Releyó la misiva una y otra vez sin atreverse a destruirla y sin saber qué hacer. Entonces, en la duda, se dispuso a agotar la espera aunque el mensajero llegara en la madrugada. Tuvo que soportar una prolongada espera hasta que finalmente un rumor sutil alertó sus sentidos: alguien se movía junto a su puerta. Sin hacer el menor ruido, abrió una de las hojas y miró a su altura; pensó que sus sentidos, ofuscados por la emoción y la duda, le habían jugado una mala pasada y que el mismo deseo le había confundido. Nadie se veía en el largo pasillo, pero cuando se disponía a cerrar, una sombra menuda salió de detrás de una cortina y, llevándose el índice a los labios, le indicó que guardara silencio. El hombrecillo se coló casi entre sus piernas y el conde de Barcelona, como un rufián que teme a la guardia, miró a un lado y a otro y volvió a entrar en su estancia con el corazón desbocado, al igual que lo hiciera la primera vez que se enfrentó a la turba morisca. Entonces, desde detrás de una de las esculturas que ornaban el cruce de los pasillos asomó la negra figura de un monje que, tras cerciorarse de que su presencia había pasado inadvertida, y de que Delfín, el bufón de la condesa, se había introducido en las estancias de Ramón Berenguer, partió a dar la novedad a su superior, el abad Sant Genís, por cuyo mandato había estado vigilando los aposentos del ilustre huésped.

El enano se presentó al conde de inmediato.

—Señor, soy Delfín, secretario de la condesa Almodis y su único hombre de confianza; mi fidelidad la ha seguido, aun a veces a riesgo de mi vida, a través de su azarosa existencia. Del séquito que la acompañó al salir de la Marca, cuando se concertó su primer matrimonio y junto a su aya, soy el único superviviente.

Tras esta presentación Ramón se quedó expectante y algo desconcertado; sin embargo, acostumbrado a las intrigas cortesanas de su propio entorno, decidió ser prudente, recelando de que alguien pretendiera tenderle una trampa que le indispusiera gratuitamente con el de Tolosa.

—Dime, hombrecillo, ¿quién te envía en realidad? Más pareces un bufón que un hombre de confianza: dame una prueba de que lo que eres se ajusta a lo que dices ser y de que tu verdadero cometido no es distinto del que pretendes hacerme creer.

El enano se incomodó, más por la desconfianza del conde que por el epíteto que le había asignado.

—Mi estatura puede ser pequeña, señor, pero siempre he entendido que la verdadera altura de un hombre se mide por la distancia que media entre sus cejas y el nacimiento de sus cabellos; mi frente es amplia y creo que mi cabeza aloja un cerebro mucho mejor dispuesto que el de muchas testas coronadas, ya sea con corona condal o ducal. Si me creéis proseguiré, en caso contrario me iré por donde he venido.

Ramón, comprendiendo que no le convenía indisponerse con el minúsculo y quisquilloso personaje, cambió la tesitura de su discurso.

—Entenderás que no es común que, estando invitado en casa de un noble, se llegue a mis estancias a altas horas un criado que se presenta como tú lo has hecho.

—Tampoco es mi gusto hacerlo, y quien expone sus espaldas al rebenque del verdugo, si no a otra cosa, caso de ser sorprendido, no sois vos precisamente. Claro que si no os fiáis de mí, no tenéis más que llamar a los guardias.

—Dame una prueba.

—Bien, señor, voy a hablaros de algo que solamente pueden conocer dos personas, y caso de que otra lo supiera, es que una de las dos se lo ha comunicado; y como evidentemente no sois vos, comprenderéis que lo que os he dicho al respecto de ser el hombre de confianza de la condesa es una verdad absoluta.

Tras una pausa para reforzar la tensión, Delfín prosiguió su razonamiento.

—Esta noche os han entregado una misiva en la que se os comunicaba, a riesgo de quedar a vuestra merced y en el más espantoso de los ridículos, que erais amado por la más excelsa de las criaturas, y además os anunciaba mi visita. Antes de continuar quiero explicaros algo. La condesa, a la que sirvo fielmente desde mi escasa estatura, es el ser más desdichado que existe; no ha conocido el amor y sus matrimonios han sido cuestión de Estado; ha parido hijos y, aunque los quiere, está dispuesta a dejarlo todo por vos si es correspondida.

Al oír esto último la sangre desapareció del rostro del conde. El hombrecillo prosiguió.

—Si decís que sí, perseveraré en mi cometido siguiendo las instrucciones de mi señora; si es que no, me retiraré y le comunicaré vuestra respuesta, pero si me engañáis y la lastimáis en lo más profundo de sus entrañas, por mor de tomarla como un pasatiempo, entonces, consideradme vuestro enemigo.

Ramón a punto estuvo de responder a aquella impertinencia, pero se contuvo ante la confirmación de aquella maravillosa nueva. Si el hombrecillo conocía el contenido de la misiva era señal inequívoca de que su encomienda era cierta y que podía considerarse el más afortunado de los mortales.

—Te creo. En cuanto he posado mis ojos en ella esta mañana he sabido que algo muy fuerte nacía entre nosotros. Dime, ¿qué debo hacer?

—Yo también os creo y debo deciros que lo sabía antes de conoceros.

Ante la mirada interrogante del conde el enano añadió:

—Sería largo y complicado hablar de ello en este momento, todavía quedan muchos cabos que atar esta noche.

Ramón vio cómo el personajillo se dirigía hacia una de las paredes de la estancia, allí tanteó con sus ágiles dedos una de las molduras, oprimiendo una de las hojas de acanto de un ornamentado florón, observó extrañado cómo uno de los paneles se deslizaba y ante él se abría una oscuridad profunda. El enano, tomando el candelabro de la mesa central, ordenó más que dijo:

—¡Seguidme, señor!

10
Baruj Benvenist

Barcelona, mayo de 1052

Desde tiempo inmemorial los judíos de los diversos condados catalanes vivían apartados de los cristianos por múltiples razones. De una parte, los consejos de la Iglesia en este sentido eran tajantes: todo lo que pudiera contaminar la verdadera fe debía ser visto con recelo. A ello se añadía el hecho incuestionable de que de esta manera se podían prevenir los desmanes del populacho; cuando no se tenía a un chivo expiatorio para endilgarle cualquier desgracia (ya fuere una epidemia de peste, una plaga de langosta o un desastre de la naturaleza, como una sequía), siempre podía culparse a los judíos. Por otro lado, teniendo en cuenta que los mismos rendían grandes servicios al conde como cambistas, recaudadores de impuestos o físicos, su protección estaba más que justificada, y resultaba una tarea mucho más fácil si se los concentraba en un barrio que pudiera vigilarse.

Estas circunstancias se sumaban a otras atribuibles a la misma idiosincrasia del pueblo hebreo: ellos preferían vivir apartados, su religión era otra, sus costumbres distintas, y sabían que los cristianos los acusaban de haber crucificado a su Dios, lo que había marcado su relación con ellos, amén de que tampoco querían en modo alguno contaminar sus propias tradiciones tratando a los que ellos consideraban infieles, de no ser para negociar. Sus hábitos eran completamente endogámicos: se casaban entre ellos según su ritual, tenían sus sinagogas, sus casas de préstamos, sus
micvá
y sus alimentos, elaborados según los ritos
kosher.
Todo ello contribuía a que tuvieran fuertes lazos de hermandad y que fuera tarea imposible, para cualquiera ajeno a ellos, entrar como asociado en alguno de sus negocios o actividades. Los barrios donde estaban confinados en todos los territorios catalanes recibían el nombre de
calls.
Se accedía al de Barcelona a través del portal de Castellnou que, por lo mismo, también se llamaba del
Call.

El viernes siguiente a la mañana del primer encuentro, Martí Barbany, acompañado del padre Llobet, se dirigía desde su alojamiento hacia la entrada del
Call,
el cual a aquella hora hervía de actividad. La vivienda, que se encontraba en la calle más cuidada, era una sólida casa edificada al modo de las residencias señoriales de los cristianos.

Constaba de dos cuerpos de diferentes alturas; la puerta del principal era un arco de medio punto ornado con piezas irregulares de mampostería, y a la altura del primer piso se podían ver dos grupos de cuatro ventanales germinados cerrados con vidrieras emplomadas que se repetían en el segundo en un solo conjunto sobre el que se asentaba la buhardilla, abierta al exterior sólo por tres amplios tragaluces. La cubierta era a una sola agua y estaba terminada con teja árabe. El cuerpo de la derecha, destinado sin duda al servicio de la casa, constaba de una puerta que daba a un patio interior al final del cual estaban las cuadras; en la parte superior se veía otro grupo de ventanas de menor rango y sobre ellas una galería de siete aberturas cuyas ocho columnas soportaban un tejadillo, también de teja árabe. Todos los accesos que daban paso a carros o galeras estaban protegidos por cantoneras de piedra para impedir que las ruedas de los carruajes dañaran el basamento.

Martí y el inmenso clérigo se acercaron al quicio de la puerta principal, y después de tirar de la cadena de la campanilla se dispusieron a esperar.

—¿Qué es eso? —inquirió el joven, señalando una disimulada portezuela situada en la parte superior derecha del dintel y que parecía ocultar un escondrijo.

—Es la trampilla que oculta la
mezuzá.
[5]

Algo iba a indagar Martí cuando la mirilla de la puerta se abrió y, tras la protectora rejilla de hierro, aparecieron los ojos inquisidores de un criado que los observaba con desconfianza.

—¿Quiénes sois y qué queréis?

—¿Está en la casa Baruj Benvenist? —le preguntó el padre Llobet.

—Depende.

—¿De qué?

—De quién lo busque y para qué.

El clérigo era consciente de las precauciones que tomaban los judíos del
Call
antes de abrir sus puertas a extraños. Sin embargo, Martí se sorprendió del trato desabrido del sirviente, ya que en los pueblos no sucedía lo mismo.

El arcediano, al percibir su extrañeza, consideró:

—No es manera de tratar a unos visitantes y no está en consonancia con la tradicional hospitalidad hebrea.

—Me limito a cumplir órdenes: los tiempos son difíciles. Ayer mismo hubo un muerto en una reyerta al lado mismo de esta casa. Yo sólo soy un fiel mandado.

—Está bien, decid a vuestro amo que, tal como quedamos, don Eudald Llobet viene acompañando al hijo de un buen cliente suyo.

—Tened la bondad de aguardar aquí.

El fámulo, antes de cerrar la mirilla y desaparecer, decidió mostrarse algo más respetuoso, pensando que si su patrono se había citado con aquellas gentes seguro que su rango, sobre todo el del clérigo, correspondía a personas de importancia, con lo que su desconfiado proceder podía causarle en breve embarazosas complicaciones. La espera fue corta, y tras un ruido de trajinar cerrojos y cadenas, una hoja del portal se abrió y apareció el sirviente exhibiendo un talante mucho más cordial que el que había mostrado momentos antes.

—Me dice el amo que os conduzca a su gabinete.

Pasaron los visitantes y, tras cerrar la puerta, el criado los guió a través de un largo pasillo hasta las dependencias del cambista, que ocupaban la parte posterior de la casa, mientras aprovechaba la circunstancia para excusar su anterior comportamiento.

—Entendedme, en los tiempos que corremos toda precaución es poca.

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