Por ser así las opiniones que los hombres mantienen y los sentimientos que abrigan sobre los disidentes de las creencias que ellos estiman importantes, es éste un país donde no existe la libertad de pensamiento. Desde hace mucho tiempo, el principal error de las penas legales es el sostener y reforzar el estigma social. Estigma verdaderamente eficaz; y lo es de tal manera que la profesión de opiniones proscritas por la sociedad es, en Inglaterra, menos frecuente que en aquellos países, donde profesarlas supone correr el riesgo de castigos judiciales. Para la mayoría de las personas, excepto aquellas que su fortuna las hace independientes de la buena voluntad de las demás, la opinión, en este aspecto, es tan eficaz como la ley. Lo mismo supone encarcelar a un hombre, que privarle de los medios de ganarse el pan. Aquellos cuyo pan está asegurado y que no viven del favor de los hombres que están en el poder, ni de ninguna corporación, ni del público, ésos no tienen nada que temer de una franca declaración de sus opiniones, si no es el ser maltratados en el pensamiento y con la palabra, y para esto no les es necesario gran heroísmo. No hay lugar a una llamada
ad misericordiam
en favor de tales personas. Pero aunque nosotros, hoy día, no inflijamos a los que no piensan como nosotros tan graves males como en otros tiempos, nos perjudicamos quizá más que nunca por nuestra manera de tratarlos. Sócrates fue condenado a muerte, pero su filosofía se elevó como el sol en el cielo y extendió su luz por todo el firmamento intelectual. Los caen fuera del corro de la tolerancia. ¿Quién, después de esta insensata declaración, se forjará la ilusión de que la persecución religiosa ha pasado, para no volver jamás? cristianos fueron echados a los leones, pero la iglesia cristiana llegó a ser un árbol magnífico, sobrepasando a los árboles más viejos y menos vigorosos y ahogándoles con su sombra. Nuestra intolerancia, puramente social, no mata a nadie, no extirpa ningún modo de pensar; pero induce a los hombres a ocultar sus opiniones o a abstenerse de cualquier esfuerzo activo por propagarlas. Las opiniones heréticas, entre nosotros, no ganan, ni incluso pierden, gran terreno en cada década o en cada generación; pero jamás brillan con un resplandor vivo, y continúan incubándose en el reducido círculo de pensadores y sabios donde tuvieron su nacimiento, sin extender jamás su luz, falsa o verdadera, sobre los problemas generales de la humanidad. Y así se va sosteniendo un cierto estado de cosas muy deseable para ciertos espíritus, ya que mantiene las opiniones preponderantes en una calma aparente, sin la ceremonia fastidiosa de tener que reducir a nadie a la enmienda o al calabozo, en tanto que no impide en absoluto el uso de la razón a los disidentes tocados de la enfermedad de pensar; plan éste muy propio para mantener la paz en el mundo intelectual y para dejar que las cosas marchen poco más o menos como lo hacían antes. Pero el precio de esta clase de pacificación es el sacrificio completo de todo el coraje moral del espíritu humano. Tal estado de cosas supone que la mayoría de los espíritus activos e investigadores consideran que es prudente guardar, dentro de sí mismos, los verdaderos motivos y los principios generales de sus convicciones, y que es prudente esforzarse, cuando hablan en público, por adaptar en lo posible su manera de pensar a premisas que ellos rechazan interiormente; todo lo cual no puede producir esos caracteres francos y valientes, esas inteligencias consistentes y lógicas que adornaron en otro tiempo el mundo del pensamiento. Y ésta es la especie de hombres que se puede esperar, bajo semejante régimen: o puros esclavos del lugar común, o servidores circunspectos de la verdad, cuyos argumentos sobre las grandes cuestiones estarán condicionados a las características de su auditorio, sin que sean precisamente los que llevan grabados en su pensamiento. Los hombres que evitan esta alternativa procuran limitar su pensamiento y su interés a aquellas cosas de las cuales se puede hablar sin aventurarse en la región de los principios; es decir, se limitan a un pequeño número de materias prácticas que se arreglarían por sí mismas con tal que la inteligencia humana tomara fuerza y se extendiese, pero que no se arreglarán jamás en tanto que se tenga abandonado lo que da fuerza y extiende el espíritu humano, el libre y valiente examen de los problemas elevados. Aquellos, a cuyos ojos el silencio de los que difieren 'de la opinión común no constituye un mal, deberían considerar en primer lugar, que, corno consecuencia de un tal silencio, las opiniones heterodoxas no suelen ser jamás discutidas de manera leal y profunda, de suerte que aquellas que de entre ellas no podrían resistir una discusión semejante, no desaparecen nunca, aunque se las impida, quizá, el extenderse. Pero la prohibición de todos los argumentos que no conducen a la pura ortodoxia no perjudica sólo al espíritu de los disidentes. Los que primeramente sufren sus resultados son los ortodoxos mismos, cuyo desarrollo intelectual se agota y cuya razón llega a sentirse dominada por el temor a la herejía. ¿Quién puede calcular todo lo que el mundo pierde en esa multitud de inteligencias vigorosas unidas a caracteres tímidos, que no osan llegar a una manera de pensar valiente, independiente, audaz, por miedo a caer en una conclusión antirreligiosa o inmoral a los ojos de otro? Podemos ver a hombres profundamente conscientes, de un entendimiento sutil y extremadamente fino, que pasan sus vidas combinando sofismas, sin poderse reducir al silencio, y agotando todos los recursos de su espíritu para conciliar las inspiraciones de su conciencia y de su razón con la ortodoxia, sin que, después de todo, consigan ningún éxito. Nadie puede ser un gran pensador si no considera como su primordial deber, en calidad de pensador se entiende, el seguir a su inteligencia a dondequiera que ella pueda llevarle. Gana más la sociedad con los errores de un hombre que, después de estudio y preparación, piensa por sí mismo, que con las opiniones justas de los que las profesan solamente porque no se permiten el lujo de pensar. No queremos decir con esto, que la libertad de pensamiento sea necesaria, única o principalmente, para formar grandes pensadores. Muy al contrario, es también y quizá más indispensable para hacer que el común de los hombres sean capaces de vislumbrar la estatura mental que pueden alcanzar. Han existido, y pueden volver a existir, grandes pensadores individuales en una atmósfera general de esclavitud mental. Pero nunca existió, ni jamás existirá en una atmósfera tal, un pueblo intelectualmente activo. Cuando un pueblo ha poseído temporalmente esta actividad, ha sido porque allí, durante algún tiempo, dejaron de actuar los temores a las especulaciones heterodoxas. Allí donde se ha entendido tácitamente que los principios no deben ser discutidos; allí donde la discusión de los grandes problemas que pueden ocupar a la humanidad se ha considerado como terminada, no debemos esperar que se encuentre en un grado intelectual elevado esa actividad que ha hecho tan brillantes a algunas épocas de la historia. Jamás se ha conmovido hasta su más íntimo ser el espíritu de un pueblo, ni se ha dado el impulso necesario para elevar a los hombres de inteligencia más común hasta la máxima dignidad de los seres que piensan, allí donde se ha procurado no discutir problemas vastos y lo suficientemente importantes como para producir el entusiasmo de las gentes. Europa ha podido contemplar varias épocas brillantes: la primera inmediatamente después de la Reforma; podemos considerar otra, si bien limitada al continente y a la clase más cultivada, a raíz del movimiento especulativo de la segunda mitad del siglo xviii; y una tercera, de más corta duración aún, en tiempo de la fermentación intelectual de Alemania, con Goethe y Fichte a la cabeza. Las tres épocas difieren enormemente en cuanto a las opiniones particulares que desarrollaron, pero se parecen en que todas ellas sacudieron el yugo de la autoridad. Destronaron el antiguo despotismo intelectual, pero incluso entonces no lo reemplazaron con otro nuevo. El impulso dado por cada una de estas tres épocas ha hecho de Europa lo que hoy día es. Cualquier progreso aislado que se haya producido, ya sea en lo concerniente al espíritu, ya en las instituciones humanas, procede de modo evidente de una de ellas. Todo hace pensar que desde hace tiempo los impulsos que estas tres épocas nos dieron se hallan ya agotados, y no podemos esperar un nuevo resurgimiento, sin que hayamos proclamado de nuevo nuestra libertad intelectual.
Pasemos ahora a la segunda parte del argumento, y abandonando la suposición de que las opiniones recibidas pueden ser falsas, admitamos que son verdaderas y examinemos el valor que puede tener el profesarlas, suponiendo que no se ataque libre y abiertamente su verdad.
Por poco dispuestos que estemos a admitir la posibilidad de que una opinión a la que estamos fuertemente ligados sea falsa, debemos considerar que, por verdadera que sea, nunca será una verdad viva, sino un dogma muerto, si no la podemos discutir de modo audaz, pleno y frecuente.
Existe una clase de personas (por fortuna no tan numerosa hoy como en otros tiempos), que se contentan con que los demás admitan sus opiniones, incluso en el supuesto de que no exista el más pequeño motivo para profesarlas y sean indefendibles ante las objeciones más superficiales. Cuando tales personas imponen su credo de modo autoritario piensan, naturalmente, que de la discusión sólo puede salir algo malo. Dondequiera que llega su influencia, hacen casi imposible el refutar de modo racional y con conocimiento de causa las opiniones tradicionales, aunque toleren que sean refutadas ignorante e inadecuadamente, ya que es casi imposible el impedir por completo toda discusión entre seres humanos; de otro modo las creencias más comunes, y no fundamentadas por la convicción, cederían fácilmente ante el más ligero asomo de argumento. Sin embargo, aunque se descarte esta posibilidad, y aunque se admita que la opinión verdadera existe en nuestro espíritu, sea bajo la forma de prejuicio, o de creencia independiente y aun contraria al argumento, no es así como un ser racional debe profesar la verdad. Esto no es conocer la verdad. La verdad que se profesa de este modo no es sino una superstición más, accidentalmente unida a palabras que enuncian una verdad.
Si es que la inteligencia y el juicio de la especie humana deben ser cultivados, cosa que los protestantes no niegan al menos, ¿sobre qué pueden ser ejercidas estas facultades mejor que en aquellas cosas que tanto interesan al hombre, que se considera necesario que tenga una opinión sobre ellas? Y si nuestro entendimiento debe ocuparse en alguna cosa más que en otra, sobre todo deberá ocuparse en saber los motivos de nuestras propias opiniones. Cualquier persona debiera ser capaz de defender sus propias opiniones —en asuntos en los que es de la mayor importancia una recta opinión—, al menos contra las objeciones ordinarias. Tal vez haya quien nos diga lo siguiente: "Es necesario
enseñar
a los hombres los fundamentos de sus opiniones. De esto no se sigue que haya que discutir las opiniones por el simple hecho de que no fueron controvertidas; las personas que estudian geometría no sólo se aprenden de memoria los teoremas, sino también e igualmente las demostraciones, y sería absurdo decir que permanecen ignorantes de los principios de las verdades geométricas, porque jamás las oyeron discutir". Sin ninguna duda, así es, especialmente en una materia como las matemáticas, en las que nada hay que decir sobre el lado falso de la cuestión. La peculiaridad de la evidencia de las verdades matemáticas consiste en que los argumentos que las demuestran no tienen más que un solo aspecto. No existen objeciones a ellas, ni tampoco respuestas a tales objeciones. Pero en todo tema en que la diferencia de opinión es posible, la verdad depende de un equilibrio a guardar entre dos sistemas de razones contradictorias. Incluso en la filosofía natural, siempre existe en ella alguna otra explicación posible de los hechos: una teoría heliocéntrica en lugar de una geocéntrica; una teoría del flogisto o una teoría del oxígeno: y es necesario demostrar por qué la otra teoría no puede ser la verdadera, y hasta que conocemos la demostración no podemos comprender los fundamentos de una u otra opinión. Pero si pensamos ahora en asuntos infinitamente más complicados —morales, religiosos, políticos, relaciones sociales, de la vida misma— las tres cuartas partes de los argumentos expuestos en favor de cada opinión discutida consisten en destruir las apariencias que favorecen la opinión contraria. Sabemos que el mayor orador de la antigüedad, después de Demóstenes, estudiaba siempre la posición de su adversario con tanta atención, si no con más, que la suya propia. Lo que Cicerón hacía para obtener la victoria en el foro, debe ser imitado por todos los que estudian un asunto cualquiera con el fin de llegar a la verdad. El hombre que no conoce más que su propia opinión, no conoce gran cosa. Tal vez sus razones sean buenas y puede que nadie sea capaz de refutarlas, pero si él es incapaz igualmente de refutar las del contrario, si incluso no las conoce, se puede decir que no tiene motivos para preferir una opinión a la otra. Lo único racional que cabe hacer en este caso es abstenerse de juzgar, y si esto no le satisface, tendrá que dejarse guiar por la autoridad en la materia, o bien adoptar, como suele hacer la generalidad de la gente, el aspecto de la cuestión por el que sienta más inclinación. Y no basta que un hombre oiga los argumentos de sus adversarios de boca de sus propios maestros y acompañados de lo que ellos ofrecen como refutaciones. No es ésta la manera de hacer juego franco a estos argumentos, o de poner el espíritu en contacto con ellos. Se les debe oír de boca de las mismas personas que creen en ellos y defienden de buena fe. Es necesario conocerlos en todas sus más atrayentes y persuasivas formas, y sentir plenamente la dificultad que embaraza y entorpece el problema considerado. De otra manera nunca un hombre podrá conocer aquella porción de verdad que precisa para afrontar y vencer la dificultad presente.
El noventa y nueve por ciento de cuantos se consideran hombres instruidos, incluso aquellos que pueden discutir normalmente en favor de sus ideas, se encuentran en esta extraña situación. Su conclusión puede ser verdadera, pero puede también ser falsa sin que ellos lo adviertan. No se ponen jamás en la posición mental de los que piensan de otra manera, ni ponen en consideración lo que esas personas tienen que decir; en consecuencia, quienes así obran no conocen, en el verdadero sentido de la palabra, la doctrina que profesan. No conocen aquellas partes de la doctrina que explican y justifican el resto, ni las consideraciones que muestran que dos hechos, contradictorios en apariencia, son reconciliables, o que, de dos razones que parecen buenas, una debe ser preferida a otra. Tales hombres son ajenos a aquella porción de la verdad, que, para un espíritu completamente ecuánime, decide la cuestión. Además, sólo la conocen realmente aquellos que han escuchado los dos razonamientos con imparcialidad y que han tratado de ver con la máxima claridad las razones de ambos. Esta disciplina es tan esencial a una justa comprensión de los problemas morales y humanos, que si no existieran adversarios para todas las verdades importantes, habría que inventarlos, y suministrarles los más agudos argumentos, que el más hábil abogado del diablo pudiese imaginar.