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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

Sobre la muerte y los moribundos (31 page)

BOOK: Sobre la muerte y los moribundos
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Es comprensible que una enfermedad progresiva con todas sus implicaciones sea muy difícil de tolerar para una paciente que tiene la impresión de que las quejas van seguidas necesariamente por una invalidez permanente o por la muerte.

Esta paciente era ayudada por parientes que le permitían telefonear y charlar de “otras cosas”, por un televisor que tenía en su cuarto para distraerse, y más tarde por pequeños trabajos manuales que empezó a hacer para tener la impresión de que “todavía servía para algo”.

Cuando se hace hincapié en los aspectos instructivos de estas entrevistas, una paciente como la señora L. puede compartir muchas quejas sin tener la impresión de que se la va a clasificar como una “quejica”.

11. Reacciones ante el seminario sobre la muerte y los moribundos

La tormenta de la noche pasada ha terminado esta mañana con una paz dorada.

Tagore, de
Pájaros Errantes, CCXCIII

Reacciones del personal

Como hemos observado antes, el personal del hospital reaccionó con gran resistencia, a veces con abierta hostilidad, ante nuestro seminario. Al principio, era casi imposible que los médicos nos dieran permiso para entrevistar a uno de sus pacientes. Los residentes eran más difíciles de abordar que los internos, y éstos ofrecían más resistencia que los externos o los estudiantes en medicina. Parecía que, cuanta más experiencia tenía un médico, menos dispuesto estaba a colaborar en aquel tipo de trabajo. Otros autores han estudiado la actitud del médico respecto a la muerte y al paciente moribundo. Nosotros no hemos estudiado las razones individuales que había para esta clase de resistencia, pero la hemos observado muchas veces.

También hemos constatado un cambio de actitud una vez puesto en marcha el seminario, cuando el médico tenía la opinión de sus colegas o de algunos de los pacientes que venían a la clase. Los estudiantes y los capellanes del hospital contribuyeron igualmente a familiarizar cada vez más con nuestro trabajo a los médicos, y las enfermeras quizás han sido las que más nos han ayudado.

Tal vez no sea una coincidencia que una de las doctoras más famosas en el cuidado total del paciente moribundo, Cicely Saunders, empezara trabajando como enfermera y ahora, como médico, esté dedicada a los enfermos moribundos en una sección destinada especialmente a su cuidado. Ella ha confirmado que la mayoría de pacientes saben que su muerte es inminente, tanto si se les ha dicho como si no. Se encuentra muy bien hablando de esta cuestión con ellos, y como no tiene necesidad de negación no es probable que la encuentre en sus pacientes. Si éstos no desean hablar de ello, naturalmente ella respeta su reticencia. Insiste en la importancia del médico que sabe sentarse y escuchar. Confirma que entonces la mayoría de sus pacientes aprovechan la oportunidad y le dicen (¡la mayor parte de las veces sin rodeos!) que ya sabían lo que estaba pasando, y que casi no experimentan resentimiento ni miedo al final. “Y lo que es más importante”, dice, “el personal que haya escogido hacer un trabajo así, debería haber tenido la oportunidad de pensarlo a fondo y de encontrar satisfacción en una esfera diferente de los propósitos y actividades habituales de los hospitales. Si creen en ello y disfrutan realmente con su trabajo, ayudarán más al paciente con su actitud que con palabras”.

Hinton también quedó muy impresionado ante la intuición y la consciencia que demostraban los pacientes enfermos de muerte y ante el valor que manifestaban al afrontar la muerte, que casi siempre se producía tranquilamente. Doy estos dos ejemplos porque creo que dicen mucho tanto de las reacciones de los pacientes como de las actitudes de estos autores.

Entre nuestro personal hemos encontrado dos subgrupos de médicos que eran capaces de escuchar y de hablar tranquilamente del cáncer, de la muerte inminente, o del diagnóstico de una enfermedad generalmente fatal. Eran los que llevaban poco tiempo en la profesión médica y habían experimentado la muerte de una persona próxima a ellos y superado esta pérdida, o habían asistido al seminario durante un período de varios meses; el otro grupo, más reducido, lo constituían médicos mayores, que —esto sólo lo suponemos— pertenecían a una generación anterior, educada en un ambiente que usaba menos mecanismos de defensa y menos eufemismos, afrontaba la muerte de un modo más realista, y enseñaba a los médicos a cuidarse de los enfermos moribundos. Estaban educados en la antigua escuela del humanitarismo y ahora tienen éxito como médicos en un mundo donde la medicina es más científica. Son los médicos que hablan a sus pacientes de la gravedad de su enfermedad sin quitarles toda esperanza. Estos médicos han ayudado y apoyado tanto a sus pacientes como a nuestro seminario. Hemos tenido menos contacto con ellos, no sólo porque son la excepción, sino también porque sus pacientes se sentían equilibrados y casi nunca necesitaban recurrir a un tercero.

Aproximadamente nueve de cada diez médicos reaccionaban con incomodidad, fastidio u hostilidad latente o patente cuando les pedimos permiso para entrevistar a uno de sus pacientes. Algunos utilizaban la mala salud física o psíquica del paciente como razón para su renuncia, mientras que otros negaban pura y simplemente que tuvieran pacientes moribundos a su cargo. Algunos manifestaban disgusto cuando sus pacientes pedían hablar con nosotros, como si ello reflejara su incapacidad para tratarlos bien. Aunque sólo unos pocos se negaron abiertamente, la gran mayoría, cuando finalmente nos permitían hacer una entrevista, lo consideraban como un favor especial que nos hacían. Lentamente, esto ha ido cambiando, y ahora son ellos los que vienen a pedirnos que veamos a uno de sus pacientes.

La señora P. es un ejemplo de la agitación que un seminario así puede provocar entre los médicos. Ella estaba muy preocupada por muchos aspectos de su hospitalización. Sentía una gran necesidad de expresar sus preocupaciones y trataba desesperadamente de averiguar quién era su médico. Resulta que había ingresado en el hospital a finales de junio, cuando hay un gran cambio de personal, y apenas conocía a su “cuadrilla” cuando éstos se fueron y vino a sustituirles otro grupo de médicos jóvenes. Uno de los recién llegados, que antes había asistido al seminario, se fijó en que estaba consternada, pero no podía pasar tiempo con ella porque estaba ocupado intentando conocer a sus nuevos supervisores, su nueva sala y sus obligaciones. Cuando le pedí que me dejara entrevistar a la señora P., consintió rápidamente. Pocas horas después del seminario, su nuevo supervisor, un residente, me detuvo en un pasillo lleno de gente y, en voz alta y muy enojado, me reprochó que hubiera visto a aquella señora, añadiendo que “ésta es la cuarta paciente que ha sacado de mi sala”. La presencia de visitantes y pacientes no parecía estorbarle lo más mínimo para exponer sus quejas; tampoco parecía preocuparle el hablar con bastante poco respeto a un miembro más antiguo de la facultad. Estaba claramente furioso por la intromisión y por el hecho de que otros miembros de su equipo dieran permiso rápidamente sin preguntárselo antes a él.

No se preguntaba por qué tantos pacientes suyos tenían dificultades para hacer frente a su enfermedad, por qué su equipo evitaba hacerle preguntas, y por qué a sus pacientes les era imposible exponer sus preocupaciones. El mismo médico dijo más tarde a sus internos que a partir de entonces les estaba prohibido hablar con ninguno de sus pacientes de la gravedad de su enfermedad y dejarles hablar con nosotros. En la misma conversación habló del respeto y la admiración que tenía por el seminario y por nuestra labor con los enfermos desahuciados, pero él no quería tener parte en él y eso incluía a sus pacientes, la mayoría de los cuales tenían una enfermedad incurable.

Otro médico me llamó en el momento en que yo entraba en mi despacho después de una entrevista especialmente conmovedora. Tenía media docena de sacerdotes y de enfermeras supervisoras esperando para hablar conmigo cuando una voz chillona me gritó por el teléfono algo así: “¿Cómo tiene usted el valor de hablar de la muerte a la señora K. cuando ni siquiera sabe lo enferma que está y tal vez vuelva otra vez a su casa?” Cuando por fin volví en mí, le expliqué el contenido de nuestra entrevista, a saber, que aquella mujer había pedido hablar con alguien que no estuviera implicado en su tratamiento inmediato. Quería compartir con alguien que sabía que sus días estaban contados. Todavía no era capaz de reconocer esto con todas sus consecuencias. Nos pidió que le aseguráramos que su médico (¡el que yo tenía al teléfono!) le haría una indicación cuando su fin estuviera próximo y que no jugaría al escondite con ella hasta que fuera demasiado tarde. Tenía mucha confianza en él y le molestaba mucho no haber sido capaz de comunicarle que era consciente de la gravedad de su estado.

Cuando este médico se enteró de lo que en realidad estábamos haciendo (¡que era muy diferente de lo que él suponía!), el enfado dio paso a la curiosidad, y al final consintió en escuchar la grabación de la entrevista de la señora K., que en realidad era una súplica dirigida a él por su propia paciente.

Los sacerdotes que me visitaban no podrían haber tenido una experiencia más instructiva que la interrupción de aquel doctor furioso, que les mostró los efectos que puede provocar un seminario así.

Cuando empecé a trabajar con pacientes moribundos, observé la necesidad desesperada del personal del hospital de negar la existencia de pacientes moribundos en sus salas. En otro hospital una vez pasé horas buscando un paciente capaz de ser entrevistado y sólo conseguí que me dijeran que no había ningún enfermo moribundo que pudiera hablar. Mientras recorría la sala, vi a un viejo que leía un periódico con el titular “Los viejos soldados nunca mueren”. Parecía gravemente enfermo y le pregunté si no le asustaba “leer aquello”. Él me miró con enojo y fastidio, y me dijo que yo debía de ser uno de esos médicos que sólo se ocupan del paciente mientras está bien, pero, cuando se acerca su hora, se alejan y le evitan. ¡Aquél era mi hombre! Le hablé de mi seminario sobre la muerte y los moribundos
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y de mi deseo de entrevistar a alguien delante de los estudiantes para enseñarles a no evitar a esos pacientes. Se mostró encantado de venir, y sostuvimos una de las entrevistas más inolvidables a las que he asistido en mi vida.

En general, los médicos han sido los que menos ganas han manifestado de participar en nuestro trabajo, de enviarnos pacientes y de asistir al seminario. Los que han hecho una de estas cosas han contribuido mucho, y generalmente, una vez convencidos, han seguido haciéndolo cada vez más. Hace falta valor y humildad para asistir a un seminario al que asisten no sólo las enfermeras, estudiantes y asistentas sociales con los que suelen trabajar, sino también sus pacientes, con lo que se exponen a la posibilidad de oír una opinión sincera sobre el papel que desempeñan en la realidad o en la fantasía de los enfermos. Los que temen enterarse de cómo les ven los demás, naturalmente se mostrarán reacios a asistir a una reunión así, aparte del hecho de que nosotros hablamos de un tema que generalmente es tabú y del que no se habla públicamente con los pacientes y el personal. Los que han venido a estos seminarios siempre han quedado sorprendidos de lo mucho que se puede aprender del paciente y de la opinión y las observaciones de otros y han llegado a considerarlo una experiencia extraordinariamente instructiva que les proporcionaba comprensión y era un estímulo para proseguir con su trabajo.

Con los médicos, lo más difícil es el primer paso. Una vez han abierto la puerta, han escuchado lo que en realidad pretendemos (en vez de especular sobre lo que podamos estar haciendo), o han asistido al seminario, es casi seguro que continuarán. Hemos hecho más de doscientas entrevistas en un período de casi tres años. Durante todo este tiempo hemos tenido médicos extranjeros, procedentes de Europa y de las costas oriental y occidental de los Estados Unidos, que han asistido a los seminarios a su paso por Chicago, pero sólo dos miembros de la facultad de nuestra propia Universidad nos han honrado con su presencia. Supongo que es más fácil hablar de la muerte y de los moribundos cuando uno se refiere a los pacientes de otro y puede mirarlos como simple espectador y no como participante en el drama.

Las enfermeras mostraron actitudes más diversas. En un principio nos acogían con parecida indignación y a menudo con comentarios totalmente impropios. Algunas nos llamaban buitres y manifestaban claramente que no deseaban nuestra presencia en su sala. Aunque hubo otras que nos acogieron con alivio y esperanza. Sus motivaciones eran múltiples. Estaban enfadadas con ciertos médicos por la manera como comunicaban la gravedad de una enfermedad a sus pacientes; porque eludían la cuestión o porque la dejaban al margen en las rondas. Estaban enfadadas por todas las pruebas y análisis innecesarios que prescribían para suplir el tiempo que debían pasar con los pacientes y que no pasaban. Sentían su propia impotencia ante la muerte, y cuando se daban cuenta de que el médico sentía algo parecido, se irritaban de un modo exagerado. Les reprobaban su incapacidad para reconocer que no podía hacerse nada más por un paciente dado y que ordenaran pruebas y análisis sólo para demostrar que alguien estaba haciendo algo por él. Les molestaba la incomodidad y la falta de organización en lo que se refería a los familiares de aquellos pacientes, y naturalmente ellas no podían esquivarlos tanto como los médicos. Sentían que su identificación y comunicación con los pacientes eran mayores, pero también lo eran sus frustraciones y limitaciones.

Muchas enfermeras sentían que les faltaba mucho entrenamiento en aquel terreno y tenían poca instrucción sobre el papel que debían desempeñar ante aquella clase de crisis. Reconocían sus conflictos con más facilidad que los médicos, y a menudo hacían grandes esfuerzos para asistir por lo menos a parte del seminario, mientras una de sus colegas visitaba su sala. Sus actitudes cambiaban mucho más rápidamente que las de los médicos, y en los diálogos se sinceraban sin vacilar en cuanto se daban cuenta de que valorábamos más la franqueza y la honradez que las tópicas palabras amables sobre su actitud respecto a los enfermos, los familiares o los miembros del equipo de tratamiento. Cuando uno de los médicos llegó a decir que una paciente le había conmovido hasta casi hacerle saltar las lágrimas, las enfermeras reconocieron inmediatamente que ellas evitaban entrar en la habitación de aquella mujer para no ver el retrato de sus hijos pequeños sobre la mesilla de noche

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